LIBRO
En su más reciente libro, Etgar Keret mira al hombre bala y otras historias
La reseña semanal mira a ‘La penúltima vez que fui hombre bala’, una serie de cuentos breves del escritor israelí que, entre otros temas, aborda la guerra, el suicidio, la religión, la violencia, la soledad y las crisis familiares y de pareja.
La penúltima vez que fui hombre bala
Sexto Piso, 2019
209 páginas
Hacía rato no me deslumbraba tanto un libro de cuentos. Historias breves, de cuatro o cinco páginas, en su mayoría.
Y contundentes, según exigía Cortázar en su conocido símil boxístico: “Como un recto a la mandíbula”. Y ya que hablamos de Cortázar, el azar parece también dirigir la trama de estas historias del israelí Etgar Keret. Cualquier cosa puede suceder y sentimos que el autor es el primer sorprendido con el desenlace, con las acciones de sus personajes. O, al menos, eso es lo que nos hace creer. Esa es su maestría. Que no parece provenir tanto de una tradición escrita, sino de una tradición oral: los cuentos fantásticos que su abuelo le contaba a su madre en el campo de concentración para eludir la trágica realidad; los cuentos realistas que su padre le contaba a él, de niño, para mostrarle que la realidad podía ser increíble. Y no, no hay acá nada de gravedad ni autocompasión. Más bien, cierta risa sarcástica y cierta ironía con las cuestiones judías, como se aprecia en un inserto que atraviesa el libro y que resulta ser una parodia futurista del Día del Holocausto.
Cuando a Homi, una muchacha de 17 años, en el relato ‘Pineapple Crush’, le dice su padre que le pagará los estudios de biología en Stanford, siempre y cuando preste el servicio militar, ella le responde: “Ni loca. No se me ha perdido nada allí”. Un Israel no oficial, con personajes marginales y rebeldes, que prefieren la “yerba” al trabajo porque han descubierto algunas verdades incómodas: “Con una sonrisa un poco triste me dice que ella también va a dejar su trabajo, y que también lo deja por algo malo. El bufete en el que trabaja representa a unas cuantas familias del crimen organizado, y una de ellas, más allá de representarla jurídicamente, el despacho también la ha ayudado a lavar dinero”. Pero en el fondo, no se trata de Israel, el color local es apenas un decorado, la vida es casi igual en todas partes, con sus temas de la guerra, el suicidio, la religión, la violencia, las crisis familiares y de pareja, la soledad. Por eso, no sorprende la gran acogida que han tenido las narraciones de Keret en tantos países.
“Si Kafka hubiera reencarnado como escritor de comedia en Tel Aviv, su trabajo sería algo así”, dijo The Guardian. Kafka, sí, con el sentido del humor que quiso esconderle su albacea literario Max Brod, según lo demostró Milan Kundera. El Kafka que no pretendía enseñar nada porque no creía que supiera nada, solo asombrarse con el mundo cotidiano.
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El aspecto cómico y absurdo de lo banal parecería ser el hilo conductor de estas historias. Un personaje limpia las jaulas de un circo rumano. ¿Puede pasarle algo peor? Sí, que lo abandone su mujer, que su hijo no quiera volverlo a ver porque le parece “un cero a la izquierda”, que se le escape su gato “gordinflón” y que el dueño del circo le pida que reemplace al hombre bala: “Volé por encima del autocinema, que ahora está abandonado y en el que Odelia y yo tantas películas habíamos visto; por encima del parque infantil por el que unos pocos dueños de perros daban vueltas estrujando las bolsas de plástico, y entre ellos vi al pequeño Max, que casualmente estaba allí jugando a la pelota y que al pasar yo por encima de él alzó la mirada y me dijo adiós con la mano”.
Un padre mira aterrado a un hombre que se quiere tirar de un edificio y le pide que no lo haga mientras su pequeño hijo le exige que vuele porque lo considera un superhéroe en apuros; un joven, para conquistar a la mesera del café al que iba, termina siendo un falso testigo en una sórdida trama judicial; una madre discute en un restaurante con su hijo de 50 años, el día de su cumpleaños, porque este ha pedido una torre de panqueques con miel de maple y nata, teniendo una tarta crocante en casa hecha por ella; una mujer consuela a su inseguro amante ocasional con estas palabras: “No te preocupes. No hay ningún desierto. En este mundo todos tiran y todos van a seguir tirando. Los feos, los tontos, los tarados…; todos. Hasta tú”.
El peso de la tragedia se vuelve leve y nostálgico con el tamiz del humor.