Cultura
La señora de la noche, perfil de la poeta Olga Elena Mattei
La poeta antioqueña Olga Elena Mattei (nacida en Puerto Rico en 1933), ganó el premio internacional de poesía Poestate. Ha publicado veintidós poemarios, estudió filosofía y ha sido modelo y reina de belleza. Este es su perfil.
Olga Elena Mattei hace cosas así. Abre la puerta. Detrás de ella hay una cortina que cubre la sala y una oscuridad dura. A quien entra le pide que siga, aunque no sea vea nada. Se adelanta y prende luces y lo que aparece es un corredor, y de esas paredes cuelgan cabezas de yeso, santos de madera tuertos, vestidos antiguos, vasijas chibchas, fotos viejísimas. Al fondo una biblioteca y muchos retratos en los que ella –la poeta, la modelo, la reina de belleza, la filósofa, la escultora, la madre, la esposa de dos maridos, la incontenible– llevaba una belleza inapelable. Se podría decir que Olga Elena Mattei abre la puerta para asustar a los que llegan, pero es atenta y siempre quiere que sus visitas vean en ella una buena anfitriona y en su casa el rastro de una mujer que ha vivido al límite de la curiosidad omnívora, así que Olga Elena Mattei hace cosas así: abre su puerta y lo que para ella es el rastro, para el que llega es el sobresalto, el espanto.
El apartamento está en el piso diecisiete de un edificio que flanquea la Plaza de Bolívar, y es de noche, y la noche alrededor es esto: muchachitos con las nalgas infladas de silicona o de cemento o de biopolímeros; atracadores que se tantean la entrepierna, donde seguro esconden el puñal; prostitutas de mucha carne al aire; borrachos que buscan un gramo para recuperar la sobriedad. Olga Elena Mattei se viene a vivir al centro de Medellín, que hace cincuenta años fue el barrio rico donde se agitaba el mundo cultural y donde las señoras de dinero se pasaban las tardes tomando píldoras psiquiátricas y los hombres mayores buscaban jovencitos en la calle Junín para pasar las ganas. Como su apartamento, el centro de Medellín para Olga Elena también es el rastro humeante del pasado.
Esta noche tiene un vestido con un bordado púrpura hindú que le sube por las mangas y desde la base hasta el pecho, y del cuello le cae un collar con una piedra blanca. Debajo del vestido tiene un pantalón ceñido, lleva tacones negros bajos que domina con la experiencia del funambulista. Camina levemente inclinada y huele a perfume antiguo —siempre llevará el mismo perfume que trae en su corazón el olor de la madera húmeda—. Tiene el pelo negro, los labios rojos, la piel blanquísima y la voz un poco ronca, como si pasara por un túnel donde el viento roza con fuerza. Camina rápido y sin pausa.
—Vení vamos a mirar por el balcón.
Desde el balcón se ve la comuna nororiental de Medellín: Manrique, Santo Domingo Savio, Popular Uno, Aranjuez, Campo Valdés. Olga se queda mirándolos y se lamenta y se dice que hay noches en las que viene hasta acá y se queda abrumada al recordar que allá arriba, donde las luces titilan más, hay familias que no tienen agua potable ni transporte público.
—Un día tengo que escribir de eso.
Y seguro escribirá. Tiene veintidós libros de poesía publicados y cuarenta inéditos. Hay los que dicen que es incontenible —y lo es— y que puede escribir todas las noches dos y tres poemas; que su obra no brilla por la calidad, sino por el volumen; los menos dicen otras cosas, como que no se le ha dado la importancia que tiene.
Pocos conocen la gran amplitud de su obra. Y los pocos que la citan se refieren a ‘Sílabas de arena‘ y a ‘La gente‘ –“el primer libro de antipoesía de Colombia”, dice ella–. En un prólogo que Héctor Abad Faciolince le escribió a uno de sus libros, dice: “A mí no me tocó, por distraído, cuando Olga Elena Mattei era modelo profesional. Ni cuando fue bailarina de ballet; ni cuando era presentadora de televisión. La primera noticia que tuve de ella fue por un libro de tapas grises que había en la biblioteca de mi casa y que se llamaba ‘Sílabas de arena‘. Dice su pie de imprenta que fue publicado por La Tertulia de Medellín en 1962. En ese libro había un poema: ‘Palabras para un niño sordomudo‘, que me conmovía profundamente”. En las primeras palabras de Abad Faciolince está la clave: modelo profesional, oficio que lo nubló todo.
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Olga Elena Mattei tiene 87 años, el pelo como en la juventud cuando decían que era la doble de Elizabeth Taylor, las cejas en arcos perfectos y simétricos, es flaca y renguea un poco. Después de hacer sus comentarios en el balcón dice que ya murió una vez hace un par de años. En 2014 sufrió un infarto y solo recuerda que despertó en un quirófano, intubada. “Yo solo vi negro, negro picho. Negro muy negro, luego me dijeron que había estado muerta doce segundos. Es muy raro, porque antes de eso yo no tenía arrugas”.
Nació en Arecibo, Puerto Rico, en 1933. Hija de Edwin Mattei Casals, que era ingeniero agrónomo experto en caña de azúcar y café, y de Olga Echavarría Upegui, que se dedicó a criar a sus hijas y mostrarles la belleza de la ópera y la música clásica. Vivió hasta los cuatro años en Puerto Rico y hasta los nueve en Venezuela, luego llegó a Medellín, a la casa materna donde vivían los abuelos y tres hijas solteras que pasaban las horas leyendo ‘best sellers‘ romanticones, revistas, libros de historia. Por esos años, la pequeña Olga Elena escribió sus primeros poemas: se tendía bocabajo dentro de un escaparate y escribía largamente; creía que para ser importante, para tener un nombre, tenía que estudiar música o ser escritora. Su vocación primera fue la fama.
Entró a estudiar como interna en el colegio La Enseñanza, institución dirigida por monjas dedicadas a educar a las señoras católicas del futuro. La disciplina era férrea. Sus padres la visitaban cada ocho días y solo se podían ver por medio de una reja. Antes de cumplir los quince años, Olga Elena fue nombrada redactora del periódico escolar. Ese destino que fabricaban en La Enseñanza, donde las señoritas más bellas tenían que terminar casadas con hijos de empresarios, de políticos, de terratenientes, tomó su vocación de realidad cuando la muchacha Olga Elena, de quince años, empezó un amorío epistolar con Mariano Ospina, hijo del presidente de la República, con quien salía de paseo los fines de semana.
Por entonces empezaba a modelar y a bailar ballet, lo que se proyectó a través de los años —ahora lo veo mientras habla y mueve las manos en el aire con la soltura de una directora de orquesta— en la gracia de sus movimientos llenos de una naturalidad innata, como si perteneciera a una aristocracia lejana, ajena a los modales pacatos antioqueños heredados del catolicismo.
—Yo no sé si éramos novios, pero teníamos algo, un gusto.
Dice y cuenta que por esos años empezó a ser modelo, a estudiar música clásica, a bailar ballet. Dice y se mueve con delicadeza por su biblioteca donde tiene más de seis mil libros y un cráneo, esculturas blancas de cabezas perfectas, mapamundis.
—Vamos a almorzar.
Sale de la biblioteca por una puerta inadvertida y entra en la cocina. Camina con pasos cortos y rápidos. Abre las gavetas de la cocina y su arte acumulativo está también aquí.
En las puertas, en las paredes, entre platos y aceites, hay fotografías de esculturas de hombres romanos, griegos, la Venus de Milo, afiches del museo de Louvre, momias egipcias, bailarinas de ballet que doblan los cuerpos, platos con dibujos de hombres con carrieles y sombreros, una cruz colorida con casas campesinas, la parte trasera de un bus escalera.
Tiene dos neveras y en ellas busca el almuerzo. En un recipiente tiene guiso de garbanzos, en otro, pollo en julianas, y en una refractaria, ensalada. Hay botellas de gaseosa, ella toma Coca Cola. De pronto se agita porque el medicamento que le mandaron para el corazón le da taquicardia, no la deja caminar.
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—Duerme de día y despierta de noche, como los vampiros —dice el poeta Elkin Restrepo—. No sé si has estado en su apartamento, yo estuve una vez que me invitó con otros amigos. Cuántas cosas tiene, cuántos objetos. Es un mundo muy particular. Realmente de las personas que uno conoce dedicadas a estas tareas, ella se singulariza por eso. Ese mundo expresa muy bien lo que es ella, en lo que yo logro entrever. Yo la conozco pero no la leo, sus temas no son cercanos a los temas que yo trato y me interesan. Ella busca un poco el reconocimiento y está tentada a esas cosas, que son parte de su personalidad, porque fue reina de belleza. En fin. Leí su primer libro cuando era estudiante, había cosas muy bonitas. Brilló mucho en la prensa, y es que era tan bonita. En ese momento brillaron su belleza y su libro, que para la época era ligeramente erótico, diferente. Ella ha entregado su vida a la poesía, al arte, a la ópera, y eso es importante. Ella es un personaje y ha creado un personaje. No solo importa haber sido modelo y reina, importan también la huella, el testimonio, por eso en su casa están las fotos de su belleza, las páginas de los avisos publicitarios; no solo importa ser escritora, también importa la imagen de la duda y la curiosidad del escritor: los muchos libros, los cráneos sobre las mesas, los recuerdos de los viajes.
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No solo importa haber sido modelo y reina, importan también la huella, el testimonio, por eso en su casa están las fotos de su belleza, las páginas de los avisos publicitarios; no solo importa ser escritora, también importa la imagen de la duda y la curiosidad del escritor: los muchos libros, los cráneos sobre las mesas, los recuerdos de los viajes. No solo importa la fama, también la construcción del personaje.
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Si en la vida de Olga Elena hay una línea fina donde aparece la obsesión, el conato de fuego que la define, fue a los dieciocho años, cuando estaba terminando el bachillerato en el colegio La Presentación, después de que se aburriera de las monjas y su régimen. Leía, escribía, estudiaba música clásica, modelaje y bailaba ballet. Se graduó y se matriculó en la Universidad Católica Bolivariana —hoy Pontificia Bolivariana—en dos carreras: Filosofía y letras, y Arte y decoración.
Antes de los veintidós años apareció en revistas, en vallas, en comerciales de televisión: el rostro altivo, la mirada serena, los ojos ladinos como mirando un punto más allá de la cámara. Tuvo éxito y la llamaron para participar en el reinado de Antioquia, estuvo en bailes interminables, fiestas, participó en sesiones fotográficas, lo que le significó más de un problema con los sacerdotes que dirigían la universidad. La noche de la coronación sufrió una apendicitis y no se llevó la corona. Cuando se recuperaba de la operación, días antes de la graduación de sus dos carreras universitarias, el arzobispo de Medellín escribió una carta a la UPB prohibiendo la graduación de una mujer que participaba en actos libidinosos. Y entonces conoció a Justo Arosemena.
—Leonel Estrada trajo a Justo a Medellín para hacer una exposición de sus pinturas en 1955. En ese momento él era uno de los pintores más reconocidos de la nueva generación que estaba surgiendo en Panamá. Leonel lo trajo a una exposición y quiso a tres mujeres jóvenes, solteras y populares para que cada noche acompañaran a Justo a las actividades sociales. Una de las que invitó fue a mí, ahí nos conocimos y nos seguimos viendo y nos ennoviamos. Él quedó tan enamorado que ni siquiera se fue. El noviazgo duró un año. Nos casamos en mayo de 1956. Hubo una fiesta con un menú gigantesco. En esa época las bodas se medían por la cantidad de invitados, el menú que había y quién lo hacía, se hacía una exhibición gigantesca. Yo me casé con un vestido de Pierre Balmain. Medellín era un pueblo chiquito, lo único que pasaba eran las reinas de belleza, las modelos, las campeonas de algo y las jóvenes de alta sociedad que se iban a casar.
Justo Arosemena y Olga Elena Mattei se hicieron fama de ser grandes anfitriones. Él era un hombre alto y apuesto, buen conversador, tenía un estudio en su casa donde se dedicaba a la escultura, y la belleza de ella era la verdad más repetida en Medellín por esos años. En ese estudio recibía a Manuel Mejía Vallejo, quien le enseñaba algunas cosas de literatura, que le rayaba los poemas, que le señalaba lugares comunes, imágenes manidas, cursilerías varias. Fue el único maestro que tuvo.
—Parece que sí nos hicimos famosos por las fiestas. Yo no me daba cuenta y me descrestaba entrecomillas por las fiestas que ofrecían otras personas. Es que Medellín era eso. Pero fuera de eso yo daba conferencias, yo era modelo, era top model, y organizaba mucha cosa. Organizaba exposiciones.
En su matrimonio tuvo cinco hijos y mientras los veía crecer se volvió noctámbula. Le aterraba pensar que el bebé se volteara y muriera ahogado; la paralizaba pensarlo muerto, ahogándose mientras ella dormía como un animal sedado. Desde entonces se le cambió el ritmo circadiano: empezó a dormir durante el día y a vivir en la noche.
Recuerda que una noche de 1970 estaba sentada en una cama. Estaba pensando en completar un libro de poemas y se sintió desgraciada, como si su vida y sus fiestas y los amigos y la banalidad hubieran convertido esos casi cuarenta años en una gran nadería; en la fiesta sucesiva más absurda. Pensó en la guerra de Vietnam, en la Guerra Fría y sintió miedo. Entonces escribió de un tiro —como desde ese momento en adelante escribiría, con un solo aliento— su poema más famoso, el más citado, ‘Señora burguesa‘:
“Yo soy una señora burguesa /con la barriga inflada / y escribo poesías / con dolor de garganta. / He sido niña prodigio / muchachita insoportable / mala estudiante / reina de belleza / modelo de esas que anuncian / sopas, o telas o artículos diversos… / Me metí en este lío inevitable / de enamorarme / y sacrificar a un pobre hombre / hasta convertirlo en un marido / (sin mencionar de paso / en qué me he convertido) / y cometí el abuso social imperdonable / de tener cinco hijos. / He fracasado como madre / como esposa / como amante / como lectora / como filósofa. / Lo único que puedo hacer / mediocremente bien / es ser / señora burguesa / y despreciable / imperdonablemente inútil. / Y eso / es precisamente lo que me infla / la barriga / y me hace escribir poesías / con el dolor de garganta que me saca la rabia. / Porque todos los días me acuerdo / de la guerra y el hambre / que son tan reales como las señoras / a la misma hora / en que estoy aquí sentada / como una pendeja”.
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Su gran libro es el poemario ‘La gente‘, publicado en 1974 y ganador del premio que otorgaba Colcultura. Es arriesgado, con un estilo local y sencillo; no hay rimas, no hay erotismo, no hay cosmos, no hay dioses griegos. Olga Elena se ocupa de Latinoamérica, de las guerras, del hambre, de los obreros.
“Un turista intelectual / vive encantado / con el estilo arquitectónico / español-criollo / de las viejas casas / de Rionegro / y quiere dar 30 dólares / que son 600 pesos / por la gran tinaja rosa rocosa / de filtrar el agua, / y bebe de su frescura clara / sin pensar / en las amebas y las guiardias, / y luego se quejará / de que somos indecentes en Suramérica / porque todo extranjero / “esterilizado” / que viene acá / se enferma de diarrea, / y se preocupará mucho por sus recetas médicas, / pero no le importará nada / sospechar / que estos pueblos infrahumanos / subdesarrollados / nos alimentamos / casi exclusivamente / con amebas”.
Nunca más escribiría algo igual. Sus poemas, que en adelante se publicarían en pequeñas ediciones con dinero propio o con el auspicio público, se llenaron de ciencia extraña —“La escalera secreta / tiene los peldaños / de materia genética, / dos bandas entorchadas / suben desde la tierra / hasta los más profundos / niveles de conciencia” (Regiones del más acá, 1994)—. De amores inasibles —“Busco tu centro. / Te penetro el pensamiento, / abro tu círculo: / quiero ser radio / y no periplo. / Derviche giróvago, / vago, / giro / trazando tus órbitas / desorbitando tus brazos / inhalando la luz de tus latidos”. (El profundo placer de este dolor, 2006).
El libro se construyó con poemas que se publicaban en los suplementos culturales de ‘El Colombiano‘ y ‘El Espectador‘, y que siempre iban acompañados de grandes fotografías de Olga Elena. Con ella pasaba diferente, a ningún otro poeta le publicaban una gran foto, un gran retrato, los que llegaban a los suplementos culturales tenían que ganarse al lector con el poder de sus versos o de su prosa, pero Olga Elena no: sus poemas contaban con el peso publicitario de su rostro. Desde entonces se acentuó la confusión: una poeta que también era modelo.
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—Olga Elena es una mezcla de mujer muy rara, porque es muy conservadora, pero al mismo tiempo muy liberada. Muy alarmista. Es incontenible. Yo fui a Nueva York a hacer un curso de inglés cuando me echaron de la Bolivariana y ella vivía allá en un apartamento muy sencillo pero muy original y me di cuenta de que no podía tener un espacio vacío en las paredes, en los rincones, todo lo llenaba. Me parece que es una poeta muy digna, pero incontenible, y creo que debe escribir uno o dos poemas cada noche, y en esa copiosidad hay unos poemas muy hermosos y hay mucho ripio. Uno puede hundirse en su obra y ver chispazos geniales —dice Héctor Abad Faciolince.
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Voces de la clepsidra se publicó por la editorial Sílaba en la colección Letras vivas, una edición apoyada por la Alcaldía de Medellín para homenajear a autores antioqueños que, de una u otra manera, se han convertido en imprescindibles. Lucía Donadío, la editora, recuerda que encontrarse con Olga Elena fue enterarse de una obra que cada noche parecía crecer más y más. Siempre aparecían dos, tres, diez poemas que tenían que estar en el libro porque, quizá, decía Olga Elena, sería el último. Desde entonces no publica un nuevo libro, pero no ha dejado de escribir.
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Aunque parecían unos príncipes, un matrimonio tan feliz, un gran patriarcado con tantos hijos, ya se sabe lo que escribió Tolstói: cada matrimonio infeliz es infeliz a su modo. Eran una pareja que se divertía cada noche en fiestas, en diálogos intelectuales, en reuniones profusas de vino, pero por dentro la sangre se batía, el aire no circulaba. La relación estaba en crisis. Olga se separó en 1971 y las razones se las ha guardado profundo. En 1974 conoció al poeta Alfredo Zamorano. En 1978 se fueron a vivir juntos a Nueva York. Su hija menor, Ximena, que tenía quince años, se fue a vivir con ella. No volvió a publicar, aunque no dejó de escribir poemas y de dar recitales en Madrid, Barcelona, Granada, Frankfurt, Hamburgo, Berlín, París. Regresó a Colombia en 1996.
—Alfredo me hizo profundamente feliz, muy feliz, hasta que me la hizo, porque todos los hombres son infieles, parece.
Llegó a Medellín y buscó un lugar para quedarse. Llegó a este edificio que flanquea el Parque de Bolívar. Vio que era grande, que tenía paredes largas en las que podía frenar su horror vacui. Se quedó, las amigas le dijeron que estaba loca, que no podía ser que se fuera a vivir a ese lugar, pero ella no entendía, recordaba el centro de los años sesenta.
—Venga mire por la ventana, eso allá abajo es el horror, antes es que a la gente no le da miedo venir por acá.
—¿Y no cree que a la gente también le da miedo entrar y ver todo apagado y luego encontrarse con tantos santos?
—No son santos, son antigüedades, ahí tengo esculturas del Medioevo, cosas viejísimas. Aunque bueno, son figuras de santos que yo respeto, pero yo no creo. Cuando me muera todo terminará, todo será oscuro como era antes de nacer, que no había nada.