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“La tiranía del mérito”: un aparte del nuevo libro de Michael Sandel
En este ensayo, el experto en filosofía política estadounidense desmitifica la meritocracia, tan de moda en estos días. Para él, el concepto es engañoso porque en realidad no se cumple y porque deja a un lado el bien común y la solidaridad. Aquí un extracto del libro.
Hace poco, el reconocido profesor de la Universidad de Harvard lanzó su nuevo libro La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, en el que lanza una severa crítica a la meritocracia. Para él, este concepto no se ha puesto en práctica porque en realidad no existe la igualdad. En la sociedad globalizada hay unos con más ventajas que otros a la hora de acceder a las oportunidades. Además, explica que el ideal meritocrático es altamente excluyente.
Para entender un poco más esas premisas, entregamos un aparte del libro:
Henry Aaron, uno de los más grandes jugadores de béisbol de la historia, se crio en el Sur, en tiempos de la segregación racial. Su biógrafo, Howard Bryant, explica que, de joven, «Henry veía cómo su padre tenía que ceder obligatoriamente su sitio en la cola a cualquier blanco que entrara en la tienda». Cuando Jackie Robinson rompió la barrera del color en el béisbol profesional, Henry, que tenía entonces trece años de edad, sintió la inspiración que necesitaba para convencerse de que también él podría jugar algún día en las Grandes Ligas. Sin un bate y una bola con los que entrenarse, practicaba con lo que tenía; probaba a batear con un palo tapones de botella que le lanzaba su hermano. Con el tiempo, terminaría rompiendo el récord de home runs de Babe Ruth en toda una trayectoria como jugador profesional.
Con emotiva agudeza, Bryant sentencia que “podría decirse que batear fue la primera meritocracia que Henry experimentó en la vida”
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Cuesta leer esas palabras sin quedarse prendado de la belleza de la meritocracia, sin concebirla como una respuesta definitiva a la injusticia; como una reivindicación del talento sobre el prejuicio, el racismo y la desigualdad de oportunidades. Y de esa idea a la conclusión de que la sociedad justa es una sociedad meritocrática, en la que todos y todas tengamos las mismas posibilidades de ascender hasta donde nuestro talento y nuestro esfuerzo nos lleven, apenas hay un paso.
Sin embargo, eso es un error. La moraleja de la historia de Henry Aaron no es que deberíamos amar la meritocracia, sino aborrecer cualquier sistema de injusticia racial del que solo se pueda huir anotando home runs. La igualdad de oportunidades es un factor corrector de la injusticia necesario desde el punto de vista moral. Pero es un principio reparador, no un ideal adecuado para una sociedad buena.
Más allá de la igualdad de oportunidades
No es fácil tener siempre presente esa distinción. Inspirados por el heroico ascenso de unos pocos, nos preguntamos qué hacer para que otros puedan tener también la capacidad de huir de las condiciones que los ahogan. En vez de reparar esas condiciones de las que quieren huir quienes las sufren, forjamos una política que hace de la movilidad la respuesta a la desigualdad.
Derribar barreras es bueno. Nadie debería quedar relegado por la pobreza o los prejuicios. Pero una sociedad buena no puede tener tan solo como premisa la promesa de escapar.
Concentrarse exclusiva o principalmente en el ascenso social contribuye muy poco a cultivar los lazos sociales y los vínculos cívicos que requiere la democracia. Incluso una sociedad que pudiera facilitar esa movilidad ascendente mejor que la nuestra necesitaría hallar formas de hacer posible que quienes no asciendan florezcan allá donde se encuentren y se vean a sí mismos como miembros de un proyecto común. No hacerlo así les complica la vida a quienes carecen de credenciales meritocráticas y contribuye a que duden de su pertenencia.
Se da a menudo por supuesto que la única alternativa a la igualdad de oportunidades es una estéril y opresiva igualdad de resultados, pero existe otra opción: una amplia igualdad de condiciones que permita que quienes no amasen una gran riqueza o alcancen puestos de prestigio lleven vidas dignas y decentes, desarrollando y poniendo en práctica sus capacidades en un trabajo que goce de estima social, compartiendo una cultura del aprendizaje extendida y deliberando con sus conciudadanos sobre los asuntos públicos.
Dos de las mejores tesis sobre la igualdad de condiciones aparecieron en plena Gran Depresión. En un libro titulado La igualdad (1931), R. H. Tawney, un historiador económico y crítico social británico, argumentó que la igualdad de oportunidades es, en el mejor de los casos, un ideal parcial. “Las oportunidades de ‘prosperar’ —escribió— no son un sustituto válido de una buena dosis de igualdad práctica, ni tampoco convierten en inmaterial la existencia de marcadas disparidades de renta y condición social”.
“El bienestar social [...] depende de la cohesión y la solidaridad. Implica la existencia no solo de oportunidades de ascender, sino también de un elevado nivel de cultura general y una fuerte conciencia de unos intereses comunes [...]. La felicidad individual no requiere únicamente que los hombres tengan la libertad de ascender a nuevas cotas de confort y distinción; también exige que sean capaces de llevar una vida de dignidad y cultura, tanto si ascienden como si no”.
Ese mismo año, al otro lado del Atlántico, un escritor llamado James Truslow Adams escribió un panegírico de su país titulado La epopeya de América. Pocos recuerdan el libro, pero todo el mundo se acuerda de la expresión que su autor acuñó en las páginas finales: “el sueño americano”. Vista desde la perspectiva de nuestros días, sería fácil equiparar su descripción de ese sueño americano con nuestra retórica del ascenso. El “regalo característico y único” de Estados Unidos “a la humanidad”, escribió Adams, fue el sueño “de una tierra en la que la vida sea mejor, más rica y más plena para todos los hombres, y que brinde oportunidades a cada uno según su capacidad o sus logros”.
“No es un simple sueño hecho de automóviles y buenos sueldos, sino uno de un orden social en el que cada hombre y cada mujer puedan materializar al máximo aquello de lo que sean innatamente capaces y puedan ser reconocidos por los demás por aquello que son, con independencia de las fortuitas circunstancias de dónde hayan nacido o de cuál fuera su posición de origen”
No obstante, una lectura minuciosa de sus palabras nos revela que el sueño que Adams describió no aludía meramente a una movilidad ascendente, sino que iba más allá y hacía referencia también a una igualdad de condiciones amplia, democrática. Como ejemplo concreto, Adams señalaba la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, “un símbolo de lo que la democracia puede conseguir en aras de sí misma», un lugar de aprendizaje público que atraía a estadounidenses de toda condición.
Cuando se contempla la sala general de lectura, que, ya por sí sola, contiene diez mil volúmenes que pueden leerse sin necesidad siquiera de reserva previa, vemos todas aquellas sillas llenas de lectores en silencio, viejos y jóvenes, ricos y pobres, negros y blancos, ejecutivos y obreros, generales y soldados rasos, académicos ilustres y colegiales, todos allí leyendo en su propia biblioteca, la que les da su propia democracia.
Adams consideraba que esa escena era «una aplicación perfecta en un ejemplo concreto del sueño americano: los medios provistos por los recursos acumulados del propio pueblo, [y] una ciudadanía lo bastante inteligente para hacer uso de ellos». Si este ejemplo pudiera “trasladarse a todos los sectores de nuestra vida nacional”, escribió Adams, el sueño americano se convertiría en “una realidad perdurable”.