PRÓLOGO

En la maraña del tiempo van quedando enredados los años que van pasando, y con ellos todos los momentos vividos, los segundos imperceptibles que se consumen sin que lo notemos, pero que contienen cada fracción de nuestra historia. Algo recuperamos a través de la memoria, aunque, al final, casi todo queda en el olvido. También llega el momento en que comenzamos a sorprendernos con los misterios del tiempo, con su simultánea lentitud y velocidad, y nos preguntamos a qué horas pasó tanto, si, casi siempre, nos parece que todo sucedió ayer. Pues ayer, hace ya veinticinco años, yo era un joven escritor que por capricho había decidido entregarle la vida a la literatura. Acababa de publicar mi tercer libro, luego de dos años largos de escritura, dedicados a sacar adelante una historia que me dolía contar.

El siglo xx estaba a punto de terminar y yo ya no vivía en Medellín, la ciudad en la que nací y crecí, y en la que padecí junto a todos la debacle de una sociedad, luego de la aparición de los carteles del narcotráfico. La percepción que tuve de Medellín en esos años era la de un barco enorme que se iba llenando de agua. Un lugar común, como imagen, pero todavía no pensaba en dedicarme a la escritura como para buscar un símil más original. El barco, entonces, comenzaba a hundirse, pero no saltamos al agua ni buscamos los botes salvavidas, tal vez confiados en que algo o alguien llegaría para salvarnos, o que el mismo barco dejaría de inundarse. Lo más probable es que ni siquiera pensáramos, enceguecidos como estábamos, saturados de violencia, droga, dinero, esplendor y miseria. Yo, sin embargo, alcancé a saltar de ese barco cuando ya quedaba muy poco de él en la superficie del agua. Pero como muchos de los que huimos, salí lleno de heridas y de rabia. Habíamos perdido nuestra ciudad. Nos convertimos en parte de una historia que nos daba vergüenza, nos asustaba y, al menos en el corto plazo, nos obligaba a descartar el regreso. No me gusta usar la palabra «exilio» porque está contaminada de tintes políticos, y no sé si deba usarse para quienes abandonan un lugar voluntariamente. Aunque en el caso de Medellín, detrás de ese «voluntariamente» había una situación tan violenta que hacía invivible a la ciudad y forzaba el éxodo. Tampoco puedo garantizar que mi huida fue la que me llevó a la escritura literaria.

El sueño de contar historias venía desde mi niñez y busqué canalizarlo a través del cine. También es curioso que mis dos primeros libros no hacían mención alguna a ese Medellín del que había salido hacía varios años. Es posible que, entre líneas, se leyeran la incertidumbre, la desazón y la tristeza por lo que dejaba atrás, pero la palabra «Medellín» no aparecía en esas páginas. Sin embargo, desde que comencé a escribir me pregunté en qué momento y de qué manera iría a surgir Medellín en alguna de mis historias. Ya lejos, y por las vueltas de la vida, cayó en mis manos un estudio muy interesante que contaba el vínculo que había surgido en nuestra cultura entre la religiosidad y el narcotráfico. Y ahí comenzó a aparecer la voz de ella, que no fue la de una sola mujer sino la de muchas que quedaron enredadas en los múltiples tentáculos que extendió el narcotráfico. Mientras leía ese documento, se dio el clic. Aquí hay algo para contar, me dije, algo que no se ha dicho desde la perspectiva de una mujer violentada y violenta, en ese Medellín loco y transformado por un esplendor efímero y postizo. Sentí, entonces, que había llegado el momento de saldar esas deudas pendientes: la mía con Medellín y la de Medellín conmigo. Lo poco que había escrito yo antes estaba más relacionado con el amor, por razones que ni yo mismo tengo claras y que no vienen a cuento, pero esa propensión me llevó a tomar la decisión de que esa nueva novela tendría que ser una historia de amor en el Medellín convulso y salvaje dominado por los narcos. De manera mágica y misteriosa, como suele ser casi todo lo que ocurre en la escritura literaria, me llegó la imagen de una mujer a la que asesinaban mientras le daban un beso. Si mal no recuerdo, la apuñaleaban, pero desde hacía mucho el puñal había dejado de ser el arma y el símbolo de ataque en la cultura antioqueña. Lo que cruzaba el aire de Medellín, lo que mataba sin distinción de clases, casi por gusto, eran las balas. Había que empezar así la historia, entonces. «Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte. Pero salió de dudas cuando despegó los labios y vio la pistola». Lo demás fue, como lo han dicho otros autores, pegar un ladrillo tras otro, subir hiladas hasta lograr el muro, hasta terminar la obra.

Sin embargo, dolía recordar, dolía volver a Medellín para recuperar su geografía, su aroma, su acento, la topografía montañosa que iba a necesitar para poner a vivir en ella a los personajes. La mujer, en particular, y a quien bauticé Rosario, me fue envolviendo y se fue apoderando de mis días y noches. Aunque en la primera frase de la novela ya había decidido su destino, porque en mi historia ella había nacido condenada, en cada capítulo me esforcé para mantenerla viva hasta el último. Cuando ya no pude protegerla más, escribí esas últimas líneas con el corazón arrugado, la boca seca y los ojos encharcados. Sentí la desolación, pero también la tranquilidad. La deuda estaba saldada. No me importaba si la novela iba a ser publicada, leída o aceptada, nada tenía trascendencia más allá de ese tembloroso punto final. De todas maneras, todo el que escribe lo hace para que los demás, muchos o pocos, lo lean. Con Rosario Tijeras comenzó una etapa nueva en mi vida como escritor. La que creí que iba a ser una historia que a duras penas se leería en Medellín terminó dándole la vuelta al mundo, llevándome a lugares que no imaginé, durante muchísimo tiempo, hasta que me agarró el cansancio y hasta que la novela aprendió a vivir como el personaje: defendiéndose sola. En estos veinticinco años Rosario ha hablado en muchos idiomas, ha cambiado de apariencia para acomodarse a cada país que llega.

El libro ha sido película, serie de televisión, canción, y ella ha tenido la cara de actrices talentosas y hermosas, ha sido el alias de algunas delincuentes reales, la referencia de una época, ha sido ponderada, criticada, vilipendiada, tergiversada, amada, ha muerto muchas veces y otras tantas ha resucitado, me dicen que ya tiene una hija adolescente y que aparte de Emilio y Antonio ha tenido otros muchos amores que la han dejado devastada. Pero ella es valiente y siempre sabe sobreponerse. Ya no me preocupo por ella. Ya vive por su propia cuenta, lejos de mí, en la memoria de miles de lectores y en el imaginario de una sociedad que la vio nacer hace veinticinco años.

Medellín tampoco es la misma ciudad de cuando se publicó por primera vez Rosario Tijeras. Que ahora sea diferente no significa que haya superado lo más crítico de su propia historia. Ha tenido cambios importantes y positivos, y la sociedad supo hacer una autocrítica para intentar apagar el fuego que nos dejó en cenizas. Pero ya lo dije, así parezca que todo sucedió ayer, nuestra historia reciente también ha caído en el olvido. Una nueva generación habita esta ciudad que crece sin mesura, y lo padecido en Medellín por allá en las décadas de los ochenta y noventa es para muchos historia patria. Pero para ponerlo en nuestro argot, la culebra sigue viva. El narcotráfico, robustecido y remozado, sigue siendo la mayor causa de nuestros grandes males. Con frecuencia me he preguntado si es por esta razón que Rosario Tijeras sigue vigente. Puede ser. O también porque el amor es un tema inmortal, inagotable.

O por las dos razones, porque seguimos enamorándonos en un planeta en permanente guerra y porque a Rosario Tijeras la seguimos viendo en nuestras calles y comunas, en Medellín y en el mundo, muriendo de un balazo y confundiendo el dolor de la muerte con el de estar vivos.

Jorge Franco

Julio de 2024

* Con autorización de Penguin Random House