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Lea aquí un adelanto de ‘El buen mal’, de Samanta Schweblin
La autora argentina es considerada una mestra del cuento contemporáneo latinoamericano.

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Salto al agua desde la punta del muelle y me hundo apretándome la nariz. Tras el impacto inicial abro los ojos, me entrego atenta a la caída que va suavizándose, a los tonos nuevos a mi alrededor, más densos y tornasolados. Desciendo, aguanto sin respirar. Quizá pasa un minuto. Al fin, despacio, toco el suelo mohoso con los pies, como una astronauta aterrizando en la luna. Me suelto la nariz y bajo los brazos, el cuerpo se tensa. Una contracción llega desde los pulmones, es un espasmo, espero un poco más. Tanteo las piedras atadas a mi cintura, el nudo siempre puede deshacerse. Para evitar arrepentirme, inspiro. Lleno el pecho de agua y un frío nuevo y duro se me pega a las costillas. Quiero que esto pase sin dolor. Una decena de burbujas salen por la boca y la nariz y se elevan. Otro espasmo me acalambra y tengo miedo de lo que pueda ocurrir ahora. Suelto el aire que me queda. Me sorprende la sensación líquida donde antes había aire, pero sobre todo me sorprende la lucidez, la serenidad. Me miro las manos, más grandes y blancas que en la superficie, y me pregunto cuánto tardaré en perder el conocimiento. Algas, cardúmenes de ojos plateados, plancton flotando como brillantina. Siento el cuerpo suelto, el contacto con las corrientes cálidas, frescas, cálidas otra vez. A lo lejos, el fondo se enturbia.
¿Cuánto tiempo habrá pasado? Tres minutos, cinco, es algo que ya no sé calcular. Estaba segura de que esto ocurriría rápido. Toco las piedras, busco el nudo. No hay arrepentimiento, a estas alturas lo hecho hecho está. Es curiosidad. Desato la soga y las piedras se desprenden. La caída provoca un sismo cerca de mis pies, que se despegan lentamente de la tierra. Quedo ahí como flotando, sin saber qué hacer. Y es entonces, en ese momento, cuando recuerdo haber pensado ¿y si esto es todo? Dudar suspendida el resto de la eternidad: el primer miedo real que tuve este día. No ser capaz de avanzar ni de retroceder, nunca más, en ninguna dirección. Me hago un ovillo, golpeo el suelo con los pies y me impulso. ¿Qué es lo que salió mal? Estoy tratando de entender. Al principio subir parece fácil, pero el cuerpo se detiene a los pocos metros, cómodo en su levitación. Lleva un rato regresar, alcanzar al fin la calidez más cristalina de la superficie. ¿Volveré a respirar cuando salga del agua? Me pregunto si alguien estará buscándome y temo un escándalo. Doy unas cuantas brazadas, saco al fin la cabeza y siento el alivio del aire frío en la cara mojada. Encuentro la orilla de piedras tan vacía como siempre, pataleo hasta la escalera de troncos y subo al muelle. Tengo una arcada, me inclino sobre el deck esperando vomitar toda el agua, pero nada sucede. La madera caliente absorbe enseguida las gotas que caen por el mentón.
Quiero ponerme de pie pero el cuerpo está débil y laxo, espero un momento y vuelvo a intentarlo. Del otro lado del jardín, el sol que ilumina los ventanales de la casa me lastima los ojos. Me escurro el pelo, intento hacer lo mismo con el frente de la remera y los bordes del pantalón, y camino hacia el final del muelle. Las ojotas están todavía en el pasto, tal como las dejé. Me las pongo y lucho con la pendiente para atravesar el jardín cuesta arriba. Me acuerdo de cómo llego a la casa. Me miro en el ventanal trasero, la ropa mojada pegada al cuerpo, mi mano acercándose para correr el vidrio que chirría sobre el riel, el marco que pasa delante de mis ojos y se lleva el reflejo, y detrás el living, la mesa del comedor con los restos del desayuno sin levantar. Me sostengo del marco y, con un último esfuerzo, cruzo el ventanal. Adentro todo está en calma. Las hortensias que corté en la mañana siguen intactas en los dos floreros de la cocina. Recojo las cartas que acomodé junto a cada ramo, la que escribí para él y la que escribí para las nenas. No estoy segura de si tomar esas cartas es una buena decisión, ni siquiera estoy segura de si tomarlas de esta mesa es tomarlas de la misma mesa en la que las dejé un rato atrás. No estoy segura de nada, ni entonces ni ahora, pero en el reloj ya son las doce y veinte, así que subo al cuarto, dejo las cartas en el cajón de la mesita de luz, me quito la ropa mojada, me pongo ropa seca y bajo otra vez para preparar el almuerzo. Llegan tocando bocina y las nenas entran a la casa como un torbellino. Traen un conejo en una jaula. —Hay que cuidarlo hasta el jueves —dice él—, una semana por familia. Yo bato huevos. Batir supone un esfuerzo descomunal, pero estoy temblando y confío en que la acción disimule mi estado. Las nenas se abrazan a mi cadera y tengo que levantar el bowl para verles la cara. —Se llama Tonel. —¡Sí! Tonel. Las voces retumban en mi cabeza. La mayor hunde la nariz en mi estómago y respira con todas sus fuerzas. —Mami, olés a podrido. La menor copia el gesto. —¡Es verdad! Como a barro sucio. —Muy bien —digo yo—, a comer. Me acuerdo del miedo que tengo de dejar de batir. Pero dejo de batir y no pasa nada, nadie está mirándome. La mayor empuja la jaula contra la pared y deja al conejo suelto. Su padre se apura a cerrar el ventanal. Al regresar nos llama con tres palmadas: —A partir de ahora, todo bien cerrado —dice. Pongo en la sartén el quinto omelette y sirvo los que ya están listos. Él sabe que está a cargo del que queda en el fuego porque es el único que come dos. Así que nos sentamos a la mesa y al fin, al menos por unos segundos, el silencio de las nenas dando sus primeros bocados me ayuda a calmarme (...)
* Con autorización de Penguin Random House