LIBROS
'Humo' el último libro de Gabriela Alemán
Compartimos el primer capítulo del texto que la escritora ecuatoriana lanza en esta Feria del libro.
Mientras la mujer espera frente a la casa, mira las largas y delgadas hojas que sobresalen del cerramiento. Son lo único que le hace frente al viento que sube como una marea, se atropella por las grietas de la fachada, lame la vereda y se prende de las ramas desvestidas que aún resisten en la acera. Los tres árboles que se alzan junto a la reja parecen esqueletos torturados.
No hay nadie en la calle, está tan vacía que parece que solo ella burlara un toque de queda. Apenas está el cielo, colgando como la panza de una burra. Ha visto una en el campo cuando era niña y se peleaba por su ubre junto a su cría. Sabe que es de ese exacto color, aunque nunca antes lo había visto impreso sobre el cielo de Asunción. La mujer no está preparada para el clima, apenas lleva una blusa de seda y pantalones de lino. Solo una melena corta, que no luce desde hace veinte años, la protege del viento.
Se apoya sobre un bastón que sostiene en su mano derecha, a sus pies hay una maleta. Lleva varios minutos tocando el timbre junto a la puerta. Intenta divisar alguna silueta tras las ventanas pero salvo las cortinas nada se mueve. Mientras sigue al acecho de las sombras, una vendedora de chipas se le acerca.
Algo la debe alertar —los brazos rojos, un fino hilo de sangre que baja hacia su labio, su postura encorvada— porque le dice que suba las gradas y que toque la puerta principal. La manija de la reja está rota. Antes de que pueda reaccionar (la vendedora la mira como si fuera la imitación de algo) la mujer aplaude, no una, sino varias veces; son golpes secos, con unas manos enormes. Aunque acusa el golpe, solo le llega la remembranza del golpe. Lo que en realidad la zarandea es el recuerdo.
Nunca más había escuchado esos aplausos operando de timbre improvisado, en ninguna otra parte del mundo. Queda tan sacudida que no tiene la presencia para agradecerle antes de que la mujer se aleje. Abre la puerta, deja su maleta a un costado y sube las gradas. Ve que la hiedra aún cubre los muros, las dos enormes palmeras siguen presidiendo el jardín y una variedad de yuyos rastreros todavía se desperdiga por el suelo de los alrededores. Es un desorden que imprime su recuerdo. Nada ocurre, salvo que esta vez puede golpear la puerta. El tiempo pasa, una mancha de sudor avanza por su pecho, su pierna se acalambra y se sienta en las gradas.
Ni siquiera intenta ver si alguna ventana está abierta. Mientras duda si ha comunicado bien la fecha de su llegada, apoya la espalda contra una columna y recuerda la puerta que da a la cocina. Se levanta aparatosamente —con un escalofrío—, el sudor se imprime junto al frío sobre su pecho, arrastra su pierna mala hasta enderezarla y baja. Toma la maleta, no la carga sino que tira de ella a través de la maleza húmeda. Sube los escalones, mueve el manubrio; está cerrada. Se pasa la mano por el rostro y, al retirarla, la descubre salpicada de sangre. No tiene con qué limpiarse y tampoco le importa.
Aun así, alza la cabeza para evitar que las gotas que salen de su nariz caigan al piso pero, antes, sus ojos se detienen sobre sus bastas pegoteadas de fango y recuerda que Andrei guardaba una copia bajo el rodapié. La descubre pegada a un moho espeso y oscuro. Saca una lima de su cartera, limpia los canales y la inserta en el cerrojo. Calza; forzándola, gira.
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No encuentra la luz al entrar y avanza a tientas por el cuarto, deslizando su mano sobre la superficie de la pared. Deja la maleta junto a la puerta. Su bastón retumba dentro del cuarto vacío como la pata de Ahab. Atraviesa la cocina y llega al salón antes de dar con un interruptor. Las cortinas están corridas y, al prender la luz, descubre cientos de partículas de polvo flotando en el aire. Cuando descorre la pesada cortina de terciopelo carmesí la luz apenas se filtra hacia adentro.
Sale al corredor que colinda con el patio interior. El jardín no se parece en nada a su recuerdo. Una fina capa gris lo cubre por completo, como una sábana de tul. Junto al guayacán se amontonan varias latas de pintura, baldes con agua y brochas; el gran reloj que cuelga de la pared está descompuesto. Avanza, abre las puertas una por una hasta que da con un cuarto pequeño donde una chica menuda mira por la ventana; ni siquiera se gira cuando abre. Sigue, tres puertas más abajo encuentra un grupo de hombres sentados alrededor de una mesa.
La miran como si no estuviera allí. Solo uno de ellos, alto y corpulento, se levanta y la toma del brazo para averiguar sobre su presencia en la casa. Su tono es menos amenazante que desinteresado pero su olor es acre. La mujer no aventura demasiado, solo le dice que busca a Pablo. El hombre le señala unas gradas de piedra, vencidas por el uso, al final del corredor. No espera a que suba para regresar a la habitación y cerrar la puerta tras de sí. La mujer sube, primero la pierna derecha, después la izquierda y luego el bastón, hasta llegar arriba. Cuando ve más puertas cerradas, flanqueando la baranda que da al patio, bañadas por la luz blanquecina que se filtra por las nubes, se desanima, pero aun así las abre hasta que, por fin, lo encuentra.
Ni siquiera levanta la vista del tablero cuando ella entra. —Pablo —dice la mujer. Da algunos pasos, el bastón retumbando en el espacio cerrado. Nada. El hombre tiene las mangas de la camisa arremangadas y la posición de su cuerpo alerta sobre su concentración. La mujer avanza hasta colocarse detrás de él. Solo cuando mira sobre su hombro y ve que hiende un cincel en una lámina de cobre, el hombre se percata de su presencia. No se sobresalta, solo la mira y tira su banca hacia atrás.
—Gabriela. El tono de su voz es pura constatación. Es una voz plana que le recuerda a la del hombre de abajo. Pablo agarra un trapo y se repasa las manos. Mide más de un metro ochenta y sus bíceps se alzan como colinas bajo su camisa, algo que no conjuga con la fragilidad que imprime su presencia.
—Hola —responde la mujer. Se saludan de una manera torpe, él estirando la mano, ella acercándose a su mejilla. Ninguno de los saludos se concreta, luego llega el silencio, como un hipo, y entonces viene el golpeteo en la ventana. El inicio de una tormenta. —¿No trajiste equipaje? —Quedó abajo, junto a la puerta de la cocina. Cuando salen las palabras de su boca, los ojos del hombre se detienen sobre su bastón. No comenta nada. —La voy a traer. La lluvia comienza a caer con fuerza. La mujer se acerca a la ventana y ve que las gotas caen en diagonal y son afiladas como agujas. Se desentiende, gira el cuerpo y mira las líneas tendidas a lo largo del cuarto donde cuelgan unas cartulinas. Observa una donde parece emerger un cadáver; sobre él flota una nube de moscas. Pablo regresa.
—Debes estar cansada. No es una pregunta, la frase tampoco denota una especial preocupación por su bienestar. Es solo la necesidad de dar pie a lo siguiente. —No demasiado —le responde, distraída aún por el zumbido de las moscas. El hombre sigue con la maleta en la mano, y señala con el gesto que lo siga.
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Pablo la guía por el corredor, el bastón avanza, abriéndose paso sobre la superficie de madera. Le parece que una sombra cruza abajo, atravesando el patio interior, pero es una vaga sensación porque la lluvia cae espesa. Pablo se para frente a la puerta que colinda con el fin de las escaleras, saca una llave del bolsillo de su pantalón y la mete en el cerrojo. Puede ver dos camas estrechas tendidas con sábanas almidonadas, una gran ventana que da a la calle y un mueble con cajones. Deja la maleta sobre una de las camas. En cuanto se va, la mujer se quita los zapatos y entra al baño. Mientras se lava las manos, se observa en el espejo. No entiende cómo él no le dijo nada.
Su nariz ya no sangra pero al secarse el sudor, debió de esparcirla por su rostro. Su pelo carga el polvo de la calle y está revuelto por el viento. Se moja la cara y se la seca con una toalla. Vuelve al cuarto, abre la maleta y, sin demasiado entusiasmo, traspasa su contenido a los cajones. Se calza unas pantuflas y mira por la ventana. El horizonte termina frente a un muro de agua. Regresa al baño, abre el grifo de agua caliente y cierra la puerta. Espera que el cuarto desaparezca tras el vapor antes de desprenderse de su ropa. Lo hace como si en realidad se desprendiera del día.
Cuando vuelve al cuarto su piel se eriza por el cambio de temperatura, sus pies mojados marcan el suelo de madera. Se sienta en la cama y mira cómo se esfuman sus pisadas, cómo la huella de su presencia desaparece al rozar el aire. Entra desnuda a la cama y, sin transición, colapsa dentro de ella. Se levanta tarde al día siguiente, no sabe la hora exacta porque no recuerda si la cambió cuando aterrizó el avión o si solo pensó hacerlo. Se endereza en la cama, el cielo sigue siendo una bruma aunque una luz fantasmagórica logra atravesar las nubes. Se viste y sale al corredor, vuelve a ver la hilera de puertas cerradas. Baja al primer piso. El sonido de su bastón nuevamente reverbera dentro de la casa. La cocina aún es el mismo sitio inhóspito del día anterior y no calza, como el patio, con su recuerdo. Esta vez encuentra el interruptor de inmediato. Mientras se prepara unos huevos revueltos, oye pisadas.
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—¿Querés café? —es la manera que encuentra Pablo para saludarla. —Bueno, te lo agradezco —le responde Gabriela. Sus cuerpos se rozan cuando él se acerca a la hornilla para colocar la cafetera sobre el fuego. —¿Qué tal el viaje? —Largo. Había olvidado lo largo que era. Es la primera mención al tiempo transcurrido desde la última vez que se vieron. —Perdona que saqué lo que encontré en la heladera, no sabía dónde estabas. —No me tenés que pedir permiso para hacer nada Gabriela, Andrei te consideraba parte de la familia… Bebe de su taza hasta terminarla y luego va al lavabo; mientras el agua corre y le da la espalda, continúa con la oración.
—Solo te pido que no andes por aquí abajo. Ella mira su columna, se dibuja como un ciempiés bajo su remera entallada, mientras cierra la llave del agua. Cuando se da vuelta no dice nada más. Gabriela no se cree en el derecho de pedir explicaciones y opta por callar. Se miran a los ojos. —¿Me acompañás? —le pregunta Pablo. Ella se para, su rostro se contrae un momento hasta que puede estirar su pierna izquierda y asentarla sobre el suelo. Lo sigue.
Bajan por el largo corredor de madera donde dos corrientes de aire se cruzan. La mujer alza las manos para llevarlas a sus brazos y, entonces, deja caer su bastón. Pablo se detiene, lo recoge y luego sigue caminando hacia la biblioteca. Cuando abre la puerta lo apoya contra la pared. El tiempo parece haberse detenido adentro o eso, por lo menos, es lo que piensa Gabriela. Es lo primero, desde su llegada, que coincide con su recuerdo. Los dos enormes estantes que cubren la pared desde el suelo hasta el techo, el enorme reloj de pie al final del cuarto, el escritorio de palo de rosa, la ventana que enmarca las palmeras del jardín. Solo falta Andrei. A la mujer le da aprensión entrar. El hombre se percata.
—Entra, entra. Necesitaba ese permiso. Pablo va hacia el escritorio y recoge un sobre. Estira el brazo en su dirección. —Esto es lo que te dejó, antes de morir me pidió que te buscara y que yo mismo te lo entregara. Gabriela toma el paquete y se lo lleva al pecho. Pablo camina hacia la puerta.