Música
Mambo filarmónico
En Colombia, la música contemporánea encontró nuevos escenarios. El 27 de junio arrancó la alianza entre el Museo de Arte Moderno de Bogotá y la Orquesta Filarmónica de la ciudad. Ahora el público podrá disfrutar de conciertos en las salas del recinto.
Los compositores de la llamada música contemporánea, o moderna, protestan, y no sin razón, porque su trabajo difícilmente encuentra espacio para su divulgación. Colombia no es la excepción.
La situación no es sencilla. En el caso de compositores de renombre, como el estoniano Arvo Pärt, o el chino Tan Dun, los derechos de autor para sus obras de formato sinfónico rondan los 60 millones de pesos por interpretación; se incrementan si hay transmisión o si el concierto se sube al sitio oficial de quien realiza el concierto. A ello se suma el costo de alquiler de las partituras a la editorial, más o menos unos 20 millones de pesos. Así las cosas, la inclusión de música moderna en los programas, por razones obvias, encuentra un complicado cuello de botella.
Adicionalmente, hay que aceptar que los gustos del público en general, que básicamente es conservadurista, van por rumbos muy distintos a los de esos creadores. Antiguamente la música, toda, era contemporánea. A nadie se le habría pasado por la cabeza el disfrute de composiciones del pasado. El historicismo musical, el amor por la música del pasado, cambió radicalmente los intereses de un público, capaz de oír hasta la saciedad las sinfonías de Beethoven o Mozart, los tríos de Schubert, cuartetos de Brahms y mortalmente distanciado de la música de su propio tiempo.
Algo evidente en toda una industria alrededor de ese fenómeno: los conservatorios están perfectamente preparados para entregar intérpretes especializados en repertorios del Renacimiento o del Barroco, pianistas de técnicas estratosféricas que tocan Liszt mejor que Liszt y violinistas más ágiles que Paganini, porque es la música que tiene mejor recepción en el mercado del espectáculo.
Tendencias
Quienes estudian composición sí están perfectamente preparados para ejercer su oficio en el exterior y también aquí en Colombia. La lista de buenos compositores no necesita de nacionalismos para elaborarla.
Pero salga un joven a ganarse la vida como compositor. Salga a ganarse el sustento con la expectativa de que su música encuentre no un público, sino un escenario. Salga a convencer a la organización de un festival para que incluya una de sus composiciones en la programación: como una obrita despachan el asunto y listo. Sométase a hacer una antesala de horas para ver si es posible que se contemple la posibilidad de que una de sus obras logre el infinito honor de una interpretación. Salga a competir con Mozart o Beethoven, que además de gozar de los favores de un público al que, como dijo Berlioz en el siglo XIX, le gustan mucho los muertos y no hay derechos de autor porque sus partituras son de dominio público.
El problema es que ser compositor no es una opción, sino una necesidad íntima del artista.
Lo contemporáneo en el país
En Colombia, la música contemporánea, prácticamente, no ha tenido cabida porque a una buena parte del establecimiento que detenta el poder cultural, o no le interesa o, peor aún, ignora su existencia. En la década de los ochenta existió el Grupo Colombiano de Música Contemporánea, conformado por músicos nacionales y estadounidenses, que actuaban regularmente y divulgaban la obra de compositores colombianos y extranjeros con muchísimo éxito, algunas de sus presentaciones fueron memorables. A principios de la década de los noventa, la pianista Cecilia Casas organizaba un festival consagrado a la música contemporánea, fue un esfuerzo titánico que buscó traer al país lo mejor de las vanguardias de ese momento. Las dos iniciativas, cada una en su momento, fracasaron, no por razones artísticas, sino presupuestales, es decir, porque no lograron ni apoyo ni reconocimiento alguno del establecimiento cultural. Es probable que ni siquiera se hayan enterado de su existencia.
Ahora aparece una nueva luz en el horizonte de la divulgación de la música contemporánea en Bogotá por cuenta de la alianza entre la Orquesta Filarmónica y el Museo de Arte Moderno de Bogotá (Mambo).
La alianza Filarmónica-MAMBO
No hace falta decir que, con la pandemia, todas las organizaciones culturales, no solo del país, sino del mundo, terminaron heridas de muerte.
En el caso del Mambo, de la noche a la mañana cerrar sus puertas al público, pero continuar funcionando en las condiciones mendicantes de buena parte de las instituciones culturales serias, no debió ser asunto de envidiar. A la Filarmónica la encontró la pandemia con la realidad de que, tras más de medio siglo de actividades, sigue sin la sede que tienen todas las orquestas importantes del mundo, por desidia de unas administraciones o por malquerencia de otras; de remate, el auditorio León de Greiff, de la Universidad Nacional, que por décadas ha fungido de sede provisional, está en restauración.
El Mambo se concentró en toda suerte de actividades virtuales. La Filarmónica, que, como se sabe, es un conjunto de orquestas, tomó la ingeniosa decisión de atomizarse y mutar en muchas agrupaciones de todos los formatos instrumentales, incluidos todos los de música de cámara, para llevar su música a toda la ciudad.
Una vez se abrieron las primeras compuertas que permiten el cauteloso resurgimiento de la vida cultural, Claudia Hakim, directora del Mambo, y David García, director ejecutivo de la Filarmónica, se reunieron para, finalmente, darle forma al proyecto que venían trabajando desde finales de 2019: llevar la música contemporánea a este museo.
Para Hakim, es la oportunidad de que el Mambo logre acoger en su interior el arte sonoro que corresponde a las obras que se exhiben en su interior, siguiendo la experiencia de llevar la música a espacios no convencionales de otras partes del mundo: “Los museos son espacios de creación y comunicación, este proyecto materializa la confluencia de la música con las artes plásticas en el espacio ideal para que el público estimule sus sentidos al observar y escuchar”, dijo a SEMANA.
Por su parte, David García, quien ha sido un firme defensor de explorar la posibilidad de llevar el mensaje de la Filarmónica a todos los rincones de la ciudad, afirmó que “es la primera oportunidad de contar en el país con un espacio que por su significado simbólico, metafórico y estético permite disfrutar permanentemente de la música contemporánea, que es, en esencia, el sonido de nuestra época”.
El proyecto ‘Música y arte contemporáneo’ arrancó el pasado domingo 27 de junio en las instalaciones del museo, en medio de la exposición ‘Regreso a la maloca’, de Miguel Ángel Rojas.
La boletería se agotó. Asistió un público en su mayoría joven, con poco o nada en común con el habitual de un concierto clásico, y evidentemente resuelto a disfrutar las audacias musicales de un programa exigente en todo sentido.
Solo se tocaron obras de compositores nacionales. Inicialmente, Guillermo Marín recorrió piezas breves para clarinete solo de Adolfo Mejía, Jaime Jaramillo, Paola Fernández, Juan Carlos Valencia, Rubián Zuluaga y una composición suya, personal y confidente, Alucinación, toda una exhibición de las posibilidades de su instrumento en facetas muy representativas de la estética contemporánea. Siguió Jonathan Lusher con Improvisación y preludio para violonchelo solo, de Alejandro Ramírez; enseguida, Tatiana Bohórquez y Aníbal dos Santos tocaron el Ricercare variato para violín y viola, de Mauricio Nasi. El concierto cerró con Allegro molto moderato, del Trío para cuerdas de Mario Gómez Vignes, con Bohórquez, Dos Santos y Lusher. Compositores nacionales, obras de estéticas y posturas diferentes, y muy bien recibidas por el público. Porque sí hay público para esa música.