CINE

Madame

Por una confusión, una mucama termina saliendo con un amigo de su empleadora, lo que causa situaciones incómodas e inverosímiles en esta película francesa. *

Manuel Kalmanovitz
16 de junio de 2018
¿será que es de ese cine turístico global que se sitúa en ciudades famosas de las que no puede decir nada por timidez, ignorancia o simple falta de curiosidad?

País: Francia

Año: 2017

Director: Amanda Sthers

Guion: Amanda Sthers

Actores: Toni Collette, Harvey Keitel, Rossy de Palma

Duración: 91 min

Se supone que esta es una comedia. Se supone también que tiene un contenido ‘político’ porque se llama Madame y trata, en parte, sobre la relación de la tal madame con una mucama que trabaja para ella.

Y, bueno, ahí está lo político, ¿no? ¿Acaso hay algo más político que las relaciones obrero-patronales? En la realidad, quizás no. Pero esta película logra el milagro de evitar cualquier cuestionamiento a las relaciones de poder para ofrecer, en cambio, un solo, larguísimo, lugar común que no despierta media reflexión ni levanta media sonrisa (sin contar la de alivio cuando por fin llegan los créditos finales).

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Dirigida por Amanda Sthers sin ninguna gracia visual, retratando a París fragmentaria y genéricamente, no sé ni siquiera dónde localizar las fuentes de su sosera. Está hablada en su mayor parte en inglés, ¿será que es de ese cine turístico global que se sitúa en ciudades famosas de las que no puede decir nada por timidez, ignorancia o simple falta de curiosidad?

¿O es un ejemplo de ese terrible cine comercial francés que de vez en cuando sufrimos en las pantallas, lleno de sonrisas tiesas y de muestras de libertad, igualdad y fraternidad polvorientas y sin vida?

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En principio, los protagonistas parecen personajes sacados de algún folletín del siglo pasado (o antepasado ya). Están los millonarios angloparlantes Ann (Toni Collette) y Bob (Harvey Keitel) que viven en una mansión en París, y el hijo de Bob, Steven (Tom Hughes), un escritor treintañero sin nada que escribir que llega de improviso justo la noche en la que hacen una cena con 12 invitados.

Para que no haya 13 personas a la mesa, con toda la mala suerte que conlleva, la señora de casa invita a María (Rossy de Palma), su mucama, a que se haga pasar por una amiga y complete el número.

El orden de los puestos pone a María al lado de un consultor de arte (Michael Smiley) que cae perdidamente enamorado de ella. Pensaría uno que este es el comienzo de uno de esos amores imposibles pero vitales, de una afinidad espiritual que puede más que cualquier barrera, de un reconocimiento genuino y misterioso entre dos individuos, pero eso sería pedir demasiado. O no sé. De pronto, en el mundo de esta película, estar de acuerdo en tres clichés expresados en voz alta es una señal tan portentosa como en otro tiempo la lectura de las entrañas de las aves.

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La pasión entre los dos es inexistente; sus conversaciones, totalmente anodinas, y las ofuscaciones sociales que causa la confusión aparecen retratadas con la misma falta de gracia y gusto con la que se muestran las calles. Luego está el liberalismo tibio de ‘en el fondo todos somos iguales’ que, al ser dicho tan en serio, es lo único medio cómico de la película.

Hay algo rescatable en este ejercicio y es el rostro de Rossy de Palma que sigue siendo tan extraño, asimétrico, dinámico y enigmático como cuando era una chica Almodóvar a fines de los ochenta y comienzos de los noventa. Es una curiosidad que, en todo caso, no hace más pasajero nada de lo que lo rodea.

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