CINE
Verano 1993
Esta película, hablada en catalán y galardonada en los Goya como mejor ópera prima, hace un retrato sutil de una niña de 6 años que, tras la muerte de sus padres, debe ir a vivir con unos tíos en un pueblo. ***½
Viendo esta película pensaba en lo difícil que es retratar el mundo de un niño cuando el que lo retrata no es un niño, sino un adulto, con toda la lógica que viene con la adultez, con la necesidad de redondear las historias, con la conciencia de la estructura y demás que quizás sea una de las diferencias más profundas entre infancia y adultez: el saber que lo que pasa no pasa nunca de la nada, sino que tiene un orden, un antes y un después, que no hay nada gratuito ni salido de la nada en la vida.
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La lógica infantil, más fluida y menos jerárquica, es difícil de transmitir, aunque libros como Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, o Huracán en Jamaica, de Richard Hughes, lo logran magníficamente. Y esta, la primera cinta de Carla Simón, también hace un intento valioso (aunque sin dejarles lugar a las divagaciones fantasiosas) por retratar esa forma de existir.
El punto de partida es la mudanza de una niña de 6 años de Barcelona a un pequeño pueblo, a la casa de piedra de sus tíos, tras la muerte de sus padres. El ambiente de la ciudad que queda atrás no alcanza a tomar más forma que los corredores desordenados de un apartamento y pocos segundos de fuegos artificiales vistos desde una calle; luego es el nuevo mundo el que habita.
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Verano 1993 sigue el proceso de adaptación de Frida (Laia Artigas, excelente con su pelo crespo y ojos muy grandes) a su nuevo entorno, aunque hablar de adaptación da una idea de pronto más lineal y organizada de lo que ofrece la película, construida no tanto alrededor de una idea central, sino como una sucesión de momentos sueltos, singulares, capturados en tomas largas, que tienen en común enfatizar los tiempos extendidos que les permiten a las actuaciones desarrollarse siguiendo su ritmo interno.
Basada en su experiencia personal, la directora Carla Simón ha creado una cinta llena de detalles “infraordinarios”, como los llamó el escritor Georges Perec, que resuenan bajo la mirada atenta y extrañada de Frida en su nuevo contexto. La cargada de unos huevos mientras espera temerosa a que pase una gallina, idas a bañarse a un río, juegos con otros niños en un parque polvoriento son algunos de los momentos que la película retrata con delicadeza, y que sirven para mostrar sutilmente cómo la sensación de extrañeza se va transformando, a punta de detalles y tiempo, en familiaridad.
Paralelo a estos momentos sí hay un amago de intriga, alimentado gota a gota, relacionado con lo sucedido a los padres de la niña y que termina por armar una especie de columna vertebral que no cuadra del todo con los momentos “infraordinarios”.
Porque hay una contradicción profunda: mientras que en un retrato cotidiano basta la captura de los tiempos sin afanes, una intriga sí condiciona a esperar alguna resolución. Y ese estar pendiente del futuro de la intriga interfiere y distrae en el disfrute de esos momentos intrascendentes. Pero es un asunto menor en esta ópera prima inesperadamente madura.
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