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María Hesse y sus ‘Malas Mujeres’: reescribir la historia de las valientes, fuertes, atrevidas y vilipendiadas
La andaluza revisita en su libro a princesas, brujas, madres, femmes fatales, locas pasionales, y al hacerlo plantea nuevos referentes y lecturas diferentes de la historia para las mujeres de hoy. Al respecto, compartimos varias hermosas ilustraciones, apartes de su texto y una charla muy vigente que tuvimos con ella en FILBo 2018.
Nacida en Huelva en 1982 pero sevillana de adopción, María Hesse (casi) no ha parado de trabajar desde que su nombre estalló en el escenario mundial en 2016, con Frida Kahlo. Una biografía (Lumen, 2016), una obra preciosa traducida a quince idiomas que ganó el Premio de la Fundación Nacional del Libro Infantil y Juvenil de Brasil. Nada mal para un debut. “Que ni pintado”, se podría decir...
Desde entonces, Hesse ha trabajado constantemente. Ya sea por impulso personal o para responder a encargos de editoriales, revistas y una que otra marca. Y esta artista también ha exhibido su obra en numerosas muestras, un hecho que no sorprende en absoluto si se considera cómo salta a la vista la personalidad y vida que le imprime a sus personajes ilustrados, o mejor, ilustradas (porque casi en su totalidad son mujeres). Además, en la fluidez sincera de sus textos y relatos, María redondea obras dignas de este momento de la historia, en el que vale mirar hacia atrás para proyectar hacia adelante.
Desde Frida, la andaluza ha fluctuado entre publicar obras muy personales como El placer (2019) y otras cautivantes biografías como Bowie. Una biografía (2018), único de sus libros que no ha escrito, y Marilyn. Una biografía (2020). Y ahora llega a Colombia y al mundo su más reciente trabajo, Malas mujeres, uno que abarca los terrenos de la biografía y la biografía de ficción, pero que, ante todo, comparte una visión muy personal.
En este, parte de un postulado claro: desde la aparición de los primeros mitos los hombres han narrado lo universal. Y esa visión masculina les forzó a las mujeres un deber ser resumible en “o son puras, dóciles, amorosas, o ya verán”. En ese sentido, esa narrativa masculina también proyectó al mundo la idea de las “malas mujeres”, de esas “vengativas gorgonas, crueles madrastras, problemáticas Pandoras o Evas incautas que cargaron con la culpa de nuestro destino”, en palabras de la autora. Por esta razón, Hesse se propuso darle un giro a las historias de esas “princesas pasivas, brujas perversas, malas madres, de esas femmes fatales, locas pasionales y secundarias perfectas”.
Así pues, en Malas mujeres (Lumen, 2022) Hesse revisita íconos tan distantes como similares, y dándole sus propios giros a la historia “oficial” (es que se prueba más amañada que todas), Hesse junta a Madame Bovary y a Sarah Connor, agrupa a Juana la Loca y a Yoko Ono, liga a Helena de Troya y a Mónica Lewinsky. Además, y esto no sobra, la autora quiere inspirar a las mujeres a seguir luchando en el mundo actual.
Sobre el libro, María explica: “Ahora sabemos que no hay que tener miedo a salirse de esas líneas caprichosas que otros marcaron, y que las que abrieron esas grietas buscando otros horizontes no estaban locas, ni eran perversas ni malos ejemplos para otras. Si acaso fueron mujeres valientes, fuertes, atrevidas, decididas. Rompedoras. Y si las llaman malas mujeres que se lo llamen; las paredes han caído y nosotras ya no estaremos ahí para oírlo”.
Una charla del pasado muy presente con María Hesse
En 2018, en el marco de la FILBo, la autora e ilustradora pasó por Bogotá presentando un hermoso recuento de la vida y obra de David Bowie, Bowie. Una biografía. Acostumbrada al café que preparan en su país, en cafetera italiana, más denso, Hesse se preguntaba por qué en Colombia el café era tan aguado. “¿Qué pasa con este café aquí? ¿No es el mejor del mundo?”, dice, en muestra del claro desparpajo honesto con el que asume el mundo. Reproducimos la charla en la que abordamos sus inicios, la perseverancia que lleva al golpe de suerte que todo artista necesita y la separación entre el trabajo y el ocio que marca en su camino.
SEMANA: Sobre tu recorrido, ¿cómo llegas a la ilustración?
María Hesse: Yo dibujo desde pequeña. Cuando era pequeña no sabía que iba a ser mi profesión, desde luego, pero nunca dejé de dibujar. No pude estudiar Arte, entonces estudié otra carrera (magisterio, para ser profesora. Me pedían un 5 (de nota) para entrar a Arte, y yo entonces era muy floja, y como pedían esa nota pensé que me daría igual (no se esforzó lo suficiente). Y justo ese año que tenía que hacer la selectividad, sumaron la prueba de acceso de Bellas artes. Ese cambio de reglas me complicó las cosas...
SEMANA: ¿Cuándo te enfocas de nuevo en ilustrar?
M.H.: No estaba feliz con el trabajo que tenía… una funcionaría en camino a ser profesora. Así que seguí mi sueño, el trabajar para publicar un libro. Decidí estudiar un ciclo de grado superior en ilustración, y fíjate cómo me ha cambiado la vida. Ya ahí estaba dispuesta a triunfar en mi trabajo.
SEMANA: ¿Cómo se dio ese cambio de querer hacerlo a hacerlo?
M.H.: Se dio de una manera muy progresiva. La gente piensa en un golpe de suerte, y sí que hay que tenerlo, pero para tenerlo tienes que trabajar mucho antes. Yo empecé a manejar redes sociales, empecé a ir a exposiciones, a eventos de ilustración y enseñé mis portafolio un montón de veces. Tuve un montón de “No”. Y de repente, en una de esas veces que le mostré a alguien mi trabajo, en el ilustratour, cuando tenía un dibujo de Frida que me salió el trabajo de ilustrar su biografía. Antes de ese sí, tuve muchos “No”.
SEMANA: ¿Alcanzaste a perder la fe?
M.H.: Nunca. Siempre me habían dicho, y creo que es así, que hay que ponerse en el lugar y en el momento adecuado. Dar con el tipo de persona que en ese momento busca el trabajo que tú haces. Y también es importante que tú trabajo también evolucione. Yo también veo lo que enseñaba, dos años antes, y entiendo ahora porque en ese momento no me escogían en ese punto. Yo no me hubiera escogido en ese entonces.
SEMANA: Cuánto ha evolucionado en términos de hechura la manera en la que trabajas. ¿Sigues partiendo del papel y de pinturas, vas al digital directo?
M.H.: En una época trabajé digital, pues me pasa que soy muy sucia dibujando y también soy impaciente. Pero he aprendido a hacer de mi defecto mi punto fuerte. Dejé la técnica tradicional, aprendí el digital y luego regresé a la técnica tradicional, también por accidente. Amigos me motivaron a volver. Y así me reencontré con un placer que no sentía trabajando en digital. Yo, digo, porque cada uno es distinto.
Y esa impaciencia que sentía antes dibujando, de repente, se convirtió en mi técnica, en mi forma de mezclar los colores, en la mancha, en el trazo de la línea... por eso digo que muchas veces lo que parece que es nuestro punto débil puede ser una fuerte. Y creo que por eso mi trabajo ha evolucionado en estos últimos años. Y me gustaría que evolucionara más. Desde que terminé Frida hubo una evolución en el estilo, la verdad. Pero ahora cuesta, por los encargo que me hacen. No me da tiempo de parar e investigar cosas nuevas. Voy metiendo igual. Pero esa evolución es mucho más lenta que cuando no tenía el ritmo de trabajo que tengo ahora.
SEMANA: Una paradoja de las laboras creativas..
M.H.: Se avanza a nivel técnico, porque tengo más control, y mis caras van cambiando, pero sí es distinta a la que se da cuando experimentas cosas nuevas.
SEMANA: De ‘Frida’ pasaste a ‘Bowie’... qué viene para ti, hacia dónde vas...
M.H.: Quizá haga más biografías, me la he pasado muy bien haciéndola. La de Frida sobre todo. Con ella fue muy emocional, visceral; me metí mucho en el personaje. Fue una sensación muy potente. Fui a la casa de Frida, pero me impactó México entero. En los mexicanos comprendí el carácter de ella. Y no lo hice mal, me lo han dicho. Logre meterme en su universo y documentarme mucho. Yo soy andaluza, y creo que nuestro carácter es, dentro de España, quizá el que más se parece al latinoamericano. A nivel de sociabilidad, por ejemplo. El cariño que mostramos. Somos más afectuosos. El ruido hablando. Somos más ruidosos. Por eso lo creo.
SEMANA: ¿Y en el caso de Bowie?
M.H.: En el caso de Bowie, fue un encargo, y me gustaba mucho la idea a nivel profesional, me interesaba. Pero a la hora de investigar no tuve la conexión personal que tenía con Frida. Tuve esa conexión gracias a Fran Ruíz, que lo metí en el proyecto porque necesitaba que el libro lo escribiera alguien que amase tanto el personaje como yo amaba a Frida.
Sentía que tenía una responsabilidad con respecto al público que había leído mi libro anterior y con el público de Bowie. Fran fue quien me hizo reconciliarme con Bowie, y para mí fue muy interesante de hacer porque me sacó de mi zona de confort. Sobre todo dibujaba mujeres y, de repente, me enfrenté a Bowie, que aunque es andrógino yo lo veo muy masculino. Fue muy divertido igual, enfrentarme a algo que me daba miedo y luego divertirme al hacer algo diferente. Es bueno que te saquen de esa zona en la que estás cómoda y de la que muchas veces cuesta trabajo salir.
SEMANA: ¿Qué viene ahora?
M.H.: Trabajo en un libro que sale ahora, sobre la sexualidad, el placer y la mujer (*María publicó Placer en 2019).
SEMANA: ¿En tu línea de trabajo, se separan marcadamente el ocio y el trabajo?
M.H.: Depende mucho del encargo que tenga. Si estoy trabajando en un proyecto, y de repente necesito hacer un dibujo por mero disfrute, rompiendo con cualquier mensaje que quiera dar... El trabajo para mí es un disfrute total. el libro que hago ahora, por ejemplo. Y sale de mi entraña, lo vuelvo a escribir yo. Es un libro muy personal con algo que tenía muchas ganas de contar. Pero también te digo que cuando me voy de viaje me llevo un cuaderno para dibujar, pero lo cojo siempre al final del viaje, cuando lo necesito. Al final del viaje siento ganas de volver a dibujar. Muchos otros días necesito estar desconectada de todo, mirando, disfrutando de la compañía que llevo en el viaje, de la comida. Hay gente que no para. Yo dibujo mucho, pero cuando paro, paro.
Así empieza ‘Malas mujeres’
Hace mucho mucho tiempo, en un reino muy muy lejano, vivían un rey y una reina que ansiaban ser padres. Un día, una rana se coló en el baño de ella y, cual espíritu santo, le otorgó lo que tanto deseaba, sin chantaje de besos de por medio. A los nueve meses exactos, la reina dio a luz a una niña a la que llamaron Preciosa Rosa.
Los reyes estaban tan contentos que celebraron una gran fiesta e invitaron a todas las hadas del reino menos a una, porque no tenían vajilla de oro suficiente y les pareció que era mejor hacer un feo que comprar un plato extra. Como buenas invitadas, las hadas llegaron a la fiesta con obsequios valiosos en forma de dones: belleza, virtud, paciencia... Nos podemos imaginar el resto.
En ello andaban cuando entró en escena la que no había sido invitada, tan furiosa que lanzó una maldición a la recién nacida: cuando cumpliese quince años, se pincharía el dedo con el huso de una rueca y moriría en el acto.
Cegada por la ira, no había notado que aún quedaba un hada por hacer su ofrenda. Aquella, la última de la fila, no podía deshacer por completo la maldición, pero sí mitigarla: con aquel pinchazo, en lugar de fallecer, tanto la princesa como el reino se sumirían en un profundo sueño que duraría cien años.
Los reyes hicieron todo lo posible por evitar aquel destino y destruyeron todas las máquinas hilanderas de sus dominios, pero la curiosidad llevó a la doncella a abrir una puerta cerrada con llave, tras la cual hilaba una anciana, y el trágico final fue ineludible. De repente, el castillo y sus alrededores se cubrieron de una red de espinos impenetrable y la princesa cayó rendida en ese sueño profundo. Muchos jóvenes intentaron atravesar aquel bosque espinoso en busca de la bella durmiente, pero hubo que esperar cien años para que un apuesto príncipe lograra abrirse camino hasta donde ella yacía inconsciente.
Tras besarla en los labios, la joven despertó, milagrosamente libre de ojeras y mal aliento, y al instante supo que aquel muchacho era el amor de su vida. Hubo una gran fiesta, se casaron y fueron felices para siempre.
Siglos después de esa versión del cuento, en 1959, nos llegó la de Disney, algo más edulcorada. En ella, la princesa se llama Aurora y se va al campo a vivir con sus tres hadas madrinas para que la protejan. Allí conoce por pura casualidad a su futuro prometido, del que se enamora con solo bailar una canción. Al igual que en la historia anterior, la tragedia acaba llegando, pero no es necesario aguardar un siglo para que el hechizo se rompa. El intrépido caballero atraviesa las zarzas y lucha contra una furiosa bruja transformada en dragón. Vence, claro está, y al final de la película todas acabábamos cantando con la princesa y meditando de qué color sería su vestido, si azul o rosa. Lo que sí teníamos claro es que había un príncipe por ahí destinado a rescatarnos.
Como tantas otras niñas, crecí con el sueño de ser una princesa a la que un joven y apuesto príncipe rescataría, se casaría con él y comerían perdices. Por supuesto, tenía que ser buena y guapa para así ser deseada. Daba igual que la princesa Aurora, aun siendo la protagonista de la película, no lo fuera de su propia vida, que hiciera poco más que dormir, porque sabíamos que Felipe, valiente y obnubilado por su belleza —no así por su intelecto; al menos en su único encuentro no cruzan una palabra—, la salvaría, y aquel final feliz era lo que importaba.
De pequeña, en el colegio, me llamaban loca. Me enteré por casualidad, aunque ese día en concreto no llegué a saber por qué lo hacían. Me acababa de mudar de ciudad y era «la nueva». Las gafas que usaba no ayudaron mucho; era la época del «gafitas, cuatro ojos, capitán de los piojos».
Supongo que era la rara. Me pasaba las horas imaginando y soñando cosas, dibujando o leyendo. Años después llegó otra niña rara a la clase y me contó que aquel apodo que tanto me machacó venía de un día de lluvia en el que algunos me vieron jugando a que era Mary Poppins en las gradas del patio, saltando con el paraguas abierto en la mano. Por suerte, las marginadas nos juntamos y de alguna forma nos sentimos un poquito menos solas.
Eran tiempos de la EGB, y cuando llegué a primero de BUP dejé atrás a mis torturadores, no así la sospecha de que pudiera sufrir algún tipo de locura. Esa me siguió acompañando a lo largo de mi vida, por que cuando te dicen algo durante mucho tiempo, te lo acabas creyendo. En la primavera de 2021, Zahara publicó su disco más personal: Puta. En sus redes sociales contó que cuando era pequeña descubrió que sus compañeros de clase la llamaban Merichane. Era el nombre de la prostituta del pueblo. En el tema «Canción de muerte y salvación» habla de una mancha negra, chapapote brotando de las arterias. Yo sé de qué chapapote habla. Todas lo sabemos, y por eso surgió el hashtag #yoestabaahí: fue liberador, para ella y para todas, poder gritarlo, desprendernos de las culpas y las vergüenzas, comprender que no somos aquello que nos han hecho creer que somos.
Locas, putas, brujas, liantas, manipuladoras...; en definitiva, MALAS. Ese es el lugar que nos corresponde a las mujeres, incluso desde niñas, en cuanto nos salimos de la línea que han trazado para nosotras. Pero ¿quién traza esa línea? ¿Qué delimita? ¿Qué hemos hecho para merecer que nos señalen con la letra escarlata en el pecho nada más cruzarla, aunque no seamos conscientes de que lo hacemos? Y, lo que es peor, ¿cómo detener esa mancha diminuta que de forma casi imperceptible va creciendo y oscureciéndonos poco a poco en nuestro interior?
Con los años te das cuenta de que el mundo está lleno de mujeres como tú, de que aquellas que otros te habían dicho que eran tus enemigas y que habían señalado con el dedo son también un poco locas, putas y brujas, como tú, y que en el fondo son tus hermanas y forman parte de tu aquelarre. Pero si esto nos pasa a todas, ¿por qué seguimos sintiéndonos mal, creyéndonos culpables? Entonces comienzas a preguntarte por el origen de todas esas etiquetas que nos van robando la libertad y que no nos dejan sentirnos a gusto con quienes somos.
En aquella época en la que empezaron a llamarme loca iba a misa todos los domingos, pasaba horas embobada viendo películas como Pretty Woman, leyendo cuentos de los hermanos Grimm, dibujando y soñando con aquellas historias. Cuando mi padre me regaló La Bella Durmiente en VHS, la vi una y otra vez hasta aprenderme los diálogos de memoria. Cantaba «Eres tú el príncipe azul que yo soñé» como un disco rayado mientras bailaba en brazos de mi príncipe imaginario, sin saber entonces que ese sueño tenía un trasfondo de pesadilla.
Tuvimos suerte de no conocer el relato original de 1634, escrito por Giambattista Basile. En él no aparecen hadas, sino unos sabios adivinos que auguran que la princesa Talía se pinchará con una astilla de lino y caerá muerta y abandonada a su suerte, porque su padre pondrá tierra de por medio en cuanto eso ocurra (de la madre no sabemos nada, ni siquiera se la menciona). Una vez más, la profecía se cumple —las profecías son de lo más fiable en los cuentos—; otro rey que andaba de caza por la zona llega por casualidad al castillo y, al ver a la joven aparentemente muerta, no puede evitar mantener relaciones sexuales con ella, o más bien a pesar de ella.
Nueve meses después nacen Sol y Luna, que al intentar mamar de su madre confunden el dedo con la teta y succionan la espina envenenada, despertando a la joven de aquella pesadilla. Su «amante», que no pudo olvidarla tras aquel encuentro tan unilateral, decide volver a verla y descubre lo sucedido. Por supuesto, Talía no se enfada y se presta a mantener un idilio con su violador, que, por cierto, ya estaba casado.
Es aquí donde entra la mala de la historia, la mujer del rey, que al enterarse de la infidelidad de su marido manda matar a la princesa y a sus hijos y que le den de comer sus restos a él como castigo. Evidentemente, la que acaba muerta es ella, mientras que la nueva pareja vive feliz para siempre.
Sesenta años después de Basile, Perrault suavizó un poco aquel relato al reemplazar a los sabios por las hadas y borrar de un plumazo la violación, pero no quitó de la escena a la mujer caníbal, esta vez la suegra, que se empeña en matar a su nuera y nietos para comérselos de un bocado.
Incluso en la versión edulcorada de Disney, el mensaje nos quedó claro a todas las niñas del mundo: cuidadito con las mujeres que nos rodean, porque a la mínima nos la van a jugar, aunque no sepamos bien por qué.
*Aparte cortesía de Lumen/Penguin Random House.