Autobiografía

“Mi historia, adaptada para jóvenes lectores”: Michelle Obama va al colegio en este adelanto

La abogada, activista, y ex primera dama de Estados Unidos sigue su cruzada por impactar positivamente cuantas vidas le sea posible. A Colombia llegó su autobiografía en una versión especial. Compartimos este avance

Michelle Obama
12 de marzo de 2021
Michelle Obama comparte "Mi historia adaptada para jóvenes lectores".
Michelle Obama comparte "Mi historia adaptada para jóvenes lectores". | Foto: Random House

Antes de darse a conocer como la primera dama de Estados Unidos, Michelle Obama fue una niña. A esa niña descubrimos en este aparte de su libro “Mi historia, adaptada para jóvenes lectores”, que compartimos ahora que el libro se lanza en Colombia.

En este aparte, correspondiente al cuarto capítulo de la autobiografía, Michelle relata la fuerza del grupo de amigas que disfrutaba y admiraba a la vez, la figura atenta de su madre, la lucha de su escuela Bryn Mawr en Chicago se mantuviera a flote ante una situación cada vez más compleja y detalles de inocencia fresca como el naciente interés por los chicos y el primer beso.

Capítulo 4

En el colegio, cada día hacíamos una pausa de una hora para almorzar. Solía ir a casa con otras cuatro o cinco niñas, que hablábamos sin parar y nos sentábamos en el suelo de la cocina a jugar y a ver la televisión mientras mi madre nos preparaba bocadillos. Aquello fue el comienzo de un hábito que me ha sostenido toda la vida: conservar un grupo unido y alegre de amigas en cuya sabiduría femenina podía apoyarme. En mi grupo del almuerzo hablábamos de todo lo que había sucedido aquella mañana en el colegio, de las quejas que teníamos de los profesores y de los deberes que nos parecían inútiles. Nos encantaban los Jackson 5 y no sabíamos qué pensar de los Osmonds. Había estallado el escándalo Watergate, pero ninguna de nosotras lo entendía. Solo veíamos a un montón de señores hablando a un micrófono en Washington, D. C., que nos parecía una ciudad lejana llena de edificios y hombres blancos.

Mi madre era feliz cuidándonos, ya que eso le permitía indagar fácilmente en nuestro mundo. Mientras mis amigas y yo comíamos y cotilleábamos, ella se quedaba allí en silencio, ocupada en alguna labor doméstica sin ocultar el hecho de que estaba escuchando hasta la última palabra. De todos modos, mi familia, con cuatro personas embutidas en un piso pequeño, tampoco gozaba de privacidad, lo cual solo importaba en ocasiones. Craig, al que de repente le interesaban las chicas, había empezado a encerrarse en el cuarto de baño para hablar por teléfono.

Comparado con el resto de los colegios de Chicago, Bryn Mawr podría considerarse un centro de calidad intermedia. Con el paso de los años, la población de estudiantes era cada vez más negra y pobre. Durante un tiempo existió en la ciudad una iniciativa para trasladar niños a otros colegios más nuevos, pero los padres de Bryn Mawr habían conseguido evitarlo argumentando que era más conveniente invertir el dinero en mejorar la escuela. De niña, yo no me daba cuenta de si las instalaciones estaban deterioradas o si era importante que apenas quedaran niños blancos. La escuela iba desde preescolar hasta octavo, lo cual significaba que, cuando llegué a los cursos superiores, conocía cada interruptor, pizarra y grieta del pasillo. Conocía a casi todos los profesores y a la mayoría de los niños. Para mí, Bryan Mawr era prácticamente una extensión de mi hogar.

Cuando empecé séptimo curso, The Chicago Defender, un semanario popular entre los lectores afroamericanos, publicó un corrosivo artículo de opinión que aseguraba que Bryn Mawr había pasado de ser una de las mejores escuelas públicas de la ciudad a convertirse en una «chabola decadente» gobernada por una «mentalidad de gueto». El doctor Lavizzo, nuestro director, defendió a su comunidad de padres y alumnos y calificó el artículo de «mentira atroz» que solo parecía «incitar sentimientos de fracaso y huida». El doctor Lavizzo era un hombre rechoncho y alegre con un voluminoso peinado afro que le sobresalía a ambos lados de la calva. Entendía exactamente a qué se oponía. El fracaso es una sensación mucho antes de convertirse en un hecho consumado. Es una sensación de vulnerabilidad mezclada con dudas que se ve intensificada por el miedo. Esa «sensación de fracaso» que mencionaba ya era omnipresente en mi barrio, por ejemplo entre los padres que no podían salir adelante económicamente, los niños que empezaban a sospechar que su vida no sería diferente o las familias que veían que sus vecinos más adinerados se iban a las afueras o trasladaban a sus hijos a colegios católicos. Los agentes inmobiliarios que deambulaban por South Shore agravaban la situación al insinuar a los propietarios que debían vender antes de que fuera demasiado tarde. Los rumores llevaban a la gente a pensar que el fracaso era inminente, que ya estaba a medio camino. Podías verte atrapado en la ruina o podías huir de ella. Pronunciaban la palabra más temida por todos —«gueto»—, y la dejaban caer como una cerilla encendida.

Mi madre no se creía nada. Ya llevaba diez años en South Shore y acabaría viviendo allí otros cuarenta. No se dejaba llevar por el alarmismo ni por ninguna quimera. Era una persona sumamente realista y controlaba lo que podía.

En Bryn Mawr se convirtió en uno de los miembros más activos de la Asociación de Padres y Profesores, donde ayudaba a recaudar dinero para comprar material escolar y organizaba cenas de agradecimiento a los docentes. Contribuyó a convencer a la escuela para que crease un aula especial para los estudiantes de alto rendimiento. Esto último, idea del doctor Lavizzo, consistía en agrupar a los alumnos por capacidades y no por edad, es decir, juntar a los niños más brillantes para que pudieran aprender más rápido.

La idea fue controvertida, como ocurre con todos los proyectos para personas con talento. Pero, durante mis tres últimos años en Bryn Mawr, me beneficié de él. Pasé a formar parte de un grupo de unos veinte alumnos de varios cursos a los que se asignó un aula propia y separada del resto de la escuela, y teníamos horarios de recreo, almuerzo, música y gimnasia diferentes. Participábamos en actividades especiales, que incluían visitas semanales a un centro de estudios superiores en el que asistíamos a un taller de escritura o diseccionábamos una rata en el laboratorio de biología. En el aula llevábamos a cabo muchos trabajos por nuestra cuenta, nos marcábamos nuestros propios objetivos y avanzábamos a la velocidad que juzgáramos adecuada.

Tuvimos profesores en exclusiva para nosotros, primero el señor Martinez y luego el señor Bennett, afroamericanos amables y simpáticos que escuchaban con atención a sus alumnos. Era obvio que la escuela había invertido en nosotros, lo cual nos motivó a esforzarnos más y sentirnos mejor con nosotros mismos. La posibilidad de aprender de manera independiente me volvió aún más competitiva. Avanzaba con rapidez en clase y comparaba discretamente mis progresos con los de mis compañeros en tareas que iban desde divisiones largas y preálgebra hasta redactar párrafos sueltos o entregar trabajos de investigación. Para mí era como un juego. Y, como ocurre con cualquier juego y con la mayoría de los niños, era especialmente feliz cuando llevaba la delantera.

A mi madre le contaba todo lo que ocurría en el colegio. La ponía al día a toda prisa cuando entraba en casa por la tarde, dejaba la mochila en el suelo e iba en busca de un tentempié. No sabía con exactitud qué hacía mi madre cuando estábamos en el colegio, sobre todo porque nunca preguntaba. No sabía en qué pensaba, cómo se sentía siendo un ama de casa tradicional en lugar de desempeñar otro trabajo. Lo único que sabía era que cuando aparecía en casa había comida en la nevera, y no solo para mí, sino también para mis amigos. Y que cuando mi clase iba de excursión, mi madre casi siempre se ofrecía voluntaria y se ponía un bonito vestido y pintalabios oscuro para acompañarnos en el autobús hasta el centro de estudios superiores o el zoo.

En casa vivíamos con un presupuesto ajustado, pero raras veces comentábamos sus límites. Mi madre se arreglaba ella misma las uñas, se teñía el pelo (una vez le quedó verde por error) y solo estrenaba ropa cuando mi padre se la regalaba por su cumpleaños. Nunca sería rica, pero siempre fue mañosa. Cuando éramos pequeños, convertía por arte de magia los calcetines en marionetas exactamente iguales a los Teleñecos. Me cosía muchas prendas, al menos hasta que empecé secundaria, cuando insistí en que dejara de hacerlo.

Cada cierto tiempo modificaba la distribución del salón, cubría el sofá con una funda nueva o cambiaba las fotos y los grabados colgados de la pared. Cada año, cuando llegaba el calor, hacía una limpieza de primavera: pasaba la aspiradora por los muebles, lavaba las cortinas y retiraba las contraventanas para que pudiéramos limpiar los cristales y pasar un trapo a los alféizares, antes de sustituirlos por rejillas que permitieran la entrada del aire primaveral en nuestro pequeño y abarrotado apartamento. Después solía bajar a limpiar la casa de Robbie y Terry, sobre todo cuando envejecieron y perdieron facultades. Gracias a mi madre, cuando me llega el aroma a Pine-Sol, de inmediato me siento mejor.

Por Navidad se volvía especialmente creativa. Un año se le ocurrió cubrir el radiador con un cartón cuyo estampado imitaba unos ladrillos rojos para que tuviéramos nuestra propia chimenea. Luego pidió a mi padre, el artista oficial de la familia, que pintara unas llamas anaranjadas en unos trozos de papel muy fino, que, al iluminarlos por detrás con una bombilla, simulaban una hoguera bastante convincente. En Año Nuevo respetaba la tradición de comprar una cesta de alimentos especiales, de las que venían llenas de barras de queso, latas de ostras ahumadas y distintos tipos de salami. Invitaba a Francesca, la hermana de mi padre, a acompañarnos en los juegos de mesa. Pedíamos pizza para cenar y nos pasábamos el resto de la velada disfrutando de los sofisticados entrantes. Mi madre servía bandejas de rollitos de cerdo, gambas fritas y un queso especial para untar horneado sobre galletas saladas Ritz. Cuando se acercaba la medianoche, tomábamos una diminuta copa de champán.

Mi madre siempre mantenía la calma. Las madres de algunas amigas mías vivían los altibajos de sus hijas como propios, y conocía a muchos niños cuyos padres se sentían demasiado agobiados con sus retos personales como para estar muy presentes. Mi madre simplemente era equilibrada. No juzgaba ni se entrometía de buenas a primeras, sino que analizaba nuestro estado de ánimo y era un testigo bondadoso de las dificultades o los triunfos que el día pudiera depararnos. Cuando las cosas iban mal, no se mostraba demasiado compasiva. Cuando habíamos hecho algo bien, nos elogiaba lo justo para que supiéramos que estaba contenta pero evitando que se convirtiera en nuestra motivación para hacer las cosas.

Cuando daba consejos, acostumbraban a ser prácticos. «No tiene por qué caerte bien la profesora —me dijo un día que llegué a casa quejándome—. Sin embargo, esa mujer tiene en su cabeza las matemáticas que tú necesitas en la tuya. Céntrate en eso e ignora todo lo demás.»

A Craig y a mí siempre nos demostraba su amor, pero no nos controlaba en exceso. Su objetivo era que saliéramos al mundo. «No estoy criando bebés —nos decía—. Estoy criando adultos.» Más que normas, ella y mi padre nos ofrecían directrices. Esa es la razón por la que cuando éramos adolescentes nunca tuvimos toque de queda. En lugar de eso, nos preguntaban qué hora de regreso nos parecía razonable y confiaban en que cumpliéramos nuestra palabra.

Un día, cuando Craig estaba en octavo curso, una niña que le gustaba lo invitó a ir a su casa, dejando claro que sus padres estarían fuera y no los molestarían.

A mi hermano la indecisión le resultaba agónica; aquella oportunidad lo excitaba, pero sabía que era taimada e indecorosa, la clase de conducta que mis padres nunca aprobarían. Sin embargo, ello no le impidió contarle a mi madre una media verdad en la que mencionó a la chica pero dijo que se citarían en el parque público. Sintiéndose culpable por el mero hecho de haberlo pensado, Craig acabó por confesarle todo el plan, esperando o tal vez deseando que mi madre montara en cólera y le prohibiera ir.

Sin embargo, no lo hizo. No lo haría nunca porque ella no funcionaba así.

Escuchó a mi hermano, pero lo hizo responsable de su decisión. «Haz lo que creas oportuno», le dijo, y volvió a ocuparse de los platos que había en el fregadero o de la colada que debía doblar. Aquel fue otro pequeño empujón para que Craig saliera al mundo. Estoy segura de que, en el fondo, mi madre ya sabía que él había tomado la decisión correcta. Ahora sé que cada paso que daba se veía reforzado por la serena confianza de habernos criado como a adultos. Nosotros tomábamos las decisiones. Era nuestra vida y no la suya, y siempre lo sería.

Cuando tenía catorce años me consideraba medio adulta, o puede que incluso dos tercios de una adulta. Ya tenía la menstruación, lo cual anuncié de inmediato y con gran emoción a todos los habitantes de la casa, porque en mi familia éramos así. Había sustituido un sujetador de niña por uno ligeramente más femenino, lo cual también me encantaba. En lugar de comer en casa, lo hacía con mis compañeros de escuela en la sala del señor Bennett. En lugar de ir al hogar de Southside los sábados a escuchar sus discos de jazz y jugar con Rex, pasaba por delante con la bici y continuaba hasta la casa de Oglesby Avenue donde vivían las hermanas Gore.

Eran mis mejores amigas y, en cierto modo, también mis ídolos. Diane estaba en mi mismo curso y Pam uno por debajo. Las dos eran muy guapas; Diane tenía la piel clara y Pam más oscura, y ambas poseían una plácida elegancia que emanaba de ellas de forma natural. Su hermana pequeña, Gina, era unos años más joven. En su casa había pocos hombres. Su padre no vivía allí y apenas hablaban de él. Tenían un hermano mucho mayor que no solía aparecer por allí. La señora Gore era una mujer optimista y atractiva que trabajaba a tiempo completo. Tenía un tocador lleno de frascos de perfume, polveras que me parecían tan exóticas como las joyas. Me encantaba ir a su casa. Pam, Diane y yo hablábamos sin parar de los chicos que nos gustaban. Nos aplicábamos brillo de labios y nos probábamos la ropa de las demás, conscientes repentinamente de que ciertos pantalones resaltaban más la curva de nuestras caderas. Por aquella época consumía gran parte de mi energía dándole vueltas a la cabeza, escuchando música a solas en mi habitación, soñando con bailar lento con un chico mono o mirando por la ventana con la esperanza de que pasara en bicicleta alguno de mis amores, así que encontrar a unas hermanas con las que compartir aquellos años fue una bendición.

En casa de los Gore no podían entrar chicos, pero rondaban como moscardones. Pasaban una y otra vez por delante con la bicicleta. Se sentaban en la escalera esperando que Diane o Pam salieran a coquetear con ellos. Allá donde mirara, los cuerpos estaban cambiando. De repente, los niños del colegio eran grandotes y desmañados, irradiaban inquietud y tenían la voz grave. Algunas de mis amigas aparentaban dieciocho años y se paseaban en pantalones muy cortos y tops, con una expresión fría y desenvuelta, como si conocieran algún secreto, como si de pronto vivieran en otro plano mientras las demás seguíamos siendo inseguras, esperando la llamada del mundo adulto.

Como tantas otras chicas, mucho antes de empezar a parecer una mujer tomé conciencia de mi cuerpo. Ahora me movía por el barrio con más independencia y menos ataduras respecto de mis padres. A última hora de la tarde cogía el autobús para ir a clases de danza en la Academia Mayfair, donde estudiaba jazz y acrobacia. A veces hacía recados para mi madre. Con las nuevas libertades llegaron también nuevos retos. Me acostumbré a mirar al frente siempre que pasaba por delante de un grupo de hombres apostados en una esquina. Hacía oídos sordos a los piropos que recibía. Aprendí qué manzanas del barrio se consideraban más peligrosas y tenía claro que no debía ir sola por la noche.

En casa, mis padres asumieron que daban cobijo a dos adolescentes y reconvirtieron el porche trasero de la cocina en un dormitorio para Craig, que estaba en segundo curso en el instituto. La endeble partición que Southside había construido años antes desapareció. Yo me instalé en la que había sido la habitación de mis padres y ellos en la de los niños y, por primera vez, mi hermano y yo disfrutamos de un espacio propio. Mi nuevo dormitorio era de ensueño e incluía una colcha y fundas de almohada con un estam- pado de flores azules y blancas, una alfombra de color azul marino y una cama blanca de princesa, con tocador y lámpara a juego. Cada uno teníamos una extensión propia (mi teléfono era azul claro, acorde con la nueva decoración, y el de Craig de un negro varonil). Organicé mi primer beso de verdad por teléfono. Fue con un chico llamado Ronnell. No iba a mi colegio ni vivía en mi barrio, pero cantaba en el coro infantil de Chicago con mi compañera Chiaka y, utilizándola como intermediaria, habíamos llegado a la conclusión de que nos gustábamos. Nuestras llamadas eran un poco incómodas, pero no me importaba. Me encantaba la sensación de gustar a alguien. No recuerdo quién propuso a quién que nos reuniéramos delante de mi casa una tarde para intentar besar nos, pero sí recuerdo que ambos estábamos ilusionados.

Nuestro beso no tuvo nada de sensacional o especialmente inspirador, pero fue divertido. Poco a poco me di cuenta de que estar con chicos era entretenido. Y las horas que pasaba viendo los partidos de Craig desde la grada de algún gimnasio dejaron de parecerme una obligación fraternal porque ¿qué era un partido de baloncesto sino un escaparate de chicos? Me ponía los vaqueros más ceñidos que tuviera y algunas pulseras de más para llamar más la atención, y a veces me acompañaba una de las hermanas Gore en la grada. Una noche, un chico del equipo universitario me sonrió al abandonar la pista y le correspondí. Tuve la sensación de que mi futuro estaba a la vuelta de la esquina.

Estaba distanciándome lentamente de mis padres y cada vez era menos dada a verbalizar hasta el último pensamiento que se me pasara por la cabeza. Cuando volvíamos a casa de aquellos partidos de baloncesto, iba en silencio en el asiento trasero del Buick; mis pensamientos eran demasiado profundos o confusos para compartirlos. Ahora me veía atrapada en el solitario placer de ser adolescente, convencida de que los adultos que me rodeaban nunca lo habían sido.

A veces, cuando terminaba de cepillarme los dientes por la noche me encontraba el apartamento a oscuras, las luces del salón y la cocina apagadas; todo el mundo acomodado en su propia esfera. Si distinguía un resplandor debajo de la puerta de Craig sabía que estaba haciendo los deberes. Veía la luz parpadeante del televisor en el dormitorio de mis padres y los oía murmurar y reírse. Igual que nunca me preguntaba qué sentía mi madre siendo ama de casa a tiempo completo, tampoco me preguntaba qué se sentía estando casada. Pero ahora entiendo que incluso un matrimonio feliz tiene sus dificultades, que es una relación que hay que ir renovando una y otra vez. Daba por sentada la unión de mis padres. Era un hecho simple y sólido sobre el cual se erigía la vida de los cuatro.

Mucho después, mi madre me contó que cada año, cuando llegaba la primavera a Chicago y el aire era más cálido, se planteaba dejar a mi padre. Era para ella una fantasía, algo que le parecía saludable y puede que incluso vigorizante, casi como un ritual.

Si jamás has pasado un invierno en Chicago, permíteme que te lo describa: uno puede vivir cien días seguidos bajo un cielo gris acero que se cierne sobre la ciudad como si fuera una tapadera. Del lago llegan vientos gélidos y cortantes. La nieve cae de muchas maneras distintas, en grandes descargas nocturnas y en borrascas laterales diurnas, en forma de desmoralizante aguanieve o como nubes espumosas de cuento de hadas. Normalmente, las aceras y los parabrisas están cubiertos de hielo, mucho hielo, que luego hay que raspar. A primera hora de la mañana se oye el ruido de ese raspado antes de que la gente se monte en el coche para ir a trabajar. Tus vecinos, irreconocibles bajo las gruesas capas de ropa, bajan la cabeza para protegerse del viento. Los quitanieves municipales recorren las calles mientras la nieve blanca se amontona y se ensucia hasta que ya nada es prístino.

Sin embargo, al final ocurre algo. Da comienzo un sosegado punto de inflexión. Puede ser sutil, un olor a humedad en el aire o el cielo despejándose un poco. Primero sientes en el corazón la posibilidad de que el invierno haya pasado. Al principio puede que no confíes en ello, pero luego sí. Porque ha salido el sol, se adivinan pequeños brotes nudosos en los árboles y tus vecinos se han quitado los gruesos abrigos. Y es posible que tus pensamientos sean más livianos la mañana en que decides abrir todas las ventanas del apartamento para limpiar los cristales y pasar un paño por el alféizar. Te permite pensar, preguntarte si has perdido otras oportunidades al casarte con este hombre, vivir en esta casa y tener estos hijos.

Puedes pasarte el día entero valorando otras formas de vida antes de colocar de nuevo las ventanas en su marco y vaciar el cubo con Pine-Sol en el fregadero. Y quizá entonces recuperes todas tus certezas, porque, en efecto, es primavera y, una vez más, has decidido quedarte.