En Londres, hacia 1860, a un hombre que se había cortado la garganta, pero a quien habían salvado de morir, lo ahorcaron por suicida. El suicida era considerado peor que el más vil de los criminales y producía más miedo que los vampiros y las brujas. Lo enterraban en la encrucijada de los caminos, fuera de la ciudad y lejos de otros difuntos, con una piedra sobre su cara y una estaca sobre su cuerpo: la crueldad de todo castigo es proporcional al miedo que suscita el hecho. No siempre fue así, ¿qué ocurrió entonces? Los griegos habían sido tolerantes con el suicidio, finalmente Sócrates bebe la cicuta con alegría y defendiendo los beneficios de la muerte. Platón lo justifica cuando las circunstancias externas se hacen intolerables. Los estoicos, que vivían en armonía con la naturaleza, y los epicúreos, que afirmaban el placer, estaban de acuerdo con que, cuando no podían cumplir sus ideales, la muerte aparecía como una elección racional. Los magistrados romanos guardaban una dosis de veneno para el que quisiera morir, previo requerimiento al Senado para obtener permiso oficial. Son bien conocidas las palabras de Séneca: "Hombre necio, ¿de qué te quejas y qué temes? Mires a donde mires hay fin a los males. ¿Ves aquel precipicio que abre su boca? Conduce a la libertad... ¿Preguntas por el camino de la libertad? Lo encontrarás en todas las venas de tu cuerpo". Es posible que la serenidad estoica fuera una respuesta a la sordidez asesina de Roma, donde en un solo mes podían morir 30.000 hombres en espectáculos de gladiadores. Aquellos filósofos miraban a su alrededor y sólo encontraban una vida atroz, cruel, arbitraria y corrupta. Es posible que los primeros cristianos, pobres y perseguidos, hayan tomado el hábito del suicidio _la última salida aristocrática al apetito vulgar de la sangre_ para convertirlo en un deseo de martirio: "Dejadme gozar con estas fieras". La muerte empezó a ser una liberación para ellos; apenas una puñalada los separaba de la vida celestial. El cristianismo de los comienzos era una poderosa incitación al suicidio. Esta manía llevó a los padres de la Iglesia a encontrar una solución que volviera este acto "una vileza detestable y condenable". La respuesta la encontró San Agustín, curiosamente, con un argumento platónico y pitagórico dado que ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento lo condenaban: la vida es un don de Dios y nuestras acciones no deben acortarnos los sufrimientos, que han sido divinamente ordenados. Para los románticos la vida intensa y sincera de los sentimientos no podía sobrevivir en la edad madura. Por eso convirtieron la muerte temprana _mejor si era voluntaria_ en algo heroico, en un gesto de desprecio al insípido mundo burgués. Para los modernos, que todo lo trivializan, el suicidio es apenas "un hecho social", un dato estadístico, un preocupante síntoma de los males de la sociedad: a mayor incremento del índice, mayor tensión y malestar generales. Incluso Freud, que quiso abordarlo con lucidez, a juicio de Alvarez, se queda corto en su comprensión. El suicidio, a pesar de tantas interpretaciones y tantos prejuicios históricos, sigue siendo un acto que desafía toda lógica: "En cuanto alguien decide matarse entra en un mudo hermético, impermeable pero totalmente convincente donde todos los detalles encajan y cualquier incidente refuerza la decisión". El libro comienza con un caso particular: el suicidio de Silvia Plath. Un brillante análisis de su vida y de su poesía que derriba el mito tejido en torno a ella. Y termina con otro, igualmente conmovedor, el testimonio del autor sobre su fracasado intento de suicidio, para que no haya duda: a pesar del rigor de la información y la ambiciosa perspectiva histórica se trata de un impecable ensayo literario. "Dios ha hecho todo de la nada. Pero la nada persiste". n Novedades Varios Autores Colección de poesía Igitur, 1999 Hace dos años el escritor colombiano Ricardo Cano Gaviria y su esposa, Rosa Lentini, quienes viven en el apacible pueblo de Mont Blanc, en Cataluña, decidieron realizar una colección de poesía. Su idea era publicar libros inéditos o poco conocidos de poetas contemporáneos. En el caso de otras lenguas buscaron directamente a los traductores y les solicitaron las obras que les interesaban. Cuando esto no fue posible utilizaron traducciones de escasa divulgación. Así, han ido apareciendo, entre otros, El ladrón de Talan, de Pierre Reverdy; Mi piano azul y otros poemas, de Else Lasker-Schüler; Rodin en verso, de Aleister Crowley. En lengua castellana han publicado Horizonte desde la rada, de Antonio Martínez Sarrión; Antología poética, de Fernando Charry Lara, y Contextos para Maqroll, de Alvaro Mutis. Esta colección, que empieza a conocerse en Colombia, ha tenido una gran acogida del público y de la crítica especializada en España. En días pasados, en un acto íntimo y concurrido en una librería bogotana, Ricardo Cano presentó su colección, de la cual destacamos tres títulos: Tristia y otros poemas, de Osip Maldestam: es la primera traducción completa de un libro de Maldestam al castellano, con prólogo de Joseph Brodsky. Cien años de Mallarme tiene las mejores versiones de este poeta a lo largo del siglo y es un bello homenaje a su centenario, que pasó inadvertido. La alegría, de Giuseppe Ungaretti: uno de sus libros más importantes y del que es muy difícil encontrar traducción. Es algo así como su libro 'programático', en el cual aparecen todos sus temas futuros. Octavio Paz preveía que en el futuro la poesía sobreviviría en pequeñas editoriales de gran calidad, alimentadas por devotos grupos de lectores. La empresa editorial Igitur _título que Cano quiso para su novela sobre Silva_ confirma esa sospecha. El suicidio sigue siendo un acto que desafía toda lógica