"¡OH JULIO QUE POCO DURO EL VIAJE!"

Un libro a cuatro manos con la peculiar forma de ver el mundo que tenía Cortazar

28 de mayo de 1984

De pronto, es un albur, deben existir entre sus cosas suficientes papeles para conformar un volumen póstumo. Es posible. En verdad, lo repito, es un albur, quizás una secreta esperanza, porque desconozco su forma de trabajo. Apenas los indicios que se pueden obtener del comienzo de ese cuento que constituyo el toque inicial para la famosa película de Antonioni. Se trata, en el fondo, de una manera de tentar el azar.
Entre tanto, "Los autonautas de la cosmopista" constituirá su último libro. Concluído por él solo, fue realizado -casi en su totalidad- en compañía de su mujer, Carol Dunlop. Cortázar y ella permanecieron durante un corto mes en la autopista París-Marsella. Vivieron allí. Domicilio: la autopista del Sol. Como los célebres libros de Méndez Pinto, Battuta, Marco Polo o tantos otros, "Los autonautas de la cosmopista" es un libro de viajes, aunque éste sea de apenas unos ochocientos kilómetros, realizado por una tripulación que consta tan sólo de una pareja y cuya nave es un dragón rojo -como lo llaman ellos-, un microbús Volkswagen-como torpe y horrorosamente- lo llamaríamos nosotros.
Este es, entonces, el caso del escritor latinoamericano -hay una célebre tradición en este aspecto que se remonta hasta Isidoro Ducasse- que supo encontrar en esa engreída península asiática oprimida por el oscuro racionalismo, la atmósfera mágica, el tinte fantástico que sigue teniendo toda tierra habitada por el hombre. Aunque en este caso particular, la razón de ello estriba en una anotación de la osita -Carolen su "Manual de los lobos" -Julio-: "Cualquiera que sea el año de su nacimiento, tiene la imaginación, la vivacidad y la perversidad de la infancia bien anclada en el fondo de la mirada". Y es esa cualidad del lobo uno de los mas atractivos encantos del libro. Aquí se retrata Cortázar de cuerpo entero, con recato -claro está- pero también sin esa falsa modestia que a ratos pareció acompañarlos sus buenos trechos. Cortázar va mostrándose como es, como fue -debemos decir- a lo largo de su vida en toda su dimensión de hombre: era un muchacho conmovido por la alegría de vivir y cerrero ferviente de la razón de su oficio: "... presenta dice el Manual más adelante, una brecha en sus defensas inmunológicas, por la cual pasa el mundo".
Sinceramente creo que quienes se aventuren en la lectura de este libro, no podrán volver, no podremos volver, a viajar con la simplicidad y estulticia con que lo hemos venido haciendo. Y mucho menos si el viaje es en auto. Habrá que ser un navegante de autos y mirar esa cinta de asfalto que se desenvuelve a medida que avanza, como un universo. Porque la enseñanza del libro -digo esto a riesgo de desatar sobre mí la ira de los furibundos y laberínticos cortazarianos- ese tono persuasivo con que hablan con el lector, aquí sí es definitivamente cómplice, consiste en esa forma peculiar de ver el mundo desde una perspectiva propia: de ahí que aparezcan indios sioux adelante de Lyon, que sean vigilados sin sosiego por esos seres de otros espacios que se disfrazan de tachos de basura, que traten de seducirlos -a Julio al menos- con unas medias negras de seda desde el WC de mujeres. Y todo esto es obra de los demonios, de todos aquéllos que quieren estropearles el viaje, disfrutar de la ruin alegría que les produce hacerlos romper sus promesas, impedirles vivir un mes interior, lejos de la tiranía del teléfono y la hora exacta, de los periódicos, la correspondencia y las cuentas por pagar, "donde supimos por primera y última vez lo que era la felicidad absoluta".
Lo trágico de todo este asunto es que esta clase de lobos es una especie que, como los hijos de ciertos animales, rara vez se dan en cautiverio. El único provecho que mientras tanto puede obtenerse, es que las generaciones futuras no tendrán más alternativa, afortunadamente, que leerse todos sus libros. Ojalá nunca construyan o inauguren museos en su honor o salas de lectura en las bibliotecas nacionales, a lo sumo rincones en Casas de Cultura.
El, que alguna vez quiso ser Bioy Casares, no sospecha cuántos hay por ahí luchando por parecerse a él.