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“Oryx y Crake”: así comienza Margaret Atwood a narrar lo que parecería ser el fin del mundo
“Maddaddam” es el título que la conocida escritora canadiense le dio a la trilogía en la que se imagina cómo podría ser el fin del mundo. “Oryx y Crake,” publicado en inglés en 2003, cuenta la historia del último habitante de la tierra. Describe su inquietante realidad y narra fragmentos de sus recuerdos.
Mango
Hombre de las Nieves se despierta antes del amanecer y permanece tendido, inmóvil, mientras escucha cómo sube la marea, una ola tras otra pasando por encima de las diversas barricadas, chis chas, chis chas, el ritmo del corazón. Cuánto le gustaría creer que todavía está dormido.
En el horizonte, hacia el este, se levanta una neblina gris, iluminada ahora con un resplandor mortecino y rosáceo. Qué raro que ese color aún parezca delicado. Las torres de la costa recortan sus siluetas oscuras contra ella y se elevan de manera inverosímil contra el rosa y el azul pálido de la bahía. Los graznidos de las aves que allí anidan y el batir lejano del mar contra los falsos escollos, que en realidad son piezas oxidadas de coches y ladrillos amontonados y cascotes varios, suenan casi como el ruido del tráfico en un día festivo.
Por pura costumbre mira el reloj de acero inoxidable, con su gastada cadena de aluminio, aún reluciente aunque ya no funcione. Ahora es su único talismán y lo que le muestra es una esfera muda: las cero horas. Esa ausencia de tiempo oficial le produce un escalofrío de terror. Nadie, en ninguna parte, sabe qué hora es.
Cálmate, se dice. Respira hondo unas cuantas veces y se rasca las picaduras, se frota alrededor, no en los sitios que más le escuecen, con cuidado de no arrancarse ninguna costra: sólo faltaría que se le infectara. Baja la vista en busca de algún resquicio de vida salvaje, pero todo está tranquilo, ni rastro de escamas o colas. Mano izquierda, pie derecho, mano derecha, pie izquierdo, va bajando del árbol. Tras sacudirse las ramitas y las cortezas, se envuelve con la sábana sucia como si fuera una toga. La noche anterior colgó de una rama la gorra de béisbol de los Red Sox —una réplica auténtica— para ponerla a buen recaudo, y ahora mira en el interior, sacude una araña y se la pone.
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Se aleja un par de metros hacia la izquierda y mea contra los arbustos. «Espabilad», les dice a los saltamontes que se alejan brincando tras el impacto. Luego se dirige al otro lado del árbol, lejos de su meadero habitual, y se pone a rebuscar en el escondrijo que ha improvisado con unos bloques de hormigón envueltos en tela metálica, para que las ratas y los ratones no puedan entrar. Allí mantiene ocultos unos mangos en una bolsa de plástico bien atada, una lata de salchichas vegetarianas de cóctel de la marca Sveltana, una muy preciada botella de whisky medio llena —no, más bien queda un tercio— y una barrita energética con sabor a chocolate rapiñada de un parque de caravanas, dura y pegajosa en el interior de su envoltorio. No se decide a comérsela; tal vez sea la última que encuentre. También guarda un abrelatas y, aunque no sabe para qué, un picahielos; y seis botellas de cerveza vacías, que conserva por razones sentimentales y también para almacenar agua. Además de sus gafas de sol, que se pone. Les falta un cristal, pero mejor eso que nada.
Desata la bolsa de plástico: sólo le queda un mango. Curioso, creía que había más. Las hormigas se han colado dentro, aunque apretó el nudo con todas sus fuerzas, y ya le están subiendo por los brazos; hormigas de las negras y también de esas pequeñas y amarillas, que son aún peores. Sorprende lo fuerte que llegan a morder, sobre todo las amarillas. Se las sacude de encima.
—El estricto cumplimiento de las rutinas diarias redunda en el mantenimiento de la moral y en la preservación de la cordura —dice en voz alta.
Tiene la sensación de estar citando la frase de algún libro, algún precepto obsoleto y cargado de sentido común escrito para ayudar a los colonos europeos al mando de alguna plantación. No recuerda haberlo leído, pero eso no significa nada. Tiene muchos espacios en blanco en lo que le queda de cerebro, donde antes se alojaba su memoria. Plantaciones de caucho, de café, de yute (¿qué era el yute?). Les habrían recomendado que se pusieran salacots para protegerse del sol, que se vistieran para la cena, que se abstuvieran de violar a las nativas. No habrían dicho «violar», claro. Que se abstuvieran de confraternizar con las lugareñas. O, dicho de otro modo...
Pero está seguro de que no se abstenían. Nueve de cada diez veces, no.
—En vista de los atenuantes... —dice.
Se descubre de pie, con la boca abierta, intentando recordar el resto de la frase. Se sienta en el suelo y empieza a comer el mango.
Desechos
Por la playa blanca —coral molido y huesos rotos— camina un grupo de niños. Seguro que han estado nadando, aún siguen mojados y brillantes. Deberían ir con más cuidado, quién sabe qué infesta la bahía, pero ellos son imprudentes, no como Hombre de las Nieves, que no metería un pie en el agua ni de noche, cuando el sol ya no puede hacerle daño. Corrección: mucho menos de noche.
Los mira con envidia, ¿o es nostalgia? No, no puede ser eso: de niño nunca se bañó en el mar, nunca corrió desnudo por la playa. Los niños escrutan el terreno, se agachan, recogen desechos que las olas arrastran a la orilla; luego deliberan, se quedan con algunos artículos, descartan otros; sus tesoros van a parar a un saco medio roto. Tarde o temprano —de eso no cabe duda— lo descubrirán allí sentado con su sábana hecha jirones, rodeándose las piernas con un brazo y sorbiendo el mango a la sombra de los árboles, porque el sol cae a plomo. Para los niños —que tienen la piel gruesa, resistente a los rayos ultravioleta—, él es una criatura de la penumbra, del anochecer.
Aquí vienen.
—¡Hombre de las Nieves, oh, Hombre de las Nieves! —gritan como en una letanía.
Nunca se acercan demasiado. ¿Es porque lo respetan, como le gustaría creer, o porque apesta?
(Apesta, eso lo sabe de sobra: es fétido, pestilente, hiede como una morsa —grasienta, salada, con olor a pescado—; nunca ha olido una, pero ha visto fotos.)
—Oh, Hombre de las Nieves, ¿qué hemos encontrado? —canturrean mientras abren el saco.
Extraen varios objetos, los levantan como ofreciéndoselos para que se los compre: un tapacubos, la tecla de un piano, un trozo de botella de gaseosa color verde claro pulida por el mar. Un frasco vacío de pastillas GozzaPluss; una caja de ChickenDeli de DeliCachesen, también vacía. El ratón de un ordenador, o más bien sus restos machacados, colgando de una cola de cable en espiral.
Hombre de las Nieves tiene ganas de llorar. ¿Qué puede decirles? No hay manera de explicarles qué son esos curiosos artículos, o qué eran. Pero seguro que ya han adivinado qué les va a decir, porque siempre repite lo mismo.
—Son cosas de antes. —Habla con voz amable pero distante, a medio camino entre la de un pedagogo, un adivino y un tío benévolo. Ése debería ser su tono.
—¿Y son malas? ¿Hacen daño?
A veces encuentran latas de aceite para motor, disolventes cáusticos, botellas de plástico llenas de lejía. Bombas trampa del pasado. Lo consideran un experto en accidentes potenciales: líquidos abrasivos, vapores tóxicos, polvos venenosos. Dolores de diversos tipos.
—Éstas no —les dice—. Éstas no son peligrosas.
Al oírlo pierden el interés, dejan el saco colgando, pero no se van: se quedan allí de pie, mirándolo. Peinar la playa es sólo una excusa. Básicamente, lo que quieren es observarlo, porque es muy distinto a ellos. Con bastante frecuencia le piden que se quite un segundo las gafas de sol: quieren comprobar si de verdad tiene dos ojos, o si tiene tres.
—Hombre de las Nieves, oh, Hombre de las Nieves —entonan, menos para él que para sí mismos.
Para ellos, su nombre no es más que un sonido. No saben qué significa, nunca han visto la nieve.
Una de las reglas de Crake era que no se podía escoger ningún nombre si no era posible demostrar la existencia de su equivalente físico, aunque fuera sólo disecado, aunque fuera sólo el esqueleto. Ni unicornios, ni grifos, ni mantícoras o basiliscos. Pero esas reglas ya no están vigentes, y a Hombre de las Nieves le ha supuesto un placer agridulce adoptar ese dudoso apelativo. El Abominable Hombre de las Nieves, que existe y no existe, que se vislumbra entre las ventiscas, hombre con aspecto simiesco o simio con aspecto humano, clandestino, esquivo, conocido sólo a través de rumores y por unas huellas que se alejan. Las tribus de las montañas aseguraban que le daban caza y lo mataban cuando tenían la ocasión. Se decía que lo hervían, que lo asaban, que celebraban banquetes especiales; más emocionantes, suponía, porque en ellos se rozaba el canibalismo.
En cuanto aquí concierne, el caso es que se ha acortado el nombre. Es sólo Hombre de las Nieves, y lo de abominable se lo guarda para él, es su envoltura de pelo secreta.
Tras unos instantes de duda, los críos se acuclillan en semicírculo, niños y niñas juntos. Un par de los más pequeños aún andan mascando el desayuno, y el zumo verde se les escurre por la barbilla. Resulta descorazonador lo mucho que se ensucia uno sin espejos. Sin embargo, esos niños y niñas siguen siendo tremendamente atractivos, desnudos todos, perfectos todos, todos con un color de piel distinto —chocolate, rosa, té, mantequilla, nata, miel—, pero todos con los ojos verdes. Del gusto de Crake.
Miran a Hombre de las Nieves expectantes. Esperan que les hable, pero hoy no está de humor. Como mucho les permitirá ver las gafas de sol de cerca, o les mostrará su reloj reluciente y estropeado, o la gorra de béisbol. La gorra les gusta, pero no entienden para qué sirve —pelo de quita y pon que no es pelo—, pero él aún no se ha inventado ninguna historia para explicárselo.
Se quedan un rato callados, observando, pensando, hasta que el mayor se levanta.
—Hombre de las Nieves, por favor, cuéntanos qué es ese musgo que te crece en la cara.
Los demás se unen al coro.
—¡Sí, por favor, cuéntanoslo, por favor! —Nada de codazos, nada de risitas; lo preguntan en serio.
—Plumas —les dice.
Esa pregunta se la repiten al menos una vez por semana y él siempre responde lo mismo. Aunque hace muy poco tiempo —¿dos meses, tres?, ha perdido la cuenta— han acumulado ya un volumen considerable de leyendas, de conjeturas sobre él: «Hombre de las Nieves era un pájaro, pero se olvidó de volar y se le cayó el resto de las plumas, por eso tiene frío y necesita una segunda piel y ha de taparse. No: tiene frío porque come peces, y los peces son fríos. No: se tapa porque le falta lo que tienen los hombres y no quiere que lo veamos. Por eso no quiere nadar. Hombre de las Nieves tiene arrugas porque antes vivía debajo del agua y se le arrugó la piel. Hombre de las Nieves está triste porque los que eran como él se fueron volando por encima del mar y ahora está solo.»
—Yo también quiero plumas —dice el más joven. Una esperanza vana: los Hijos de Crake no tendrán barba. A Crake le pareció que no había razón para ello; además, le molestaba tener que afeitarse, así que las había suprimido. Aunque la de Hombre de las Nieves no, claro: demasiado tarde para él.
Enseguida todos vuelven a la carga a la vez. —Hombre de las Nieves, Hombre de las Nieves, por favor, ¿podemos tener plumas nosotros también?
—No —responde.
—¿Por qué no? ¿Por qué no? —canturrean los dos más pequeños.
—Un momento, que se lo pregunto a Crake. —Levanta el reloj al cielo, lo hace girar en la muñeca y se lo acerca a la oreja, como si escuchara. Los niños siguen extasiados todos sus movimientos—. No. Crake dice que no podéis. Nada de plumas. Y ahora, a tomar viento.
—¿Tomar viento? ¿Tomar viento? —Se miran unos a otros y lo miran a él. Ha cometido un error, ha dicho una cosa nueva, algo imposible de explicar. Para ellos esa expresión no tiene ninguna connotación negativa—. ¿Qué es «tomar viento»?
—¡Que os vayáis!
Agita la sábana hacia ellos y se dispersan corriendo por la playa. Todavía no están seguros de si deben temerle, ni hasta qué punto. No se sabe que haya hecho daño a ningún niño, pero no lo tienen controlado del todo. Lo que pueda llegar a hacer es un misterio.
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