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“Painting with John”: televisión de artista, collage audiovisual de autor
La serie de HBO, realizada por el pintor y músico desde su pedazo de Caribe, entrega una obra audiovisual intrigante, juguetona y sentida, llena de cuentos, canciones y acuarelas.
A ‘Painting with John’ se permite llegar desde la ignorancia. Si usted no tiene idea de quién es este señor, no está solo. Pero sepa que por algo HBO le dio el espacio que le dio y por algo lo aprovechó como lo aprovechó. Sepa que, si se aventura a que este viejo lobo del arte y de la música lo bombardee con su óptica del mundo, posiblemente saldrá contento. Eso sí, le debe gustar el arte y vivir la vida, y no se debe tomar tan en serio.
A quien no lo conoce, así nos lo presenta, a grandes rasgos, una agencia de noticias: Lurie fue protagonista de la escena contracultural neoyorquina de los años setentas y ochentas, y lleva 20 años viviendo en una isla del Caribe (que no define). A finales de los setenta, con su hermano Evan en el piano y él en el saxofón, integraron The Lounge Lizards, un grupo que en su fusión de jazz de vanguardia y punk-rock alcanzó notoriedad. La carta de presentación retro (porque si algo agradece Lurie es ya no ser famoso), incluye las bandas sonoras que compuso para proyectos de Steve Buscemi, Paul Auster y Jim Jarmusch. Con este último director, protagonizó “Extraños en el paraíso” (1984) o “Bajo el peso de la ley” (1986). También actuó en “Corazón salvaje” de David Lynch, “La última tentación de Cristo” de Martin Scorsese y “París Texas” de Wim Wenders.
A pesar de todos estos pergaminos, existe la posibilidad de que a usted Lurie le caiga mal. Pero averígüelo de todas formas. Así como con Fran Lebowitz, en su Let’s Pretend It’s a City, este es un viaje marcado por una persona y una personalidad (aunque narrada en claves distintas, sí enfoca la charla en ciertos temas).
Yo, confieso, tampoco tenía claro quién era John Lurie, al menos, no hasta que vi el tráiler de esta especie de ‘diario’ de la vida real que HBO estrenó a finales de enero y ya completó cuatro programas (de seis en total) el lunes pasado. Todos se pueden ver en streaming, en HBOGo o en el OnDemand que ofrecen Directv, Movistar, Claro y más de ese canal. Y bueno, al leer todas las referencias de su trabajo, debería conocerlo. Nunca es tarde.
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Retomando… Cuatro capítulos después (ágiles entregas de 20 a 24 minutos), ya sé cómo es John Lurie. Sé qué pinta, sé qué música toca, sé cómo se ven sus pinturas. De hecho, nunca los créditos de una serie se recibieron con tanto agrado, pues en estos presenta las obras que trabaja ya terminadas).
Sé también que Lurie se le midió a hacer este bricolaje televisivo con total libertad creativa y que, años atrás, hizo otro llamado Fishing with John en el que, sin tener idea del arte de la pesca, salía a pescar con invitados como Jim Jarmusch, Tom Waits, Matt Dillon, Willem Dafoe y Dennis Hopper. Ese, sin duda, también lo buscaré.
Sé que me gusta escuchar lo que Lurie tiene para decir, que me sabe asombrar y que me hace reír y me puede dejar callado. Sé que su trabajo musical y la manera en la que lo usa funciona, y tengo claro que me intriga ver las plantas, matas, arbustos, elefantes y figuras que pinta tomar forma poética en sus lienzos y papeles acuarela mientras echa sus historias al aire.
Y lo que tiene es historias interesantes: cuentos sobre divertirse echando llantas a rodar monte abajo, sobre su hermano dañando una operación bucal por cantar emocionado una melodía en Afro Blue de Coltrane en Live at Birdland, sobre su lucha con una anguila para conseguir la foto de una portada de un disco o su recuento de aquella vez que casi se vuela el cuerpo por una estufa.
Lurie se comparte, y así con su arte, sonidos y sus reflexiones varias, entre ellas una sobre como entre mejor se vuelve hablándole a la cámara (un ejercicio que considera digno de sociópatas), en peor persona se convierte.
En el capítulo cuarto, en el que aborda la fama, deja ver su faceta más dolida cuando comenta lo que fue hablar de ese tema con su amigo Anthony Bourdain, quien se terminó quitando la vida. En ese punto doloroso (no son muchos, pero los hay) se pregunta el artista por qué rayos está haciendo esto y se dirige a su espectador: “Si lo estás viendo, deja de verlo. Jódete. Si no lo apagas, al menos no le digas a nadie sobre este show”.
Le fallé, hablo de la serie porque la experiencia de acompañar a Lurie resulta valiosa si se aprecia esa línea en la que el artista se hace voz directa en su construcción mientras comenta su método y sus efectos, mientras le abre las puertas a una cámara.
En el pedazo de tierra que tiene en una Isla del Caribe hace 20 años (donde fue a lidiar con temas de salud relaciones a la enfermedad de Lyme), este creador gringo además parece dañar un dron a cada programa que rueda y causa gracia en su interacción con estos aparatos. Y con facilidad saltamos a sus lienzos mientras seguimos su pincel mientras le da vida a sus acuarelas y escuchamos su música.
El registro, ante todo, es franco, y eso se agradece. El relator sabe que lo que comparte no siempre lo deja bien parado, y poco le importa. Por eso escucharlo es interesante.
Por eso es una construcción tan sencilla como especial en la televisión: a la vez relato, a la vez pintura viva, a la vez obra musical ilustrada y, a la vez, la verborrea de alguien que no teme abordar sus aspectos más infantiles y más vulnerables, de un tipo que parece incluir a las dos señoras que le ayudan en la casa (los únicos otros seres humanos que la serie filma) para que lo pongan en su lugar.
Es un programa particular, y así no sea para todo público, quien sepa reconocer alguien que respira creación y la materializa desde sus pasos caminados, lo apreciará.
Lurie desnuda sus privilegios y sus decisiones de vida, y sus opiniones y acciones impulsivas presenciamos y las presenta desde su prisma carismático con la distancia necesaria para integrar este paso a su polifacético arte. Eso, o él y Erik Mockus (fotógrafo y editor) hacen uno de los programas más sinceramente entretenidos de 2021.