Cultura
‘Paro cívico no declarado’: la euforia con que Colombia recibió el Nobel de literatura, hace 40 años
Cómo nunca antes se había visto en la historia, el país se tomó las calles para algo diferente a protestar. El 21 de octubre de 1982 Colombia fue una sola manifestación, para festejar el triunfo de uno de sus paisanos. La crónica de SEMANA de aquel jueves que pareció 20 de julio.
Alfred Nobel, que sabía mucho de dinamita pero que de literatura no parecía entender demasiado, especificó en su testamento que el premio en este campo se le otorgara a “la obra más sobresaliente de tendencia idealista”. Desde entonces, un pequeño grupo de ancianos se devana los sesos en Estocolmo para determinar cuál es el escritor que encaja en esa categoría.
Según criterios que son aún un enigma excluyeron en su momento a escritores como Tolstoi y Kafka por considerarlos pesimistas, pero en cambio encontraron aptos a autodeclarados materialistas como Pablo Neruda y Sholokhov. Este extraño grupo de sabios suecos, aunque nadie les conoce ni el nombre ni los méritos que los califican como jueces, tiene sobre sus hombros la responsabilidad de entregar, año tras año, el que, a fuerza de tradición, ha llegado a ser el reconocimiento por antonomasia, la máxima consagración a que aspira cualquier escritor.
Los delegatarios del viejo Nobel han premiado a autores tan incuestionables y de tanto prestigio mundial como Thomas Mann, Faulkner Hemingway, Sartre, y a otros de quienes el mundo sólo se enteró de su existencia cuando recibieron el Nobel y que nunca volvieron a sonar después. Como el poeta griego Seferis.
En los últimos años fue tan insistente el premio a los anónimos que empezaron a llover críticas, como el escandaloso texto de un periodista titulado “Los nadies del Nobel”.
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Hay quienes calculan que de cada 15 colombianos ninguno conoce los nombres de los últimos seis Premios Nobel de literatura. Este año, sin embargo, y probablemente para curarse en salud, los miembros del jurado nominaron al mundialmente famoso García Márquez, según explicaron, para que no pueda “decirse que se le ha conferido a un escritor desconocido “.
Parece que los únicos que ignoran su fama son tres colombianos a quienes preguntaron por televisión si conocían a García Márquez: un policía que reconoció “honestamente no lo distingo”, un embolador que contestó: “¿como para qué sería?” y un transeúnte preguntó “¿ése no es el que trabaja en una telenovela ?”.
Si el Premio Nobel tiene su historia brillante, la de los escritores que lo reciben y quedan consagrados también tiene su historia oculta, no por ello menos importante, la de los nominados de siempre que lo esperan año tras año
De todos el más candidatizado, y más inútilmente, ha sido Jorge Luis Borges. A pesar de ser el padre de la literatura latinoamericana contemporánea, ha tenido que ver cómo son otros lo que recogen los méritos y hoy tiene que celebrar que un heredero suyo lleve el galardón. Porque como dijera de él Onetti, “Borges borda las sábanas donde los otros hacen el amor”. Ante los intentos de explicar la negativa de otorgarle el Nobel con argumentos políticos, el octogenario poeta, lúcido como siempre, dio una versión más simple: “no me lo dan porque mi obra no les gusta”. Y cerró capítulo.
Hace unos años ni el propio García Márquez parecía creer en las virtudes del premio que hoy ha recibido. Según declaraciones suyas, ya borradas de la memoria, “el Nobel se ha convertido en una monumental lagartería internacional”.
Una mañana, diez años más tarde, un Gabo menos radical se despertaba emocionado de haberse convertido en el Nobel número 79 y 25 millones de colombianos, delirantes de alegría, celebraban el nombramiento.
GABOMANIA
A partir del jueves a las seis de la mañana, momento en que empezó a difundirse la noticia, el país entró en una especie de paro cívico no declarado. Esta vez el motivo no eran las tarifas de energía.
En todos los hogares la imagen de Gabo pasó a ocupar un lugar vecino al del Sagrado Corazón y el novelista quedó convertido, junto al himno, el escudo y la bandera, en símbolo patrio. No faltó algún carro que saliera a pitar por la calle como el día en que cayó Rojas Pinilla.
Las comunicaciones telefónicas con el exterior entraron en colapso porque cientos de compatriotas, empezando por el presidente quien fue el primero en lograrlo, buscaban saludar personalmente al ídolo. Un paisa eufórico comentaba a gritos que esto era lo más grande que le había pasado al país desde que Cochise había batido la marca de la hora. Borrachitos que salían de las tiendas a la madrugada dando tumbos celebraban la ocasión con vivas a García Márquez, Premio Nobel colombiano.
Los directores de los distintos medios de comunicación enviaban a sus reporteros estrellas para cubrir hasta el último detalle de las primeras horas del Nobel. Cualquiera cosa que tuviera que ver con él se convertía en el motivo de comentario en corredores de oficinas, peluquerías de señoras, cafetines y billares.
La amnistía que gozaba de tanta popularidad y que tenía las primeras páginas de los periódicos quedó momentáneamente opacada. El drama de los sobrevivientes de la FAC y la polémica desatada por el alza de las dietas pasaron a un segundo plano, porque la preocupación se centraba exclusivamente alrededor de si Gabo recibiría el premio de frac o guayabera.
La gabomanía reinante tuvo, desde luego, sus rasgos macondianos. Doña Luisa Santiaga, madre del escritor, declaró con gran naturalidad que la noticia le había hecho llorar porque los que reciben Nobel es qué se van a morir uno o dos años después. El propio Gabo, sin embargo, solucionó el problema hallando el contra para la “muerte por Nobel”: una flor amarilla.
El pintor Alejandro Obregón, uno de sus íntimos amigos, quien se encontraba en México por un motivo insólito -arreglarle el ojo a un autorretrato, propiedad de Gabo, que había quedado tuerto por un balazo-, también se sobresaltó por el problema de la muerte. Todavía no se había enterado de la noticia cuando llegó a la casa de Gabo. Al ver tanta gente y tantas flores exclamó:”¡qué vaina, se murieron!”.
Mientras tanto en Colombia, la misma dona Luisa Santiaga, con su pragmatismo ursulino, aprovechó el momento y declaró por radio: “a ver si por fin me arreglan el teléfono, ahora que le dieron el Nobel a Gabriel”. En diez minutos el Gobierno solucionó ese problema, que llevaba meses.
Todos los colombianos, repentinamente, resultaron íntimos amigos de Gabo. Los que no lo vieron la noche antes de salir hacia México lo habían visto justo el día en que salía publicada “Cien años de soledad”. Los que no hicieron con él la primera comunión, se habían graduado con una tesis sobre su obra o tenían un ejemplar autografiado de “La mala hora”. Salvo su madre, quien admitió no haber leído ninguno, todos los colombianos reclamaban haber le ido hasta el último punto de sus Obras Completas.
El viacrucis fue para los periodistas. ¿Qué cosa nueva podía decirse de un hombre que venía siendo tema predilecto desde 15 años atrás? Las unidades investigativas y los reporteros se pusieron en acción buscando rescatar del olvido la pieza clave para su artículo. Así se convirtieron en invaluables chivas la libreta de calificaciones de tercero de bachillerato en el Liceo Nacional de Zipaquirá y el recibo de compra de su primera máquina de escribir. El que tenía una cartica o algún vale firmado por él se ufanaba de poseer un valioso original inédito.
A tal punto ha llegado la gabomanía que no sería extraño encontrar vendedores ambulantes que ofrezcan relicarios hechos con trocitos de su primer Everfit. No faltarán “souvenirs” con su perfil hecho en naranjas de Zipaquirá o en cerámica verde de Ráquira, ni camisetas impresas con el Che a la espalda y Gabo en el pecho. Es posible, inclusive, que a la artista pop Beatriz González ya se le haya ocurrido diseñar un nuevo escudo nacional donde se reemplace la imagen ya obsoleta del istmo de Panamá por la efigie de GM.
Frente a la incontenible explosión de gabomanía seguramente su inspirador debe estar repitiéndose para sus adentros lo que ya dijo alguna vez: “Ya estoy convencido de que en América Latina, al ver una foto mía, dicen: otra vez el sapo de García Márquez “.
Revista SEMANA, octubre 1982