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La identidad: el factor clave en la política en el siglo XXI

Un análisis del reconocimiento de la dignidad y las políticas del resentimiento en el siglo XXI.

28 de julio de 2019
Francis Fukuyama, escritor y politólogo norteamericano, dirige el Centro para la Democracia de la Universidad de Stanford. | Foto: foto: getty images

Francis Fukuyama

Identidad

Ariel, 2019

206 páginas

Thymos es la palabra clave de este libro. Es la parte del alma que anhela el reconocimiento de la dignidad. Fue usada por primera vez en un sentido político por Sócrates en el libro IV de La República, de Platón. Y desarrollada por Hegel para explicar que la lucha por el reconocimiento mueve la historia humana, más que los deseos o la posesión de bienes materiales. Cuando se busca el reconocimiento en igualdad de condiciones a los demás, hablamos de isotimia; cuando se quiere ser reconocido como superior, estamos ante la megalotimia, origen de la palabra megalomanía. Para Francis Fukuyama, thymos explicaría el auge en los últimos tiempos del nacionalismo, el populismo, de la religión como política, y el declive mundial de la izquierda.

Según Hegel, la única solución racional al deseo de reconocimiento era el reconocimiento universal, en el cual se reconocía la dignidad de todo ser humano. Sin embargo, lo que vemos ahora –he ahí el problema, plantea Fukuyama– son formas parciales de reconocimiento basadas en la nación, la religión, la secta, la raza, el origen étnico o el sexo. Personas que desean ser reconocidas como superiores han desafiado ese reconocimiento universal: “El aumento de la política de la identidad en las democracias liberales modernas es una de las principales amenazas a las que se enfrentan, y, a menos que seamos capaces de volver a los significados universales de dignidad humana, estaremos condenados a prolongar el conflicto”.

En el siglo XX, la política giró en torno a la derecha y la izquierda. La derecha propugnaba por la libertad y la izquierda, por la igualdad. La derecha quería reducir el tamaño del Estado y promover el sector privado; la izquierda se centraba en los trabajadores, en los sindicatos, y quería más protección social y mejor redistribución económica. En el siglo XXI, la política gira en torno a la identidad: “Aunque es muy importante el interés personal material para el ser humano, también nos motivan otras cosas, que explican mejor los sucesos dispares del presente. Podríamos llamarla política del resentimiento. En una amplia variedad de casos, un líder político ha movilizado a sus seguidores en torno a la percepción de que la dignidad del grupo ha sido ofendida, desprestigiada o ignorada”. Vladimir Putin y Donald Trump, sin duda, son grandes exponentes de la política del resentimiento. Putin supo explotar la bronca rusa por haber dejado de ser una potencia mundial –después del colapso de la Unión Soviética– y haberse convertido en “un actor regional débil”. Hurgó en ese sentimiento de pérdida y alimentó el odio contra “la superioridad moral de los políticos occidentales”. Trump, ya se sabe, atiza a esa clase trabajadora blanca, en barrena, “ignorada por las élites nacionales”. Por cierto, Fukuyama advierte al comienzo que no habría escrito su libro si Trump no hubiera sido elegido presidente. Y, por supuesto, si no hubiera ganado el brexit.

La política de la identidad nació en la izquierda, pero la derecha ha sabido utilizarla mejor. A pesar del aumento de la desigualdad mundial, lo cual sería un terreno abonado para la izquierda, vemos el triunfo de la derecha nacionalista.

Ernest Gellner, citado por Fukuyama, lo dice de una manera contundente: “Al igual que los musulmanes chiitas extremistas sostienen que el arcángel Gabriel cometió un error al entregar a Mahoma el mensaje que estaba destinado a Ali, así los marxistas, en esencia, sostienen que el espíritu de la historia o la conciencia humana se equivocó trágicamente. El mensaje estaba destinado a las clases, pero por algún terrible error postal le fue entregado a las naciones”.

Fukuyama escribió un célebre ensayo, El fin de la historia. Para algunos, tristemente célebre. Porque la historia no se acabó, más bien degeneró. Aunque el profesor de Stanford se defiende: la palabra fin nunca tuvo un sentido de “terminación”, sino de “meta” u “objetivo”. Y él había insistido en que ni el nacionalismo ni la religión estaban a punto de desaparecer como fuerzas en la política mundial, entre otras cosas, porque las democracias liberales contemporáneas, “no habían resuelto el problema del ‘thymos’”.

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