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'La música como hogar', o ¿para qué sirve la música?

La filósofa polaca Alicja Gescinska reflexiona sobre una de las formas más misteriosas de la expresión artística como fuerza humanizadora.

Luis Fernando Afanador
30 de mayo de 2020
Alicja Gescinska, filósofa polaca radicada en Bélgica. | Foto: Foto: afp - NICOLAS MAETERLINCK

Alicja Gescinska

La música como hogar

Siruela, 2020

Libro digital

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Sin música, la vida sería un error”, dijo Nietzsche. Sin embargo, muchos filósofos no lo creen así. O no completamente. Platón sospechaba de la música y en La república, donde expone su modelo ideal de orden social, dijo que el Estado debe ejercer un control total sobre la música y prohibir aquella que sea perjudicial porque corrompe el espíritu. La perjudicial era “la mala música”, la música instrumental, la música de baile sin texto, con notas y ritmos concebidos “para que emerjan de lo más profundo de nuestro espíritu sentimientos e ideas que más valdría tener enterrados”. Solo aceptaba “la música tranquila en modo dórico”, la que estimula virtudes. Kant reconoce que la música da placer, pero en esta vida no todo es placer: la elevación del espíritu es mucho más importante que el goce estético. En el fondo, cree Alicja Gescinska, estos filósofos ven con escepticismo el papel de las emociones. Para ellos, son un obstáculo para encontrar el camino del bien.

Según Vladimir Jankélévitch, “En el ámbito de la filosofía hay incluso cierto rencor histórico-cultural hacia la música”. Y en efecto, en Sonata a Kreutzer, de León Tolstói, el protagonista asesina a su mujer, una aficionada que ensaya la Sonata a Kreutzer, de Beethoven, con un violinista: “El hombre acusa a su mujer de infidelidad y desarrolla un odio visceral hacia la sonata y la música en general, en la cual ve la causa de sentimientos y deseos indecentes”. Finalmente, en un arrebato de locura, la mata. En El último encuentro, de Sándor Márai, también aparece la música como fuerza fatídica. Dos viejos amigos, Henrik y Konrád, se distancian a causa de sus dos formas de ver el mundo: para uno, la música es estimulante; para el otro, amenazadora. Entre Platón y Elvis hay más de 2.000 años –dice Gescinska–, pero algunas cosas no cambian: la convicción de que determinados géneros musicales son nocivos y deben prohibirse “es algo de todos los tiempos”. Si la música tiene el poder de elevar o corromper, ¿cuál pertenece al primer grupo, y cuál al segundo?

Con lo dicho hasta acá, Gescinska deja planteado el tema de ética y estética y pasa a las preguntas centrales de su ensayo: ¿somos mejores personas gracias a la música? ¿Puede la música mejorar el mundo? ¿Está el bien implícito en la belleza? En eso, también hay divergencias. El compositor polaco Penderecki, su compatriota, a quien ella entrevista, no cree que la música finalmente sirva para “desarmar los corazones”, aunque él mismo haya compuesto obras notables en ese sentido. Tampoco lo creía el crítico cultural George Steiner, para quien hay demasiadas pruebas en la historia de que el arte no nos hace mejores personas. Los nazis eran grandes aficionados al arte, pero su sensibilidad estética palidece cuando la comparamos con su odio a los judíos, los polacos y tantas otras minorías: “El arte y las humanidades no nos humanizan”.

No obstante, Gescinska está convencida del poder transformador de la música. Sí, Beethoven y Led Zeppelin pueden hacernos mejores personas. Pueden, aclara ella; no necesariamente sucede. Aunque ocurre el milagro, como le pasó a Gerd Wiesler, el capitán de la Stasi en la película La vida de los otros. Cuando él interceptaba al dramaturgo Georg, opositor del régimen comunista de la antigua Alemania Oriental, se conmueve con su interpretación de una pieza musical, Sonata para un hombre bueno, “y se abre una brecha en su conciencia moral”. Escuchar música es un ejercicio de empatía, “una vía certera al corazón del otro”. Saber escuchar nos lleva a entender el mundo del autor y del intérprete, y a tomar conciencia del propio. La música crea comunidad porque añade siempre un tú al yo. Y crea una patria: la Polonia moderna, que desapareció de la historia durante casi 100 años, no existiría sin la música del exiliado Chopin. “Chopin compuso Polonia”, así como Sibelius compuso Finlandia, y Verdi, Italia. 

Por algo, Lenin dijo de la Appassionata, de Beethoven: “Si sigo escuchándola, no terminaré la revolución”. ¿Puede ser mala una persona que haya escuchado de verdad esa música?