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Jens Christian Grondahl, o la redención en la ausencia del ser querido

Luis Fernando Afanador reseña ‘A veces estoy contenta, pero tengo ganas de llorar’, una historia sencilla y profunda sobre el dolor, la pérdida, el matrimonio y la familia.

Luis Fernando Afanador
1 de febrero de 2020
Jens Christian Grondahl, escritor danés, ha recibido numerosos premios internacionales, incluido el Golden Laurels Prize en 1999. | Foto: Afp

Jens Christian Grondahl

A veces estoy contenta, pero tengo ganas de llorar

Tusquets, 2020

152 páginas

Hacer memorable una vida común y corriente, de eso se trata: lo demás es literatura. Ellinor, una mujer de setenta años, empieza a hablar y de inmediato nos cautiva: “Ahora tu marido también está muerto, Anna. Tu marido, nuestro marido. Me habría gustado que yaciera junto a ti, pero tienes vecinos, un abogado y una señora que enterraron hace un par de años”. Gran comienzo. Un monólogo con una muerta. Y no cualquier muerta: la mejor amiga, la que murió en un accidente -hace cuarenta años- con su primer esposo y con el cual tenía una aventura, la que ella sustituyó como esposa y madre de sus hijos gemelos. Un intercambio de parejas postmortem. Pero no se trata de una comedia negra -aunque haya ecos de Beckett, de su lirismo contenido- sino de un balance. Ellinor, ante su nueva viudez y enfrentada a una soledad que parece definitiva, examina su vida. Lo que fue, lo que dejó. Y busca inútilmente una respuesta: “Cuando te fuiste, nunca pensé que tuviera que perdonarte. No tiene mucho sentido perdonar o no perdonar a una piedra, sea de caliza o de granito”. 

¿Para qué hablarles a las piedras? ¿Para qué escribirles cartas a los muertos? Para embolatar la soledad, ya se dijo, que en el caso de Ellinor es apabullante: “Su ausencia se sintió como un bulto creciendo dentro de mí, haciéndome sofocar. Nunca me sentí tan sola”. Pero, también, porque no tenemos más remedio que hablar, incluso en soledad. El lenguaje nos lleva a hacer plegarias, aunque no sea atendidas. El lenguaje presupone a un ‘otro’, es la maravilla y el engaño de esa gran invención humana. 

Ellinor no es una mujer melancólica (“a menudo estoy feliz, sin embargo, quiero llorar”). Tampoco busca compasión. Es, más bien, una persona quebrada que repasa su vida en busca del preciso momento en que algo se rompió. Por sus oficios anteriores –escribir anuncios, ser correctora- le gustan las palabras; por su cultura –es danesa, es luterana- está acostumbrada a realizar esos ejercicios de introspección: ¿por qué no soy una elegida? ¿Cuándo perdí la gracia de Dios? Y por supuesto, ¿por qué Anna tuvo una aventura con Henning, su primer marido? Esta pregunta es más fácil de responder: “Otros labios, otro par de ojos, otras manos. Otro olor. La fabulosa ligereza cuando ocurre lo inesperado y una siente que podría convertirse en alguien diferente, libre al fin”.

Sin embargo, el meollo de su vida, su karma, es un secreto que su madre le reveló cuando tenía catorce años: su padre era un oficial nazi que nunca regresó y del cual no se supo nada. La vergüenza, de habérsele entregado a un enemigo, que padecía su madre, y que ella había heredado como si fuera una tradición familiar. Ese es el gran tema que finalmente tendrá que abordar en su minucioso trabajo de introspección: “No, por supuesto que no fue un monstruo nazi. Era la propia soledad la que era vergonzosa. El secreto se nos pegó a las dos como un olor corporal no deseado. Aquel miedo acechante a ser descubierta, reconocida, señalada”.

No hay nada espectacular en la vida de Ellinor. Pero, bien mirado, ¿en cuál vida lo hay? “Cuando tu vida, cualquier vida, termina, se reduce a un puñado de hechos”. Y a unos hechos elementales, los que finalmente importan: el amor, la convivencia, la familia, los hijos, y el significado de tu minúscula existencia. Ellinor lo busca, bella y honestamente, y aunque crea que está sola, está hablando con nosotros. Porque, con sus limitaciones, con su desamparo, con su pequeñez, quizá ha encontrado una verdad acerca de la redención: “Cuando me mudé a casa de Georg y los chicos, hice enmarcar la foto en la que tú y él bailáis slow-fox unos años antes de que nos conociéramos. Colgaba de la pared del cuarto de los chicos, para que vieran cuánto se habían querido su madre y su padre. Es lo único importante para un niño. Perdonamos a nuestros padres cuando se olvidan de nosotros, siempre que ellos se quieran. Pienso en ello cada vez que intento imaginarme a Thomas Hoffmann aquel verano con mi madre, bajo la luna de agosto, junto a la cala”.