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‘Con los ojos bien abiertos’, o cómo Julian Barnes narra la pintura

Luis Fernando Afanador reseña esta interesante compilación de ensayos del británico sobre cuadros y pintores famosos, repleta de anécdotas y agudas observaciones de la historia del arte moderno.

Luis Fernando Afanador
25 de enero de 2020
Julian Barnes, autor británico, escribió El loro de Flaubert y Una historia del mundo en diez capítulos y medio. | Foto: Ap

Julian Barnes

Con los ojos bien abiertos

Anagrama, 2018

322 páginas

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Las grandes pinturas no necesitan ser explicadas mediante palabras, pero a la vez es tan fascinante, tan enriquecedor hablar de ellas, interpretarlas; recordar datos significativos de la biografía del pintor, de la historia del arte, de los movimientos pictóricos; exponer el gusto personal por determinado cuadro que cuestione el canon. Sobre esa paradoja, el escritor británico Julian Barnes –el más francés de los escritores británicos– construye sus ensayos. ¿Escribir de pintura? ¿Explicar una forma artística mediante otra? “Una monstruosidad”, decía Flaubert. “A los artistas hay que cortarles la lengua”, aseguraba Matisse. Todo un reto del cual sale avante Barnes, al igual que Cees Nooteboom en El enigma de la luz, con crónicas sobre las historias reales detrás de los cuadros que lo apasionaban. Entre más conocemos, más disfrutamos, parecería ser el distintivo de un género menos pomposo y solemne que la crítica académica, hecho por escritores y que consiste en narrar la pintura.

Es difícil escoger cuál de estos 17 ensayos es el mejor. Pero si me apuran, escogería el primero, sobre el cuadro La balsa de la Medusa, de Géricault; y el penúltimo, sobre el pintor Lucian Freud.

La balsa de la Medusa, de Géricault

El 17 de junio de 1816 partió a Senegal una expedición francesa, conformada por cuatro navíos, una fragata, una corbeta, un filibote y un bergantín. La fragata choca contra un arrecife, e irremediablemente perdida, sus tripulantes deciden construir una balsa para los que no caben en los botes. El desorden, el amotinamiento y el hambre –que deriva en canibalismo– se apoderan de la balsa. Una desgracia que terminará de alguna manera estilizada en el cuadro de Géricault. La pintura sobrevive y perdura más allá de la sórdida historia. ¿Por qué? “La catástrofe se ha transformado en arte; pero este no es un proceso reductor. Es liberador, engrandecedor, explicativo. La catástrofe se ha transformado en arte: eso es, después de todo, para lo que sirve”.

Sobre el pintor Lucian Freud

Acaso no haya existido otro artista como Lucian Freud –uno de los grandes retratistas de la historia de la pintura– tan receloso de su biografía. En la década de 1980, un biógrafo no autorizado empezó a hurgar y lo único que encontró fue “a matones en la puerta de su casa que le aconsejaron que desistiese del tema”. Luego autorizó a un crítico, William Feaver, de que escribiese su biografía: terminó despidiéndolo. Sin embargo, no tener biografía es imposible. O es posible solo en vida. Dos confidencias sobre la vida de Freud, contados por Martin Gayford y Geordie Greig, nos cambian totalmente la manera de apreciarlo: “A pesar de que no creamos que la biografía pueda afectar nuestra interpretación de un cuadro, una vez que conocemos esas dos historias, no podemos olvidarlas y de algún modo cambian (o para algunos confirman) la forma en que debemos mirar esos desnudos femeninos”.

Julian Barnes primero nos convence de la importancia de la biografía, y luego teje un manto de duda: “Quizá todo esto deje de importar con el tiempo. Tarde o temprano el arte tiende a flotar libre de toda biografía”. En ese “quizá” de esas anécdotas reveladoras, que después son puestas en duda, reside la gracia de estos ensayos, que más que convencernos de teorías del arte o de cualquier cosa, nos llenan de preguntas y de un entusiasmo refrescante por la pintura. Cuántas cosas que no sabíamos, como la importancia de El pintor en su estudio, de Rembrandt; cuántos cuadros descubiertos, como La mentira, de Félix Vallotton; cuántos ajustes de cuentas, como la reivindicación de Bonnard, a quien Picasso había sacado de la baraja del arte moderno: “El día de su funeral, el 23 de enero de 1947, la nieve cayó sobre el fulgor rosado del almendro igual que lo hizo sobre el fulgor amarillo de las mimosas. Estaba claro que la Naturaleza estaba despidiéndose no de un sumiso sirviente, sino de un amor apasionado. Por curiosidad, ¿qué hizo la Naturaleza por Picasso cuando él murió?”.