cine

La vida de los otros

La mejor película extranjera en el Oscar de 2007 es una trama envolvente que nos recuerda las reglas del drama.

Ricardo Silva Romero
14 de abril de 2007

Título original: Das Leben der Anderen.

Año de estreno: 2006.

Dirección: Florian Henckel von Donnersmarck.

Actores: Ulrich Mühe, Martina Gedeck, Sebastian Koch, Ulrich Turkur, Thomas Thieme.

1984 parece, en la descolorida Berlín oriental de La vida de los otros, algún año perdido en la lejana Segunda Guerra Mundial. No existen los azules ni los rojos. Ese silencio general, de adultos con miedo, está siempre a punto de volverse una multitud de gritos. Y en una aparatosa fiesta para celebrar el estreno de la más reciente obra de Georg Dreyman, el último dramaturgo leal a la Alemania comunista, somos testigos de un diálogo fundamental que nos dará pistas sobre el lugar a donde nos llevará esta película brillante que acaba de ganar el premio Oscar: el ministro Bruno Hempf elogia a Dreyman por inventar esos pequeños dramas en los que los personajes se trasforman, en el punto cumbre del tercer acto, en seres humanos esperanzados que recobran las riendas de sus propias vidas y reconquistan su propia humanidad. "Son historias agradables", le dice el ministro al escritor, dándole palmadas en la espalda, "pero la verdad es que la gente no cambia".

Dice el director de La vida de los otros, el debutante Florian Henckel von Donnersmarck, que le interesaba probar exactamente lo contrario: que nunca es tarde para dejarse habitar por la mejor persona que se puede llegar a ser. Dice el cineasta coloniense, también, que la primera imagen de la película que le vino a la cabeza fue la de un riguroso agente de la Stasi, la Policía secreta de la Alemania oriental, que se estremece cuando oye una sonata para piano (se vuelve otro, se redime) mientras espía a una pareja de artistas que quizá no le sean fieles al régimen. El agente riguroso se llama Gerd Wiesler, es un experto en el uso de la violencia sicológica durante los escalofriantes interrogatorios a los traidores a la república, y se ha vuelto un solitario irredimible, con el paso de las frustraciones, como cualquier hombre que asume a fondo una ideología. Le ha sido encomendada, al triste Wiesler, la misión de espiar los movimientos sospechosos que suceden en el apartamento del dramaturgo Dreyman. Y seguirá el manual al pie de la letra, igual que siempre, hasta cuando descubra que no es más que un títere, hasta cuando se vea invadido por la compasión y oiga una melodía, la Sonata para un hombre bueno, en esos audífonos en los que esperaba oír insultos, infamias y conspiraciones.

Wiesler cambiará. Su presente eterno se romperá. Y será, por fin, una persona que vive hacia adelante. Y nosotros, los testigos, tendremos en mente todo el tiempo aquella conversación del comienzo: pensaremos, mientras se suceden esas cuidadosas imágenes, mientras se desenvuelven esas actuaciones memorables, que el ministro Hempf no entiende que los dramas sólo son un intento de captar las reglas de la vida (no alcanza a pensar, por ejemplo, que su biografía puede ser contada en tres actos), y que, como los personajes de las fábulas, las personas no tienen por qué vivir condenadas a la idea que se han hecho de sí mismas.