LIBROS

‘Bienvenido mal, si vienes solo’, Jacqueline Urzola y sus agridulces memorias de provincia

En su reseña de libros, Luis Fernando Afanador pone el foco en una historia real del esplendor y la caída de una rica familia de ganaderos de Sincelejo en los años sesenta.

14 de diciembre de 2019
Jacqueline Urzola ha escrito crónicas para varias revistas. Este es su primer libro.

Jacqueline Urzola

Bienvenido mal, si vienes solo

Planeta, 2019

234 páginas

No es necesario haber sido una celebridad o haber vivido una vida extraordinaria para escribir un libro de memorias digno de leer. Basta con saber narrar. Basta con ser honesto. Bienvenido mal, si vienes solo, de Jacqueline Urzola, no es comparable, desde luego, con Las memorias de ultratumba, de Chateaubriand. Son apenas unos recuerdos personales de infancia y juventud, de una casa enorme y de una familia adinerada en la Sincelejo de los años sesenta. Y la evocación de unos lugares, de unos personajes, que no cambiaron el curso de la historia, pero consiguen despertarnos simpatía porque conocieron el esplendor y la decadencia: “Desde que se construyó la casa y aún antes, desde que empezaron a levantarse los cimientos, la casa nuestra se convirtió en epítome de lujo y sinónimo de éxito. En una población de ganaderos, por naturaleza rígidos y austeros, la construcción de una casa de mil trescientos metros, con piscina, siete salones, tres terrazas y dos comedores, además de cinco habitaciones, dos vestieres con baño para nadadores y un bar con barra circular y butacas de girar, constituyó un acontecimiento que marcó una raya en la historia del pueblo”.

Es como un cuento de hadas con final triste. Emiro Urzola, era el hijo de un ganadero muy rico, quien se casó con Cecilia Nader, una mujer bellísima de origen sirio, que ofició como la reina del castillo. Emilio heredó de su padre el gusto por el lujo y la buena vida, e hizo su propio aporte: gastaba a manos llenas y era feliz atendiendo a sus amigos. Lo que no heredó, fue el talento para multiplicar su riqueza. Su esposa sabía, desde el comienzo, que ese ritmo de gastos era insostenible y que, tarde o temprano, ese barco se iría a pique. Ni en los mejores momentos del goce y de la fiesta, de la admiración de la gente por sus vestidos y sus joyas, dejó de ver los negros nubarrones del futuro. Un sentimiento que captó desde muy pequeña su hija Jacqueline y que tal vez la preparó para luego narrar estas memorias: el cuento de hadas visto desde afuera. Al igual que en el relato de Kafka, los ciervos saltan y danzan en el bosque, pero ya saben que están muertos. Desde niña supo que viviría para contar la otra cara del cuento: la época en que las reuniones para beber, que su padre armaba al menos una vez a la semana, dejaron de ser tan frecuentes como durante los primeros años del boato; las estadías de los amigos y los parientes, que se alojaban en el cuarto de huéspedes, también comenzaron a mermarse; la madre empezó a perder el ímpetu de dirigir la casa y las puertas de las despensas y la piscina permanecían cerradas; la casa lucía apagada, igual que el ánimo de la propietaria; los floreros y las bomboneras de cristal cortado, “aunque todavía llamativos y elegantes, ya no brillaban como antes”. 

De alguna manera, una figurita repetida: las primeras generaciones de empresarios crean la riqueza; las segundas, la acaban. Los amigos que se bebieron el trago y recibieron ayuda para salir adelante, hoy dan la espalda. Una realidad –o un cliché, la realidad es un cliché- que no pueden superar los padres y que los hunde en el resentimiento. Felizmente, la hija y narradora de estas memorias es capaz de superar esa realidad y, a través de la escritura, no busca la tristeza –o su duelo-, sino algo más interesante que hace valioso a este libro, la búsqueda del tiempo perdido: “Me gustaba el movimiento que se percibía en la cocina desde que empezaba el día y el ambiente de alegría que se advertía en cualquier esquina y cualquier vía. El correcorre de visitas y comidas que se sucedía desde que amanecía y la preparación de los pasteles que Rafaelita elaboraba en una mesa larga en la que colocaban los tres tipos de carnes más el arroz y el achiote que lo coloreaba y las hojas de plátano con las tiras con que los amarraban para que en el hervor de la olla no se soltaran”.