LIBROS

El camarada conde: 'Un caballero en Moscú', de Amor Towles

Un aristócrata ruso confinado por los bolcheviques a vivir en un hotel de lujo es el pretexto para contar la historia de la revolución rusa hasta los años cincuenta.

Luis Fernando Afanador
11 de enero de 2020
Amor Towles, escritor norteamericano. Su primera novela reconocida fue 'Normas de cortesía'. Foto: David Jacobs. Cortesía Penguin Books Australia. | Foto: David Jacobs.

Amor Towles

Un caballero en Moscú

Salamandra, 2019

509 páginas

El 21 de junio de 1922, el conde Aleksandr Ilich Rostov, condecorado con la Orden de San Andrés, miembro del Jockey Club, Jefe de Cacería, comparece en un juicio en el Kremlin. ¿Su delito? Ser un aristócrata en tiempos de revolución, algo que no perdonan los bolcheviques, por lo cual es casi seguro el veredicto de pena de muerte. Sin embargo, el conde Rostov tiene varios atenuantes. Primero, en 1918, después de la Revolución de Octubre, regresó a Rusia. “Extrañaba el clima”, dice sarcásticamente. En realidad había regresado para liquidar las propiedades familiares y organizar el exilio de su abuela. Segundo, no intervino en la guerra civil entre rojos y blancos. “Me temo que, a estas alturas, ya había dejado la edad de tomar las armas”. Y, tercero, el atenuante que finalmente terminaría por salvarlo: en su juventud escribió un gran poema revolucionario. Se salva de morir pero deberá cumplir un arresto domiciliario por el resto de sus días en el Metropol, el hotel de lujo donde ha vivido los últimos cuatro años. Una pena que no resulta increíble si tenemos en cuenta que Rusia se inventó el arresto domiciliario. Por supuesto, ya no vivirá en la cómoda suite 317, sino en una buhardilla de 9 metros cuadrados. Cambios drásticos en su vida. Aunque con su encanto, su calidad humana y unos pocos libros y objetos de valor simbólico, el conde se las apañará para sobrevivir con gran dignidad y sentido del humor en esos nuevos y difíciles tiempos. El verdadero caballero se prueba en las dolorosas, no en las gloriosas.

Por muy revolucionaria que sea la nueva sociedad, también gusta de los lujos y de los privilegios. El Metropol y su glamur sobreviven, claro está, con ajustes y transformaciones. Sus grandes salones ya no serán destinados a bailes fastuosos, sino a reuniones y asambleas de sindicatos. Y en vez de un gerente, un burócrata que se encargará de quitarles las etiquetas a los vinos de la selecta cava del Metropol, en aras de la igualdad y la simplificación tecnocrática. En adelante, los comensales solo tendrán dos opciones: vino rojo o blanco. Con la reputada cocina, le quedará un poco más difícil por la férrea resistencia del triunvirato, un trío de amigos conformado por el conde, como capitán de meseros; Emile, como chef, y Andréi, como maître.

El Metropol, ubicado enfrente de la Plaza del Teatro y cerca del Bolshoi y de la Plaza Roja, en el centro estratégico de Moscú, es un lugar privilegiado para observar los cambios históricos y los pormenores de la política soviética. De la forma en que se organicen las sillas para una cena del politburó se podrá inferir quién será el sucesor de Stalin. Y, también, saber qué está pasando en el mundo: el bar del hotel es el lugar preferido de los corresponsales extranjeros y un hervidero de rumores.

El conde Rostov es un hombre cultísimo que lee y relee a Montaigne y no se despega de su Anna Karenina. Pese a su nueva condición subalterna, inspira respeto a los empleados del hotel y a un alto funcionario de los servicios de inteligencia, con el cual cenará frecuentemente a cambio de enseñarle política francesa e inglés por medio de películas clásicas de la época dorada de Hollywood. Sus pequeños privilegios, su dorado arresto domiciliario, no lo harán perder de vista la peor suerte de otros perseguidos: los kulaks y los campesinos, víctimas de colectivización a sangre y fuego de Stalin; los artistas de vanguardia, condenados a la estética del silencio, y su querido amigo Mishka, editor de las obras completas de Chéjov, confinado a un campo de concentración por no haber aceptado suprimir un párrafo de una de sus cartas, algo a la larga inocuo, pero que a juicio de los camaradas de cultura ponía en peligro la autoestima del pueblo.

Anna, una actriz de teatro en desgracia y amante del conde, se parece a las heroínas de Chéjov; Sofía, una niña que este terminará adoptando, tiene un toque de la Natasha de Tolstói; Mishka es un personaje de Dostoievski. Esta novela, que nunca decae, que empieza decimonónica y termina como una de espías de los años cincuenta, es un bello homenaje a la literatura y a la historia rusa.