Carol Ann Figueroa entrevistó decenas de pacientes, cuidadores y médicos acercándose a múltiples experiencias de los que significa lidiar con la enfermedad en Colombia. | Foto: Cortesía: Gusano Films - Señal Colombia

CULTURA

El libro que retrata la inoperancia del sistema de salud colombiano

Sufrir una enfermedad terminal puede ser peor de lo que suena cuando los pacientes, que corren contra el reloj siempre, encuentran toda una serie de trabas a sus tratamientos. Aquí un adelanto del primer capítulo de ‘Sala de espera’.

26 de abril de 2017

Carol Ann Figueroa reunió en este libro, que ese lanza este 27 de abril en la FilBo bajo el sello de El Malpensante, las experiencias vividas a lo largo de dos años para llegar al personaje que protagoniza el largometraje ganador en la categoría Mejor Dirección de Documental en el FICCI 2016.

Semana.com reproduce un adelanto del primer capítulo: Pacientes

No buscaba una aguja en un pajar. Buscaba un paciente que no tuviera tiempo que perder. Uno entre los más de 200.000 que anualmente reciben diagnósticos terminales tras luchar largo tiempo contra una enfermedad, y que pese a la gravedad de su condición, deben esperar horas a ser atendidos en las salas de urgencias de las clínicas y hospitales de Bogotá, y meses para recibir una autorización o un medicamento. Buscaba uno entre miles que estuviera dispuesto a compartir ante la cámara, diariamente, su experiencia frente a los absurdos del sistema de salud colombiano, alguien que quisiera contarle al mundo la forma en que una seguidilla de diagnósticos tardíos o errados y la dilatación o interrupción de sus exámenes y tratamientos habían terminado por ser tan letales como su propia enfermedad.

Tras una primera aproximación al tema leyendo noticias, investigaciones y ensayos, concluí que estaba a punto de conocer una gran cantidad de casos de pacientes enfrentados a devastadoras enfermedades. También entendí que el escenario no estaba limitado a las salas de espera y los espacios clínicos ampliamente conocidos, sino que incluía los muchos escenarios en que transcurre la lucha de estas personas por sortear la convalecencia, al igual que las sedes de las instituciones que los apoyan. Tenía que tocar la puerta de algunas de las 34 fundaciones que ayudan a enfermos con cáncer en Colombia, y de las organizaciones creadas para asesorar legalmente a los ciudadanos, que solo en 2015 interpusieron 151.213 tutelas contra las EPS (empresas prestadoras de salud), las IPS (institutos prestadores de salud), los laboratorios y los hospitales.

El documental resultaba tan necesario y la perspectiva de encontrar un caso y escribir sobre él parecía tan clara que asumí la investigación y el guion del documental. Calculé que la tarea de encontrar al protagonista de nuestra historia y acceder a la institución en la cual tendríamos que grabarlo no me tomaría más de seis meses. No fue así.

Paciente sería el nombre con el cual terminaríamos bautizando el documental, pero inicialmente pensábamos titularlo Morir porque Jorge Caballero y yo, él como director y yo como guionista, queríamos hablar de las trabas institucionales que condicionan la muerte, y pretendíamos hacerlo grabando a una persona en estado terminal durante los últimos meses de su vida, viendo cómo pedía citas médicas que tardaban semanas en ser asignadas, cómo pasaba horas esperando la autorización de un examen o recorría la ciudad interponiendo tutelas que al final eran rechazadas. Queríamos que nuestro protagonista fuera una persona sin tiempo que perder y aún así se animara a compartirlo con nosotros, de manera que juntos pudiéramos mostrar cómo la inoperancia del sistema dificulta los procesos de enfermedad y muerte. Para ambos estaba claro que no nos interesaba dar espacio a las reflexiones filosóficas y psicológicas relacionadas con el trance mental, físico y espiritual que implica acercarse a la muerte, y de algún modo creímos que eso era posible.

Nos equivocamos.

Para comenzar, en cada una de las conversaciones que sostuve durante los primeros seis meses de investigación con enfermeras y médicos, con pacientes de diferentes dolencias y sus familiares, me descubrí incapaz de pronunciar el verbo “morir”, pues aunque como título estaba bien, otra era la historia cuando se trataba de usarlo como tarjeta de presentación frente a personas que estaban muriendo. Cada vez que un médico me remitía a un paciente al cual le quedaban pocos meses de vida, el familiar que me recibía en la casa me advertía que este o bien negaba su condición médica o la desconocía, así que yo terminaba hablando acerca de todo lo que haría en cuanto se recuperara. Preguntarle si quería hacer parte de un documental llamado Morir era inadmisible, de modo que una visita tras otra comencé a mentir para maquillar lo que decía, sintiéndome cada vez peor por acercarme de esa manera a quienes se abrían a mí con una descarnada honestidad que estaba ansiosa por ser oída.

Rápidamente entendí que si sentíamos que era importante registrar los últimos meses de vida de una de estas personas sería inevitable hablar del dolor físico que hacía insufribles muchos de sus días, que no podríamos sortear el miedo que les impedía pronunciar palabras como “cáncer”, “muerte” o “terminal”, que tendríamos que desarrollar una sensibilidad específica para abordar el tema, y esto no sucedería sin confrontar la relación que teníamos con el fin de la vida. Tuve miedo de seguir con el proyecto pues no me sentí lista para sobrevivirlo, pero aún así me aferré al iceberg cuya punta recién descubría, y sin poder evitarlo seguí descendiendo.

Más allá de toda la información disponible sobre la Ley 100, de las 118.000 tutelas que se interponen anualmente a su nombre, de las miles de muertes que se le atribuyen desde su creación en 1993 hasta hoy, o de los cinco millones de resultados que Google arroja hablando de paseos de la muerte, corrupción de las EPS, cierre de hospitales o asociaciones médicas exigiendo reformas, descubrí una sociedad que de tanto temer la calavera oculta bajo su piel prefiere girar la cabeza cuando se topa con un enfermo, que opta por ser pasiva ante los diagnósticos y tratamientos con tal de no tener que hablar del tema, que aún no sabe que un buen morir es posible y que para eso los cuidados paliativos se convirtieron en ley desde el año 2013, o que la eutanasia es una opción al alcance de quien quiera acceder a ella pues es legal desde 1997. Aún entre médicos paliativistas existen quienes se niegan a ofrecerla, pues sus creencias religiosas les impiden pensar en el final de la vida como algo que esté en sus manos. Encontré que solo dos hospitales en Bogotá (El Méderi y el Instituto Nacional de Cancerología) cuentan con un área de servicios paliativos propiamente estructurada y que en el pensum de las facultades de medicina apenas ahora se está incorporando el manejo del dolor y de la muerte como un saber que cualquier médico debe tener.

Nuestra dificultad para mirar de frente la enfermedad y el fin de la vida comenzó a ser notable en todas las conversaciones que tenía, y la manera en que esto alimenta la crisis del sistema de salud me resultó evidente. Aterrados ante la evidencia de la fragilidad del cuerpo somos víctimas ideales para que un sistema perverso convierta nuestra salud en mercancía, pues antes que tomar acciones precisas sobre ella preferimos resignarnos a que alguien más lo haga así esto termine por matarnos.