PERFIL

Sebastián Ospina: el actor de telenovelas que se volvió trashumante

Protagonista de decenas de telenovelas y seriados de la televisión colombiana por 30 años. Este actor ha conquistado el continente con pocos billetes en el bolsillo, pero con ganas inmensas de vivir una existencia incierta e insegura.

16 de septiembre de 2017
| Foto: Sebastián Ospina (2017). foto Santiago Ramírez Baquero

Hace tres años, la muerte casi toca la puerta de la casa de Sebastián Ospina, el reconocido actor que se ha tomado la pantalla grande, la chica y también las tablas del teatro. Pensó que la muerte le daría miedo, pero no. Cuando supo que todavía no era hora de partir del mundo, la enfermera le dijo que fue un golpe de suerte porque “la cosa estaba jodida”. Ospina respondió con humor que era tiempo de que le sacaran una muela que lo tenía enloquecido desde hacía buen tiempo.

Se define a sí mismo como “trashumante”, concepto que le queda a la medida porque ha recorrido Colombia con nada más que las ganas, sin un peso en el bolsillo. Desde la Guajira hasta Leticia. “Viví en una época haciendo auto-stop, como desde los 15 años”, recuerda el artista.

A este protagonista de telenovelas y seriados en la televisión colombiana durante los últimos 30 años viene haciendo otra de las muchas locuras que se le pasan por la cabeza. Esta vez se trata de un taller de actuación enfocado para no actores. Ha viajado por el continente con su propuesta.

A uno de estos talleres se le sumó una alta ejecutiva de Ecopetrol a la que no quiso revelar su nombre. Recuerda su acento bumangués y el carácter fuerte de la señora. No salía a flote ninguna emoción al verla actuar. Así que le propuso unas líneas de La gata sobre el tejado de zinc caliente de Tennessee Williams. “La entrené toda una semana y cuando la fui a filmar salió una faceta desconocida, la vi tan sensual como Elizabeth Taylor”, recuerda Ospina.

Todavía le parece asombroso que alguien que se ha dedicado a la antítesis de la actuación haya conmovido a un actor que lleva décadas dándoles vida a personajes ficticios.

Siempre soñó que su vida estaría de viaje, que grabaría conversaciones en los cafés y los bares y luego llegaría a alguna habitación de un hotel cualquiera, de cualquier ciudad, a trascribir, a escribir historias a partir de esas palabras robadas, tomadas sin permiso.


Sebastián Ospina (2017). Foto Santiago Ramírez Baquero / SEMANA

Ahora el trashumante ya no viaja con compañía de teatro, sino solo. Monta obras de teatro por el continente y él es el único show. Un día agarró una casaca de Bolívar y tomó un vuelo a Miami, con pocos dólares en la billetera, con la intención de mostrar su versión teatrera de Blacaman, el bueno vendedor de milagros, aquel cuento corto de Gabriel García Márquez.

Anécdotas le sobran. Hace algunos años, en “algún pueblito de Boyacá”, presentó Un pobre gallo de pelea. En medio de la obra, alguien entró al auditorio y gritó a todo pulmón: ¡Comenzó la corrida! Y acto seguido, el auditorio quedó con más actores que público.

“Uno no puede vivir del teatro”.

Si a Ospina se le pregunta por Viki Ospina saca de su memoria la misma anécdota que revive la fotógrafa: Aquel viaje hacía Huila cambiando fotografías por comida, viajes y hospedaje; donde terminaron en una cárcel porque no tenían papeles y lo justificaban diciendo que “eran ciudadanos del mundo”.

Sebastián recuerda esa relación como intensa. “De ese viaje nació Lucas”.

La hoja de contactos que muestra Viki revela una secuencia de fotografías, muy a su estilo y denotando su amor por el cine, del Sebastián joven de los años setenta. El mismo peinado de ahora, pero con el cabello y el bigote oscuro; mirando hacia el espacio negativo de la izquierda de la foto y con camisa blanca.

Hoy viste con botas puntiagudas de color rojo que le llegan cuatro dedos debajo de la rodilla, camisa de pana con una mancha de comida y pelos de algún animal que estuvo consintiendo, gafas redondas y la barba, cejas y cabello de colores gris y blanco.

Ospina creció en la Cali de los cincuenta, donde la ficción llegaba en forma de comics, radionovelas y cine. Una época donde había una sala de proyección en cada barrio. “El cine mexicano era para los analfabetas, del cine americano salió el actor Sebastián Ospina”. Tenía 14 años cuando vio Zorba, el griego en el teatro Aristi. Ahí soñó con la escritura, pues Zorba fracasaba pero convertía en gloria su fracaso.

Camina por alguna calle de Chapinero y cada tanto aparecen transeúntes que lo reconocen para saludarlo, o para gritarle desde lejos: ¡No lo he vuelto a ver en la pantalla chica! A lo que Ospina responde:

-¡Esa pantalla es muy pequeña para mí! ¡Yo soy de cosas grandes!

Y se totea de la risa.

Estudió en Nueva York a finales de los setenta. Llevaba la forma de actuar que aprendió en el Teatro Libre. Fueron terribles los primeros días. Cada vez que salía a escena lo cortaban a los cuatro minutos. “¡Por ahí no es”! le decían. Frustrado, y con 32 años, por su cabeza rondaba la idea de que a esa edad una persona ya debe saber lo que quiere para el resto de su vida.

Fantaseó con la idea del suicidio.

Soñaba con subir cada uno de los escalones del Empire State, así se demorara una eternidad, como un momento de reflexión para sus últimos minutos de vida. Subiría a la terraza, extendería los brazos y saldría volando. Moriría de forma dramática y espectacular. Como si fuera a recrear el “suicidio más hermoso”, ese que protagonizó Evelyn McHale el 1 de mayo de 1947, cuando saltó del piso 86 del mismo edificio y cayó de forma sublime sobre una limusina estacionada, volviéndola añicos. Así como McHale, Ospina fantaseaba con ver su cuerpo moribundo con una sonrisa.

Pero era solo una fantasía. Estaba deprimido.

Su maestro, el poeta Charles Laughton, le dijo que tendría que actuar en una escena junto a un gringo en el Instituto de actuación en Nueva York.

Al Pacino estaba viéndolo actuar. Un lugar limpio y bien iluminado de Ernest Hemingway: un conflicto entre dos personas durante la Guerra Civil Española donde hay una viejo ebrio en el bar que es el último en salir siempre. El joven gringo lo trata de hijueputa, se le caen las copas, algo que no es parte de la escena. Pero Ospina resucita el momento y deciden continuar, bajo la mirada vigilante de Al Pacino, sentado en la última fila. Con la voz clara, el cuerpo metido en el personaje y la convicción de un papel que definiría muchas cosas cerró la escena diciendo: “Tienen responsabilidades porque ellos son depositarios de un lugar limpio y bien iluminado, en este lugar llegan a buscar consuelo y por eso deben buscar un lugar”. Luego hubo silencio y la escena murió.

Días después Ospina estaba haciendo ejercicio en algún pasillo del instituto y su maestro Charles se le acercó:

-¿Sabe qué dijo Al Pacino?- interrumpió Charles- dijo: usted es un actor.