CINE

Hombres al agua: fracasos y compañerismo

Esta melancólica comedia francesa sigue a un grupo de hombres maduros que coinciden en sentirse fracasados y en hacer parte de un equipo de nado sincronizado.

Manuel Kalmanovitz G.
8 de junio de 2019
La cinta reúne actores de peso como Mathieu Amalric y talentos que sorprenden como Philippe Katerine. Pero no impresiona por glamur, sino por patetismo.

Título original: Le grand bain

País: Francia

Año: 2018

Director: Gilles Lellouche

Guion: Ahmed Hamidi, Julien Lambroschini, Gilles Lellouche

Actores: Mathieu Amalric, Guillaume Canet, Benoît Poelvoorde, Jean-Hugues Anglade, Philippe Katerine

Duración: 122 min

Calificación: 2½ estrellas

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La sensación de crisis que se desprende del cine francés que llega al país es inescapable. Ahí está, en todos los tonos y registros: en comedias y dramas, en los ancianos que añoran la eutanasia, los jóvenes que abandonan sus familias para hacerse terroristas o en los ejercicios nostálgicos que recrean, con más añoranza que convicción, un país homogéneo que hace tiempo no existe.

Aunque es extraño encontrar –o buscar– un diagnóstico penetrante en una comedia, acá sucede al puro comienzo, en una voz en off que acompaña a un montaje rápido de imágenes, y que indica que el asunto es “solo una contradicción geométrica”. El choque, señala, se da entre la redondez (del mundo, de unos lentes, de las células) y lo cuadrado (de la educación y la moral, de los edificios modernistas) que da como resultado unas vidas desencajadas, en las que es imposible hacer coincidir lo que sucede con las expectativas.

A partir de ahí, Hombres al agua ilustra claramente su premisa –¿otro síntoma de esa cuadradez?–, siguiendo a media docena de señores ni muy jóvenes ni muy viejos, en la edad de la calvicie incipiente y las barrigas irreductibles, que arman un equipo de nado sincronizado masculino en una piscina comunal.

Los principales personajes son Bertrand (Mathieu Amalric), un tipo que lleva dos años desempleado y que sufre de depresión; Laurent (Guillaume Canet), que gerencia una metalúrgica y está abrumado por la neurosis; Marcus (Benoît Poelvoorde), dueño de una fábrica de piscinas a punto de quebrar; Simon (Jean-Hugues Anglade), un músico perseverante pero nada exitoso, y Thierry (el cantante Philippe Katerine), que hace el mantenimiento de las piscinas comunales.

Si bien el elenco incluye un quién es quién de actores de cierta generación, no hay ni un gramo de glamur entre todos. Y, además, se subraya con insistencia el patetismo general, el caleidoscopio de fracasos que coinciden torpemente en una piscina, la sinsalida que se aliviana con un poco de compañerismo, y con sesiones de lamentos en los que uno se queja y los demás asienten.

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A partir de ahí, y más desesperanzadamente, se puede notar cómo todos están sumergidos en un sistema que se ha refinado para hacer inimaginables las reivindicaciones sociales, y que funciona inculcándoles a todos unos sueños de éxito que son, además de irrealizables, nocivos individual y planetariamente.

El pesimismo es palpable, aunque se ve aliviado momentáneamente por el carácter colectivo de la catástrofe. También por la solidaridad que viene de estos sujetos, asintiendo con su cabeza a las historias de fracaso; estas coinciden en la distancia insuperable que todos estos sujetos experimentaron entre lo que hay y lo que les hicieron esperar, entre sus vidas y los sueños que les vendieron.

Pero en el último tercio toda esta depresión se evapora. Los fracasados se inscriben en un campeonato mundial y, como subrayando el hecho de que la competitividad entró incluso en los sueños más íntimos, logran un respiro no encontrando una alternativa al sistema, sino jugando bajo esas reglas cuadriculadas que tanto se criticaron durante el resto de la película.

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