LIBROS
'La civilización en la mirada', un giro a la historia del arte
En su libro, la historiadora clásica y periodista británica Mary Beard ofrece una nueva perspectiva en este campo: el punto de vista de los espectadores.
La civilización en la mirada
Mary Beard
Crítica, 2019
256 páginas
En 1969, Kenneth Clark dirigió la serie televisiva Civilización, muy célebre en su momento, pero 50 años después deja ver sus limitaciones: una visión eurocentrista (y eso: España no era mencionada), con un tufillo de superioridad moral sobre otras culturas “bárbaras” y, además, no aparecían mujeres. La serie, sin embargo, marcó en su adolescencia a la historiadora clásica Mary Beard e inspiró su réplica televisiva Civilizations. How Do We Look?/The Eye of Faith, que luego se convirtió en el libro que nos ocupa: La civilización en la mirada.
En la nueva versión de Beard no existe “una única historia” y el enfoque no está en los artistas, sino en los espectadores, en lo que ellos leen e interpretan. Y desde luego, las mujeres aparecen “en su justa medida”, como Christiana Herringham, la inglesa que, lidiando con abejas y murciélagos –y con “sus propios prejuicios”–, redescubrió las pinturas de Ajanta; como la hija de Butades, en la antigua Corinto, quien con una lámpara y un lápiz dibujó la silueta de su amante: el primer retrato de la historia en 3D.
La primera parte del libro enfatiza “el arte del cuerpo” y se centra en algunas representaciones de hombres y mujeres –se pregunta para qué servían y cómo se contemplaban–, las cuales incluyen las colosales imágenes de Ramsés II, los guerreros de terracota enterrados con el emperador de China, una gigantesca cabeza olmeca en piedra y la revolución artística de Grecia hacia el siglo V a. e. c., porque, según Beard, “nuestra forma de hablar de arte es una continuación de las conversaciones del mundo clásico”.
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La cerámica griega, tan bellamente pintada, era para Beard la cúspide del arte, hasta que descubrió que no había tal. Se fabricaba industrialmente como vajilla doméstica de uso corriente y no tenía un fin estético, sino propagandístico. Una jarra de agua, por ejemplo, dibujaba a “la perfecta ateniense”: sentada con una esclava que le entrega a su hijo, y a sus pies, un cesto de lana. El rol ideal de la esposa ateniense consistía en tener hijos y fabricar lana. Y un recipiente para enfriar vino, cubierto de sátiros completamente borrachos, no tenía otro fin que advertir a los hombres de los peligros del exceso de alcohol, o eso que se escribe ahora en las botellas: “El exceso de alcohol es perjudicial para la salud”.
Hicimos una lectura idealizada del mundo griego, probablemente construida por el historiador Joachim Winckelmann en el siglo XVIII, para quien el Apolo del Belvedere –en versión romana– constituía el culmen del arte. Y no sabemos nada del contexto real, del furor y la polémica que suscitó la Afrodita desnuda de Praxíteles: “Cualquiera que sea la respuesta, Praxíteles estableció esa tensa relación entre una estatua femenina y un supuesto espectador masculino que ya nunca se ha desvinculado de la historia del arte europeo, una relación de la que eran muy conscientes algunos antiguos espectadores griegos, puesto que este aspecto de la escultura constituía el tema central de un relato memorable sobre un hombre que trataba a la diosa de mármol como si fuera una mujer de carne y hueso” .
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Ya no es posible volver al ‘original’, hacemos lecturas deformadas por sucesivas capas de interpretación que se fueron acumulando a lo largo de los años. El logo de la Unesco es el Partenón y, aunque no entendamos exactamente su significado, lo vemos como una herencia común. Pero eso es la civilización, “un acto de fe” en un pasado incomprendido.
La segunda parte del libro se refiere a las imágenes de Dios y de dioses –abarca un periodo de tiempo mayor– y da cuenta de la manera en la que las religiones antiguas y modernas se han enfrentado “a problemas irreconciliables en su intento de representar lo divino”. Una historia fascinante que incluye las cuevas budistas de Ajanta, en India; las pinturas religiosas para la Scuola di San Rocco; la iglesia de San Vital de Rávena, la Virgen de la Macarena; las mezquitas de Sancaklar y Azul, en Estambul; la guerra entre los iconoclastas y los “amantes de las imágenes” en el Bizancio del siglo VII, en la Inglaterra de Cromwell y en el mundo islámico en expansión del siglo XII; la Biblia judía de Kennicott.