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Soy mórbidamente obeso y vi ‘The Whale’: estas impresiones me dejó la película de Darren Aronofsky
El vestido prostético no convence y la música suma melodrama a secuencias que no lo necesitan, pero la película cuenta con actuaciones poderosas y pone sobre la mesa muchas de las situaciones física y mentalmente crueles que enfrentan las personas que viven la forma más grave de sobrepeso.
“Usted padece de obesidad mórbida”, le dicen a uno. Así le explican científicamente aquello de lo que sufre por su propia culpa, porque se lo buscó, como si necesitara que en esa condición los adjetivos también fueran cuchillos. Y lo son. “Su existencia es mórbida. Usted es enfermizo hasta que decida la contrario”, expresan con sus observaciones y sus preguntas, porque quieren lo mejor para uno. Uno también quiere lo mejor para uno y, aún así, a veces se lastima.
Haciendo memoria, la mayoría de veces que me han dicho que soy mórbidamente obeso, desde palabras o miradas, les he dado la razón. Les he dado la razón en lo indiscutible, porque el índice de masa corporal no miente y mi barriga exponencial y mi papada cuentan el cuento, pero también los he secundado en su tono de reproche. Me he azotado. “Tengo la culpa. Me he hecho esto”, me recalco. Y le pido perdón a esta sociedad por tener que lidiar con mi sobrepeso, con el espectáculo grotesco que le significo. Es evidente, el mundo allá afuera me trata como menos, pero sé también que nadie me trata peor que yo. Y en ese círculo navego. Sin aceptación, lo saludable es un concepto relativo.
Hay algunos, muchos, obesos y obesas allá afuera, que viven con la frente en alto, que abrazan sus pliegues de piel, que se quieren como son la mayor parte del tiempo. Los admiro profundamente y aspiro a ser como ustedes más pronto que tarde. A veces lo soy, a veces me abrazo, pero muchas veces, como el protagonista de esta comentada y polémica producción, sigo pidiendo perdón.
De eso trata, en gran parte, The Whale, una película sobre la obesidad extrema, que explora lo que llevó a su personaje principal, Charlie, a ese estado y se enfoca en cómo su situación impacta a las pocas personas a las que les abre espacio. Su existencia es una de reclusión extrema, trabajo virtual con cámara apagada, gastos mínimos (comida, renta, internet) y un exagerado ahorro programático para una causa que revela la trama y no spoilearemos. Ese dinero podía haberlo “gastado en su salud”, pero Charlie prefiere destinarlo a algo más relevante, sostenible, honorable.
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“No voy al doctor”, dice el personaje. No me sorprende. Uno se acuerda de los pocos doctores que lo tratan sin desdén.
Esta es una historia y una contrarreloj sobre un sector de la población que no suele protagonizar mayor cosa y cuando aparecía en pantalla generalmente lo hacía como parte de un chiste. No es el caso aquí. Pocas películas hay tan desprovistas de humor como esta. El obeso no da risa, al contrario, es el centro del drama humano, da pesar, da asco, da tristeza. Por esa mirada se la ha tildado de gordofóbica. No creo que lo sea. No es fácil de ver, pero es importante porque pone estos temas sobre la mesa. Y hasta ahora eso no había sucedido. Que ese obeso sea un ser pensante, doliente, no solo una caricatura.
Es efectista, quizá lo es. La primera escena en la que vemos a Charlie, en la sala en la que pasa la mayor parte de su tiempo acompañado de cajas de comida italiana, el personaje se masturba viendo un video de pornografía homosexual. Desde esa primera toma, la película se presenta frentera en su relato lastimero de origen teatral, sobrecargada intencionalmente en su exposición. A la vez, es curiosamente empática y liberadora en esos tonos inesperados de representación. Porque la gente obesa tiene todo el derecho a masturbarse. Y lo hace. Y no importa cómo le parezca al resto.
Como el resto, la gente obesa tiene derecho a inspirar historias, felices o tristes, alegres o desoladoras, a salir en pantalla en toda su gloria y su miseria. Tiene derecho a ser diseccionada desde sus frustraciones, sus impulsos y sus deseos. Y su historia no tiene que ser una de redención, puede reflejar, poner a pensar, puede asquear y entristecer sin tener que enseñar. Esta es una película sobre la obesidad, el dolor y el duelo. Ojalá vengan otras que aborden esta vida desde otros ángulos.
Detrás de esta adaptación teatral está Darren Aronofsky, el director que a comienzos de siglo, con Réquiem por un sueño, tatuó en el inconsciente colectivo el retrato de la adicción a la heroína y a las pastillas. En ese entonces se sirvió de una banda sonora brutal de Clint Mansell alimentada por las cuerdas del Kronos Quartet para revolver entrañas (y lo hace hasta estos días). Décadas y muchas películas después (Black Swan, Mother!, entre otras) Aronofsky utiliza en The Whale la música de Rob Simonsen. Es durísima y enmarca el tono pero confieso que, para mí, el director peca en usarla en dos o tres escenas que no necesitan reforzar un drama ya brutalmente retratado por la imagen. Y la usa para esos efectos. Le gusta meter el dedo en la llaga.
No es perfecta pero la película es importante. No se le puede reducir a un solo adjetivo calificativo por un uso cuestionable de la banda sonora, por el disfraz que usa el actor principal o porque es cruel retratando una situación cruel. Baila en una franja compleja, de mostrar lo humanamente desagradable que es este hombre mientras rescata una humanidad que ni él mismo se puede negar.
Brendan Fraser es un tipo fornido que libró en carne propia luchas ansiosas contra Hollywood, que sufrió acosos y que, cuando subió de peso, salió por años del radar de los productores. En esta película regresa con especial fuerza. Con el traje que usa suma unos 150 kilos de peso a su existencia y a su performance físico, pero los carga y los habita y así deja un personaje memorable, quebrado, inteligente, sensible, suicida.
Confieso que no me parece bien logrado el prostético, el movimiento de los pliegues de piel me impactó como muerto, pero quizá esa era la intención. Eso sí, cumple con su cometido de retratar la masa interminable y pesada que brota del trauma, el cuerpo que se llevó hasta el límite del no tener revés.
Quizá lo más interesante y destacable, desde mi perspectiva, es cómo The Whale retrata la crueldad con la que lidia la gente obesa. La propia, porque Charlie sabe que es despiadado con sí mismo, pero también la que recibe del mundo y de sus seres cercanos. Es esa la que lo mantiene lejos de los doctores, la que le hace impensable mostrarle la cara al tipo que le lleva pizza todas las noches, la que lo lleva a apagar su cámara en reuniones virtuales. Es el tono en el que se le habla. Es la manera en la que se lo ve, a él y a toda la gente con sobrepeso.
Por eso, son pocas las personas que Charlie se permite ver: su enfermera y amiga personal Liz (Hong Chau), que está pendiente de él, que entiende su vacío pero también lo resiente; un joven religioso, Thomas (Ty Simpkins), que por mera fortuna termina en su puerta y pretende salvarlo de sí mismo; su hija Ellie (Sadie Sink), que no ve hace casi una década, y su ex mujer Mary (Samantha Morton), quienes lo recriminan por haberlas abandonado, cada una de manera distinta. Para ellas, esa rabia no viene por cuenta del peso y la dejadez, nace de todo lo que sucedió para llevarlos a ese punto de familia quebrada. Como la de Fraser, todas las actuaciones son impresionantes.
No es fácil decirlo pero también es virtud de la película no ignorar que muchos obesos somos gordofóbicos, que muchas veces traicionamos nuestro amor propio como mecanismo de defensa. Nos atacamos para congeniarnos con el mundo en muestra de un conformismo que se debe revisar y exorcizar. Hablar de esto importa. Una de las líneas argumentales de la película se relaciona con lo que enseña Charlie, un profesor de escritura que cuando manda todo al carajo, le pide a sus alumnos solo una cosa: poner algo en el papel que sea muestra de honestidad.
Esta película no le escapa a sus dolores, existe en ellos. En The Whale se recrimina el obeso y le recrimina el mundo. El peso se apila encima del peso, encima de otro más. Charlie siente el final cerca y quiere irse con una satisfacción, al menos, quiere despedirse con algo de altura. Y en medio de la desolación y la belleza de esa búsqueda, se desglosa su trauma. Y se puede llorar con él. No solo tenerle pesar o asco.
Charlie se aceptó desde la muerte, a la cual se libra. Muchos más podemos hacerlo desde la vida. Y hace bien comenzar a manifestarlo: aceptarnos es casi subversivo.