A Ígor Stravinski (1882-1971) las cosas le ocurrían, de un minuto a otro. Luego se encargaba de demostrar que suerte y talento iban de la mano.

Jamás fue al conservatorio porque empezando por Fedor, su padre, un famoso cantante, nadie creía que fuera talentoso. Estudió piano desde los 9 años porque eso formaba parte de los convencionalismos de su tiempo, y hasta la adolescencia andaba más pendiente del teatro y de la pintura. De su interés real por la música se encargó madame Khacherova, una autoritaria profesora que logró progresos tan notables como para que decidiera estudiar armonía y contrapunto.

Tocó piano desde los 9 años, algo que era una mera formalidad de la época. Luego haría historia.

En 1901, Fedor lo matriculó en la Facultad de Derecho, donde permaneció cuatro años. Allí alternaba sus estudios con intentos de composición y se hizo espectador de la vida musical de su ciudad. Empezó a familiarizarse con la vanguardia, especialmente francesa, y se hizo discípulo de la figura más prominente de la época: Nikolai Rimsky-Korsakov, quien le recomendó seguir con las clases de armonía y contrapunto y evitar el conservatorio. Más que técnica, de él aprendió la orquestación.

Inconforme, Stravinski fundó con sus amigos las ‘Veladas de música contemporánea’, que ofrecían lo mejor de la vanguardia y sus propias composiciones.

La noche del 6 de febrero de 1809, en el público estaba un lejano pariente. Sergei Diaghilev, árbitro de la vida cultural de San Petersburgo, poseía un infalible instinto para detectar el talento excepcional. Había creado la compañía Los Ballets Rusos, que encandilaba a Europa, empezando por París; y este le encargó orquestar dos obras de Chopin para Las sílfides, un ballet que presentó en París.

El Pájaro de fuego

Animado por el éxito, decidió para el año siguiente un nuevo ballet sobre el cuento de El pájaro de fuego. Diaghilev le encargó en principio la música a Anatol Liadov, que era muy lento, y dado que el coreógrafo Mikhail Fokine apremiaba, se acordó de su pariente de 27 años. Le hizo la propuesta a Stravinski y este aceptó.

Empezó a escribir con asombrosa velocidad y entró al Estado mayor de Los Ballets Rusos: era el indicado. Su música poseía la audacia y originalidad que se esperaba en París. Como Diaghilev, estaba interesado por la pintura, escultura, literatura, arquitectura; su instinto era infalible, despreciaba los dogmas y creía en la conjunción de las artes.

El 25 de junio de 1910, en la Ópera de París, Diaghilev sabía lo que iba a ocurrir; a un lado del escenario le dijo a Fokine: “Obsérvalo bien: es un hombre en la víspera de la gloria”. Así fue. Al día siguiente Stravinski, un desconocido en Rusia, despertó convertido en una celebridad.

¿Qué tenía su música? Primero, sonaba novedosa y arriesgada, con un sonido deslumbrante que se acentuaba con los ritmos. Era inconfundiblemente rusa, pero imposible de encasillar: aunque estaban presentes algunas facetas del estilo de los músicos nacionalistas, eludía el recurso de los orientalismos, pero no su rusticidad; recordaba los ballets de Tchaikovski, pero era más libre; estaba el exotismo del estilo de Rimky. En materia de orquestación todo llevaba su sello personal, también audacias técnicas en el uso del cromatismo y el diatonismo. Era lo suficientemente audaz para seducir sin un escándalo.

Petroushka

Nuevo encargo, para la temporada siguiente. Respaldado por el establecimiento musical francés –Debussy, Ravel, Falla– y más seguro de sí mismo, Stravinski convirtió en ballet una pieza que estaba escribiendo para piano y orquesta, que había concebido a partir de la idea de un muñeco que “por sus cascadas de arpegios diabólicos, exaspera la paciencia de la orquesta, la cual, a su vez, le replica con fanfarrias amenazadoras”. En Suiza, a orillas del lago Leman, cavilando sobre un posible nombre para el protagonista, cayó en cuenta: “Salté de alegría. ¡Petroushka! El eterno y desdichado héroe de todas las ferias”. Diaghilev lo apoyó: Petroushka era la alternativa eslava a la Commedia dell’Arte de los italianos. Fokine se encargaría de la coreografía; Alexandre Benois, de los decorados, y, como protagonista, el primer bailarín del mundo: Vaslav Nijinski.

Asombra que Stravinski no se haya permitido el lujo de repetirse. Porque si bien es cierto, la música de El pájaro de fuego había exhibido una asombrosa vitalidad como para entrar al repertorio sinfónico de concierto, prefirió dar un giro asombroso: si la música de “El pájaro” estaba determinada por la linealidad argumental del ballet romántico del siglo XIX, Petroushka niega esa linealidad, no es continua; es un collage construido a partir de piezas que entre sí contrastan, sin el menor temor, pero que en conjunto logran la unidad. La recurrente metáfora del caleidoscopio es una de las claves para entenderla, los cambios entre las partes actúan como sacudidas, y el mensaje era obvio: la partitura rompía con el pasado. No hay un solo gesto que permita conectarla con el romanticismo, ahora se da paso al expresionismo, el cromatismo desaparece, tonalidades se oponen libremente y al unísono, el ritmo cobra más relieve y conserva aún nexos con la armonía y la melodía.

En esencia: Petroushka marcó el adiós definitivo de prácticamente un siglo de romanticismo. Pasa por alto los ideales de los clásicos y hasta desencadena una alarma: la necesidad de ir con los tiempos y que la música no instrumentalice los afectos.

Desde luego la recepción fue triunfal.

La consagración de la primavera

Algo había en el aire musical porque en el lapso de tres años, Debussy entrega una de sus composiciones más audaces: Jeux, Schöenberg hace lo propio con Pierrot Lunaire y Stravinski estremece los cimientos de la tradición con el manifiesto de La consagración de la primavera, un estreno tan significativo que ocurre ad portas del inicio de la Primera Guerra, al año siguiente.

La idea de un ballet sin argumento, inspirado en el antiguo rito pagano de la llegada de la primavera, se le ocurrió a Stravinski cuando trabaja en su primer ballet: “Mi nuevo ballet no tiene intriga, son imágenes de la Rusia Pagana”.

Diaghilev le encargó la coreografía a Nijinsky, que ya había escandalizado al mundo con La siesta del fauno.

Aunque años más tarde Stravinski culpó de lo ocurrido a Nijinsky, lo cierto es que las cosas marcharon parejas. Si Nijinsky negó con su coreografía toda la tradición de la danza haciendo de lado los conceptos de la belleza del movimiento, con sus bailarines de piernas torcidas hacia adentro, Stravinski no se quedó atrás con una música resueltamente salvaje, ritmos desenfrenados, la ausencia de temas musicales en el sentido tradicional de la palabra, pero, a su vez, dotada de una fuerza como no se había oído jamás.

El 29 de mayo de 1913, el estreno en el Châtelet de París se convirtió en el mayor escándalo musical de la historia. Los gritos del público no permitían que la música subiera del foso al escenario. Nijinsky, trepado en un banco, marcaba el ritmo a los gritos; Stravinski miraba la gresca estupefacto mientras Diaghilev observaba encantado, porque sabía que un escándalo actuaba a favor de su empresa.

Lo que siguió es historia. No mucho después, la música triunfó en la sala de conciertos. Stravinski, tras unas obras de transición, nuevamente dio un giro a su música; se convirtió en un camaleón de la composición, en ese sentido apenas comparable a Pablo Picasso. Pasó por una etapa de neoclasicismo y después, cuando consideró que era el momento, se embarcó en la aventura serialista.

Como el compositor vivo más importante del mundo, recorrió el planeta, en abril de 1936 hasta dirigió la desaparecida Sinfónica de Colombia en el Teatro Colón. El 6 de abril de 1971 murió en Nueva York. Hace 50 años.