Libro
“Un bosque dormido”: relatos sobre lo que florece y lo que se marchita
El segundo libro de Luciano Peláez, una colección de cuentos enmarcados en la hostil Medellín de los años 90, indaga en el entrecruzamiento de la infancia y la adultez. Compartimos una reseña breve y un adelanto.
Este libro del escritor y periodista antioqueño va más allá de los tópicos de la época: sus ocho textos sobrevuelan el ámbito de la clase media y rinden tributo al descubrimiento de un mundo infantil, con todo y las circunstancias del ambiente. Sus relatos también representan una atmósfera plagada de expectativas sociales en donde una moto, no pasar a la universidad o visitar el estadio por primera vez se parecían al destino.
Por momentos en clave de humor, a veces con tono crudo, el cuento que da título al libro nombra la realidad desde lo vegetal. Pelusa, el protagonista, es testigo de lo que florece, que también es lo que se marchita.
Aquí un adelanto del libro, publicado por Atarraya Editores (Medellín, 2020), e ilustrado por Johan Salazar.
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Un bosque dormido
Mi barrio es un barrio sin mucha historia ni tradición, en cambio, mi familia sí tiene historia y tradición. Historia porque son varios los viejos y los muertos en el árbol genealógico, y porque los álbumes de fotos están descoloridos. Y tradición porque, sumando paternos y maternos, tengo más de diez apellidos. Todo, absolutamente todo lo que rodea al barrio es parecido a los otros barrios de la ciudad: una tienda, en este caso la de don Jorge; un parque, en este caso el parquecito de atrás; gente, en este caso los vecinos. Pero el paisaje no siempre es plano, hace poco noto un par de zapatos engarzado a su suerte en una línea de electricidad. A pesar del árbol de viejos y de las fotos y las historias, en mi casa no hay biblioteca. Hay un atril a la entrada con la biblia abierta siempre en la misma página. Mi madre habla en voz baja, como consigo misma, y a veces no sé si repite una oración o si canta o si llora. La iglesia del barrio intenta ser moderna, con lo cual quiero decir que es fea. Y el padre es nervioso al hablar. Dicen que es rico y que se hace cirugías plásticas. Papá y mamá tienen un vivero: ella hace jardines y él lleva las cuentas. Paso mucho tiempo entre matas y acostumbro hacer mis reflexiones bajo el almendro.
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Me recogen a la salida del colegio en una camioneta llena de bultos y sin posibilidad de chistar me mandan para el platón. Llegamos a casa, almorzamos y salimos para el vivero. Es la rutina de casi todos los días. Los pasillos son inmensos, en galería, y hay cantidades de matas a los costados. Para mí es algo así como una selva. Al fondo queda un patio con un estanque y unos peces anaranjados. En ese patio trasero están las plantas gigantes: yucas, palmas, helechos, cuernos.
Los trabajadores se llaman Byron y Honorio, y viven por donde René, el portero, el mejor portero del mundo. No es raro ver un montón de gente en una estación de gasolina alrededor de un carro: son los fanáticos en busca de un autógrafo y, en un instante, pasa volando un Mazda dorado y la melena apenas se alcanza a ver. Desde hace rato el disfraz más popular de Halloween es ese, con melena, lunar y todo lo demás. Hombres arañas y supermanes y piratas están en un segundo escalón. Byron y Honorio a veces juegan fútbol con René, y a veces también conmigo.
Como anticipo del regalo de la primera comunión, papá me regala un par de tortugas. Entonces las llevo al vivero y las suelto en el patio con cuidado. Las espero toda la tarde, cavo un hoyo, remuevo la tierra y no aparecen. Se entierran.
En el colegio no pasa mayor cosa, aun así no hay que bajar la guardia. El colegio siempre es un terreno de cuidado. Hago mucha fuerza cuando me recogen en la camioneta con bultos y matas, aunque nadie diga nada. Creo que es un sufrimiento innecesario. También hago mucha fuerza con un primo que es mayor que yo, pero primo cercanísimo al fin y al cabo. Fuerza porque es mayor y medio rico. Vamos a distintos colegios, pero vivimos muy cerca, realmente muy cerca. Por eso pasamos vacaciones juntos. Cuando el primo no está conmigo está con Zapata, su vecino de la casa contigua, que tiene de todo. A veces los invito a la finca. Allí mis papás cultivan lo del vivero, tienen semilleros, y el negocio es redondo por eso. No trabajan Byron ni Honorio, pero sí un señor muy viejo que es testigo de Jehová.
Es un día de semana o, mejor dicho: día de ciudad. Rápido, muy rápido, se va mamá a hacer un jardín. Sale pitada. Yo me quedo esa vez en casa, y después me asomo al parque a ver si el primo anda por ahí; casi siempre está, y cuando no, va con Zapata por la tienda de don Jorge. Jugamos fútbol, tocamos timbres, vamos a misa a estallarnos de la risa con la voz llorona del padre. Las quejas llegan a casa pero a papá parecen no preocuparle. Él lleva las cuentas del vivero. En una libreta.
Se vende mucho una planta llamada miami. A las señoras les encanta, especialmente a las más ricas. También les gustan los crotos para la finca, o lo que se pueda sembrar cerquita a la piscina. En todo caso el vivero vende por montones: bromelias, limón variegado (en realidad no sé qué es variegado), naranjos, de todo se cultiva y de todo se vende. Papá le saca algún provecho extra a la finca: tiene vacas de leche, cosecha mangos y papayas. Con las guanábanas es más complicado, tienen un gusano que no las deja pelechar. También hay un sembrado de maíz, pero los loros llegan por la tarde y acaban con todo. El espantapájaros que hicimos les encanta para la siesta; llegan en bandada, hacen una parada técnica, devoran las mazorcas y luego descansan en el espantapájaros.
–No les falta sino hacer carrizo –dice papá cada vez que nos acordamos. Luego nos reímos mucho como un par de bobos, y él suelta una carcajada y parece olvidar todo el esfuerzo y dinero perdido con el bendito maíz.
De la finca y del vivero van y vienen todos los asuntos familiares. Yo supongo que el primo y Zapata viven mejor, pero mamá me insiste en que no, que una familia como la de nosotros no se compara con nada. Yo digo bueno, sacudo los hombros y no le doy importancia al tema.
Papá y yo gozamos no sólo con la historia del espantapájaros, lo hacemos también, y sin medida, con el chino del edificio. Vive en el piso de encima y cuando nos cruzamos con él en el ascensor nos miramos y casi se nos salen los ojos de contener la risa. No somos capaces de calcular la edad del chino. Es un chino muy, muy flaco.