El espejo de nuestras penas (Los hijos del desastre 3)
El espejo de nuestras penas (Los hijos del desastre 3) | Foto: Salamandra

Lectura

Un fragmento de “El espejo de nuestras penas” de Pierre Lemaitre

Compartimos el primer capítulo de la última entrega de la trilogía “Los hijos del desastre” que el autor francés dedica al periodo de entreguerras. En París en 1940, mientras los nazis avanzan y las tropas francesas están en desbandada, conocemos a Louise...

Pierre Lemaitre
15 de abril de 2021

1.

Quienes creían que la guerra empezaría pronto se habían cansado de esperar hacía tiempo, y el señor Jules, antes que nadie. Más de seis meses después del reclutamiento general, el dueño de La Petite Bohème, descorazonado, había dejado de creerlo. Durante el servicio, Louise incluso lo había oído afirmar que, en realidad, «nadie había creído en esa guerra». Según él, aquel conflicto no era más que una inmensa transacción diplomática a escala europea, con unos discursos patrióticos espectaculares y anuncios grandilocuentes, una partida de ajedrez gigantesca en la que el reclutamiento general sólo había sido un aspaviento más. Sí, habían provocado unos cuantos muertos aquí y allá —«¡más de los que dicen, seguro!»—, como en la revuelta en el Sarre, en septiembre, que les había costado la vida a doscientos o trescientos hombres, pero, vaya, «¡eso no es una guerra!», exclamaba asomando la cabeza por la puerta de la cocina. Las máscaras de gas que habían recibido en otoño, olvidadas ya en un rincón del mostrador, se habían convertido en motivo de burla en las viñetas humorísticas. La gente bajaba a los refugios con resignación, como si cumpliera un ritual bastante inútil, ante las alertas sin aviones, en una guerra sin combates que se hacía eterna. Lo único tangible era el enemigo, el de siempre, el mismo al que se quería destripar por tercera vez en medio siglo, aunque éste tampoco parecía dispuesto a lanzarse de cabeza a la batalla. De hecho, en primavera, el Estado Mayor había permitido a los soldados del frente... (y aquí, el señor Jules se cambiaba el trapo de mano y apuntaba al cielo con el índice para recalcar lo disparatado de la situación) ¡cultivar huertos! «Maldita sea...», suspiraba.

Así que el inicio de las hostilidades, aunque se produjera en el norte de Europa, demasiado lejos para su gusto, le devolvió la confianza. «Con la tunda que le están dando los Aliados a Hitler en la zona de Narvik, esto no va a durar mucho», aseguraba a quien quisiera escucharlo. Y como, en su opinión, aquello era asunto concluido, pudo volver a concentrarse en sus motivos de descontento favoritos: la inflación, la censura de los periódicos, los días sin aperitivo, el escondite de los exentos especiales, el autoritarismo de los jefes de manzana (y sobre todo del carcamal de Froberville), los horarios del toque de queda, el precio del carbón... Nada le parecía bien, salvo la estrategia del general Gamelin, que consideraba imparable.

—Si vienen, será por Bélgica, eso ya se sabe. ¡Y ya os digo yo que allí los están esperando!

Louise, que llevaba unos platos de puerros a la vinagreta y de pies de cerdo, se percató de la mueca dubitativa de un parroquia- no, que murmuró:

—Eso de que se sabe...

—¡Hombre, a ver! —ladró el señor Jules, acercándose de nuevo a la barra—. ¿Por dónde van a venir, si no? —Y con una mano hizo una barrera con las hueveras individuales en las que servían los huevos duros—. Aquí están las Ardenas. ¡Infranqueables!

—Con el trapo húmedo, trazó un arco grande—. Aquí, la línea Maginot. ¡Infranqueable! Así que ¿por dónde quieres que vengan? ¡No queda más que Bélgica! —Acabada su demostración, se replegó una vez más hacia la cocina, refunfuñando—: ¡Para saber eso no hace falta ser general, joder!

Louise no oyó el resto de la conversación, porque lo que la tenía preocupada no eran los aspavientos estratégicos del señor Jules, sino el doctor.

Lo llamaban así, «el doctor», desde hacía veinte años, el tiempo que llevaba sentándose cada sábado a la misma mesa, cerca del ventanal. Nunca había intercambiado con Louise más que unas palabras, siempre muy educadas, buenos días, buenas tardes. Llegaba hacia las doce del mediodía y se sentaba allí con su periódico. Aunque sólo pedía el postre del día, Louise se empeñaba en tomar nota de su pedido, que él le confirmaba con una voz suave y tranquila, «el pastel de cerezas, sí, perfecto».

Leía las noticias, miraba a la calle, comía, se terminaba la jarra de agua y, hacia las dos, en el momento en que Louise hacía caja, se levantaba, doblaba el Paris-Soir, lo colocaba en una esquina de la mesa, dejaba la propina en el platillo, se despedía y salía del restaurante. El doctor nunca había variado aquel pequeño ritual, ni siquiera en septiembre, cuando el café-restaurante se convirtió en un caos tras el reclutamiento general (ese día, el señor Jules se había mostrado tan en forma que daban ganas de confiarle la dirección del Estado Mayor).

Y de repente, cuatro semanas atrás, cuando Louise le llevó la crema quemada con anís, el doctor le sonrió, se inclinó hacia ella y le hizo aquella petición.

Si se hubiera tratado de una proposición deshonesta, Louise habría dejado el plato en la mesa, hubiera abofeteado al doctor y habría seguido trabajando tan tranquila, y el señor Jules habría perdido a su cliente más antiguo. Pero no fue eso. Le pidió algo sexual, sí, desde luego, pero fue... Cómo explicarlo...

—Me gustaría verla desnuda —había dicho él con calma—. Sólo una vez. Únicamente para mirarla, nada más.

Louise, que se había quedado sin respiración, no supo qué responder. Se puso roja como si hubiera hecho algo malo y abrió la boca para decir algo, pero no fue capaz de pronunciar una sola palabra. El doctor ya había vuelto a enfrascarse en el periódico, y Louise se preguntó si lo había soñado.

Durante el resto del servicio no hizo más que pensar en aquella propuesta extraña, pasando de la perplejidad a la indignación, pero sintiendo que, de algún modo, ya era un poco tarde, que debería haberse plantado inmediatamente ante la mesa y, con los brazos en jarras y alzando la voz, haberlo puesto en evidencia ante los clientes. La furia crecía en su interior, y el plato que se le escapó de las manos y se hizo añicos en el embaldosado fue el detonante. Entró en la sala como una exhalación.

El doctor se había ido.

Su periódico estaba doblado en el borde de la mesa.

Louise lo cogió con rabia y lo tiró a la basura.

—Pero bueno, Louise, ¿qué mosca te ha picado? —le preguntó el señor Jules, que consideraba el Paris-Soir del doctor y los paraguas olvidados como botín de guerra.

Luego recuperó el diario y lo alisó con la palma de la mano, mirando a su empleada con perplejidad.

Louise era una adolescente cuando había empezado a atender mesas los sábados en el café La Petite Bohème, cuyo propietario y cocinero era el señor Jules. Su jefe era un hombre grueso y de movimientos lentos, con la nariz grande, una jungla de pelos en las orejas, la barbilla un poco retraída y un bigote entrecano estilo morsa. Llevaba a todas horas unas zapatillas de paño de edad indefinida, y nadie podía jactarse de haberle visto nunca la cabeza desnuda, pues la llevaba permanentemente cubierta con una boina negra y redonda. Cocinaba para una treintena de clientes. «¡Cocina parisina!», decía alzando el índice, porque eso quería dejarlo claro. Y menú único, «como en casa; si quieren elegir, no tienen más que cruzar la calle». Su actividad estaba rodeada de cierto misterio. Nadie comprendía cómo era posible que aquel hombre pesado y lento, que parecía estar detrás de la barra constantemente, consiguiera hacer tantas comidas de tal calidad. El restaurante siempre se llenaba. El señor Jules habría podido abrir por las noches y los domingos, e incluso ampliar el negocio, pero siempre se había negado: «Cuando abres la puerta demasiado, nunca sabes quién puede entrar —decía, para añadir acto seguido—: Sé de lo que hablo», frase enigmática que quedaba suspendida en el aire como una profecía.

Había sido él quien, en su día, el mismo año en que su mujer, de la que ya nadie se acordaba, se había fugado con el hijo del carbonero de la rue Marcadet, le había pedido a Louise que lo ayudara con el comedor. Lo que había empezado como un favor entre vecinos se había ido prolongando durante los años que ella estudiaba en la Escuela de Magisterio. Luego, como la destinaron muy cerca de allí, en la escuela municipal de la rue Damrémont, Louise decidió no cambiar ninguna de sus costumbres. El señor Jules le pagaba en mano, generalmente redondeando la cantidad hasta la decena superior, lo que hacía refunfuñando, como si ella se lo hubiera reclamado y él lo hiciera contra su voluntad.

En cuanto al doctor, Louise tenía la sensación de conocerlo de toda la vida. Así que, si encontraba tan inmoral que quisiera verla desnuda, era sobre todo porque la había visto crecer. En cierto modo, su petición le parecía incestuosa. A lo que se añadía que acababa de perder a su madre. ¿Se le propone algo así a una huérfana? En realidad, ya habían pasado siete meses desde la muerte de la señora Belmont, y seis desde que su hija había abandonado el luto. Ante la debilidad del argumento, Louise se limitó a hacer una mueca.

Preguntándose qué podía imaginarse un hombre de su edad para querer verla desnuda, Louise se quitó la ropa y se colocó delante del espejo de cuerpo entero de su habitación. Tenía treinta años, el vientre plano y un triángulo de suave vello castaño claro. Se puso de perfil. Nunca le habían gustado sus pechos, que le parecían demasiado pequeños, pero estaba orgullosa de su culo. Tenía el rostro triangular de su madre, los pómulos altos, los ojos, de un azul luminoso, y unos labios bonitos, un poco abultados. Paradójicamente, esos labios carnosos eran lo primero que veía la gente, pese a que Louise nunca había sido una chica sonriente, ni tampoco charlatana, ni siquiera de niña. En el barrio, siempre habían achacado su seriedad a las desgracias que había sufrido: la muerte de su padre en 1916, la de su tío un año después y las depresiones de su madre, que se pasaba la mayor parte del tiempo detrás de la ventana, mirando el patio. El primer hombre que se había fijado en Louise había sido un antiguo combatiente de la Gran Guerra al que un trozo de obús le había arrancado la mitad de la cara. Una infancia preciosa, vaya.

Louise era una chica bonita que nunca se lo había creído. «Las hay a montones más guapas que yo», se repetía. Había tenido éxito con los chicos, pero «todas las chicas lo tienen, eso no significa nada». Como maestra, no paraba de rechazar las insinuaciones de compañeros y directores, incluso de padres de alumnos, que intentaban tocarle el culo en los pasillos, lo que no tenía nada de extraordinario, pasaba en todas partes. Nunca le habían faltado pretendientes. Y entre ellos estaba Armand. Cinco años. Cuidado, que eran novios formales. Louise no era de las que dan que hablar a los vecinos. Su fiesta de compromiso había sido todo un acontecimiento. Muy sensatamente, la señora Belmont había dejado en manos de la madre de Armand la organización del convite, el vino de honor, la bendición... Más de sesenta invitados, entre ellos el señor Jules, que apareció enfundado en un frac que le quedaba demasiado justo, salvo el pantalón, que tenía que subirse constantemente, como cuando salía de su cocina (más tarde, Louise se enteró de que lo había alquilado en una tienda de vestuario y decorados de teatro); iba calzado con unos zapatos de charol que le hacían piececillos de mujer china y presumía de su generosidad, porque ese día había cerrado para cederles el comedor. A Louise todo aquello la traía sin cuidado, lo único que quería era irse a la cama con Armand para que le diera un hijo. Que nunca llegó.

La cosa se eternizaba. En el barrio nadie lo entendía, y muchos vecinos miraban a los novios con ojos suspicaces, torvos: tres años juntos, sin casarse... ¿Dónde se había visto eso? Armand le había pedido matrimonio y seguía insistiendo, pero Louise esperaba a que le desapareciera la regla para dar el sí, y la respuesta se fue posponiendo un mes tras otro. La mayoría de las chicas rezaban para no quedarse preñadas antes de casarse; con Louise era al revés: sin niño, no había boda. Pero el niño no llegaba.

Louise hizo un último intento a la desesperada. Si no podían tener hijos, irían al orfanato, porque si algo no faltaba eran niños abandonados. Armand se lo tomó como un insulto a su virilidad. «¿Y por qué no recogemos al perro que husmea en la basura? ¡Él también es un necesitado!», le soltó. La discusión se envenenó, como de costumbre: se peleaban como un matrimonio. Pero el día que ella sacó el tema de la adopción, Armand, furioso, se fue a su casa y ya no volvió.

Louise se sintió aliviada, porque pensaba que la culpa era de él. Y en el barrio, ¡menudo revuelo se armó con la ruptura! «Pero ¡bueno! ¡¿Y si la chica no quiere?! —gritaba el señor Jules—. ¡¿Qué pretenden, casarla a la fuerza?!» Aunque luego se la llevaba aparte: «A ver, ¿cuántos años tienes, Louise? Armand no está mal, ¿qué más quieres? —Pero lo decía con voz suave, casi titubeante, y añadía—: ¡Un niño, un niño! ¡Pues ya llegará! ¡Esas cosas necesitan su tiempo! —Y se volvía a la cocina—. Sólo falta que se me corte la bechamel...»

De Armand, lo que más echaba de menos era el hijo que no le había dado. Lo que hasta entonces sólo había sido un deseo insatisfecho se convirtió en una obsesión. Louise empezó a desear un hijo a cualquier precio, fuera el que fuese, aunque la hiciera infeliz. La imagen de un bebé en un cochecito le encogía el corazón. Se maldecía, se odiaba, se despertaba sobresaltada en plena noche convencida de haber oído el llanto de un niño, se levantaba de la cama a toda prisa, corría hasta el pasillo chocando con los muebles y abría la puerta. «Sólo es un sueño, Louise», le decía su madre, que la abrazaba y la acompañaba de vuelta a la cama, como si aún fuera una niña.

En la casa se respiraba tanta tristeza como en un cementerio. Louise, que al principio había cerrado con llave la puerta de la habitación que pensaba arreglar para el niño, acabó durmiendo en ella, tendida en el suelo con una simple manta y a escondidas de su madre, que aun así se daba cuenta de todo.

La señora Belmont, afligida por la obsesión de su hija, la estrechaba a menudo contra el pecho y le acariciaba el pelo, diciéndole que lo comprendía, pero que en la vida había otras cosas aparte de los hijos. Para ella, que había sido madre, era fácil decirlo...

—Es muy injusto —admitía Jeanne Belmont—, pero... puede que la naturaleza quiera que antes le encuentres un padre a ese niño.

Era una visión ingenua, todo ese rollo de la Madre Naturaleza y las monsergas con que le habían dado la lata en el colegio...

—Sí, ya sé que todo eso te saca de quicio. Lo que quiero decir es que... Bueno, que a veces es mejor hacer las cosas en el orden debido, eso es todo. Encontrar al hombre y después...

—Pero ¡si ya tenía uno!

—Seguramente no era el ideal.

Así que Louise empezó a buscarse amantes. A escondidas. Se acostó aquí y allá con hombres que no eran de su barrio ni su escuela. Si un chico le guiñaba el ojo en el autobús, ella respondía tan discretamente como lo permitía la moral. A los dos días, estaba tumbada boca arriba, concentrada en las grietas del techo, soltando grititos. Y al siguiente, empezaba a esperar la próxima regla. «Dejaré que me haga lo que quiera», se repetía pensando en aquel niño, como si el sacrificio de su cuerpo fuera a facilitar la llegada de la criatura. Había contraído una enfermedad crónica, Louise se daba perfecta cuenta: estaba obsesionada.

Había vuelto a ir a la iglesia para encender velas, se había confesado de pecados inexistentes para merecer la redención, soñaba que daba el pecho. Cuando uno de sus amantes le atrapaba un pezón con los labios, se echaba a llorar. Los habría abofeteado a todos. Recogió un gatito de la calle y se alegró de tener que limpiar por su culpa; se pasaba el tiempo fregando, frotando, ventilando. Era un animal egoísta que engordó rápidamente, un ser exigente, justo lo que necesitaba Louise para expiar el pecado imaginario que creía haber cometido por ser estéril. Jeanne Belmont decía que aquel gato era una maldición, pero no hizo nada para echarlo.

Agotada por aquella huida hacia delante, Louise se decidió a ir al médico. El veredicto llegó: imposible, un problema en las trompas a consecuencia de repetidas salpingitis, no había nada que hacer. Casualmente, el gato murió atropellado esa misma tarde delante de La Petite Bohème. «¡Ya era hora!», dijo el señor Jules.

Louise dejó de frecuentar al otro sexo y se volvió irascible. Por la noche se golpeaba la cabeza contra la pared. Empezó a odiarse. Se miraba al espejo y veía aparecer en su rostro tics imperceptibles, descubría en sí misma el semblante amargo, nervioso, irritable y tenso de las mujeres en las que late la frustración de no haber tenido hijos. A su alrededor veía a otras, como su compañera Edmonde, o la señora Croizet, la estanquera, a las que les traía sin cuidado no haber tenido hijos. Ella, en cambio, se sentía humillada.

Su cólera contenida asustaba a los hombres. Los clientes del restaurante, que antes no se reprimían, ya no se atrevían a rozarse con ella entre las mesas. Se mostraba fría, distante. En la escuela, la llamaban «la Gioconda» a sus espaldas, y no precisamente con cariño. Para castigar su feminidad y hacerse más inaccesible, se cortó el pelo muy corto. Pero la paradoja se acentuó aún más, porque con aquel corte estaba más guapa que nunca. A veces temía coger tirria a los niños, acabar como la señora Guénot, la loca que sacaba a la pizarra a los chicos rebeldes y les bajaba los pantalones, y que dejaba a las chicas desobedientes de cara a la pared durante los recreos, hasta que se orinaban encima.

Desnuda frente al espejo, Louise no paraba de dar vueltas a todas esas ideas. Quizá porque ahora sus relaciones con los hombres eran inexistentes, comprendió de pronto que, por muy inmoral que fuera, la petición del doctor la había halagado.

Aun así, el sábado siguiente se sintió aliviada. Probablemente también él había comprendido que la situación era absurda, y no repitió su petición. Le sonrió con amabilidad, le dio las gracias por el postre y la jarra de agua y se enfrascó en el Paris-Soir, como siempre. Louise, que en realidad nunca se había fijado mucho en él, aprovechó para observarlo. Si la semana anterior no había reaccionado al instante, era porque en el doctor no había nada sospechoso ni inquietante. Un rostro marcado por las arrugas, alargado y cansado. Le echaba unos setenta, pero nunca había sido muy buena calculando la edad de la gente, se equivocaba a menudo. Mucho tiempo después, recordaría que había visto en él algo etrusco. El adjetivo la había desconcertado, no lo usaba con frecuencia. Quería decir «romano», por la nariz, grande y un poco aguileña.

El señor Jules, exaltado por el rumor de que la propaganda comunista podría ser castigada en breve con la pena de muerte, proponía ampliar el debate («Yo mandaría a la guillotina también a sus abogados... ¡Hombre, es verdad!»). Louise estaba atendiendo una mesa cercana cuando el doctor se levantó para marcharse.

—Por supuesto, le pagaré, ya me dirá cuánto quiere. E insisto: lo único que deseo es mirar, nada más, no tema.

Se abrochó el último botón del gabán, se puso el sombrero, sonrió y se marchó tranquilamente, tras hacerle un leve gesto con la mano al señor Jules, que en ese momento la había tomado con la huida de Maurice Thorez («¡Ese animal estará en Moscú! ¡Al paredón lo mandaba yo!»). Sorprendida por aquel nuevo envite, que ya no esperaba, a Louise no se le cayó la bandeja de milagro. El señor Jules alzó la vista.

—¿Pasa algo, Louise?

Durante la semana siguiente, su indignación se reavivó. ¡Se iba a enterar aquel carcamal! Esperó a que llegara el sábado con una impaciencia enrabietada, pero, cuando el doctor entró en el restaurante, lo vio tan mayor, tan frágil... Mientras atendía las mesas, buscó una explicación, el motivo por el que su furia se hubiera desvanecido de esa manera. Y era simplemente que el doctor se mostraba seguro de sí mismo. A ella la petición la había turbado, pero él parecía no haber dudado un solo instante. Sonrió, pidió el postre del día, leyó el periódico, pagó y, en el momento de marcharse...

—¿Lo ha pensado? —le preguntó con voz suave—. ¿Cuánto quiere?

Louise miró al señor Jules y se avergonzó por cuchichear de aquel modo con el viejo doctor junto a la puerta del café.

—Diez mil francos —le soltó, como si lo insultara, y se puso roja.

Era una barbaridad, una cifra inaceptable.

El doctor asintió con una expresión que parecía decir: «Comprendo», se abotonó el gabán y se puso el sombrero.

—De acuerdo.

Y se marchó.

—¿Pasa algo con el doctor? —le preguntó el señor Jules.

—No. ¿Por qué?

Un gesto vago. No, por nada.

Lo elevado de la suma la asustó. Cuando acabó el servicio, se imaginó haciendo una lista de las cosas que podría comprarse con diez mil francos. Comprendió que iba a aceptar que un hombre le pagara por desnudarse. Era una puta. Aquella constatación le sentó bien. Estaba en consonancia con la idea que tenía de sí misma. En otros momentos, para tranquilizarse, se decía que mostrarse desnuda de aquel modo no era mucho peor que hacerlo en la consulta del médico. Una compañera de la escuela posaba en una academia de pintura; al parecer, sólo era aburrido, lo que más temía era coger frío.