Misiá señora - Albalucía Ángel
Misiá señora - Albalucía Ángel | Foto: Random House

Literatura

Un fragmento de “Misiá señora” de Albalucía Ángel

La locura, la iglesia, el matrimonio, la castración de la sexualidad, los múltiples cautiverios de las mujeres a lo largo del siglo XX en Colombia construidos y captados en esta novela publicada en 1982, reeditada por Alfaguara, que cuenta la historia de Mariana, la hija de una familia aristocrática de la zona cafetera..

Albalucía Ángel
27 de abril de 2021

El hombre es como el oso, oyes la voz que se enredija otras voces, un ventarrón de pronto cierra la ventana, Mariana, llaman apremiantes, cierras los ojos, ¡Marianita...!, no me jodan carajo, respondes en voz baja, la tenue luz, el murmurio, un arrastrar pesado de chinelas.

Luz grácil. Azul clara. Vibrátil como el ala doblada de un caballito de palo, extendiéndose, diáfana, vagante, vagarosa hacia la otra luz, el verde esmerilado, el árbol. Todo es paz allá afuera.

Todo en silencio y quieto. Sabes que si te mueves será el final del hermetismo, quebrarás el encanto de las hojas, que solo viento mueve, con ritmo manso, armónico, y entonces miras su abanicar alveolado de plumas verduscas, verdilargas, no moverás el tiempo, tú ya sabes que no, Mariana, no lo intentes.

Escucha el ruido del agua. Un torrente pequeño que se tropieza con guijarros, te lo imaginas fresco, restallante, y te abandonas mansa, igual que el agua, linfática, lustral, te dejas ir, acuátil. La imagen de otros ríos. Caudal acídulo y undísono, vibrando en tus sentidos que te rodean acuosos, embriagados, todo ascendente, afable, pero de pronto aquel brillor avellanado, el parpadear de aquellos ojos, lechuza, curuja, cucubá, gritas sin ton ni son, porque algo se desboca, gira en forma de embudo, te succiona: flota, Mariana, no te asustes, sigue a flor de agua, ¡lucha!, pero se queda inmóvil, sometida, y el remolino se la sorbe, de un coletazo helado, al fondo.

Mariana, Marianita, insisten desde afuera, tu madre, no: no es ella. Es aquella señora con un hábito blanco que viste esta mañana cuando llegaron en la berlina de la abuela, esta es sor Grillo, te dijo tu mamá, y ella, sor Grillo, a ver, cómo te llamas, y tú muy punto en boca, mirando fija esa mariposota almidonada que se movía encima de su cabeza cuando ella hacía algún gesto, a ver, cómo te llamas, repetía, y tú ni mu, absorta, atolondrada, y ella que si se te comieron la lengua los ratones, y tu mamá, Mariana, regañándote, porque tú allí en tus trece, sin modular palabra, y ellas pendientes, hasta que la señora de hábito blanco y esas como alas coronándola, se agachó muy sonriente, te acarició el mentón, el pelo, qué moño tan bonito, que era color malvón, color de moda según la tía Elisenda, y el recherché según la abuela, a ver esa lengüita, y no tuviste entonces más remedio que sacar poco a poco, ¡ah, sí...!, ahí está, lo celebraban, la puntica asomada, las risas, la alharaca, y te atreviste entonces con la mano, hasta tocar esa armazón temblona, lisa, ¿te gusta?, fue la pregunta de sor Grillo.

¿Te gusta, Mariana?

¡Marianita...!

No. No me gusta. No voy a responder, además. Pero por qué, Mariana. Porque no, porque no quiero. No te enojes conmigo: no voy a acusarte delante de sor Grillo. Claro que sí, vas a acusarme, porque eres acusetas: acusetas panderetas, acusetas panderetas, acusetas panderetas... ¡Mariana...!, ya voy, dijiste finalmente, saliendo hacia el balcón, y arrastrando a Lilita por un brazo, la pobre.

Gris. Gris hosco, bruma, gris neblina. Una parálisis profunda como si de repente el aire se estancara, los rumores. El tiempo y su reposo, Mariana. La interrupción del pálpito, del oleaje, el flujo y el reflujo, la rotación vencida. La marcha hacia la muerte. La traslación de un eje a otro, de esa tu sangre que ahora trepida con violencia, se mece en tus entrañas, hurga tus cavidades secas, se columpia, remueve tus membranas, pero tú ya no sientes. Mariana, te acaricia. Marianita... y allí la ves, de pronto. Está sentada en la banqueta, el rostro de grisalla, su bata blanquiñosa, manchada, de una etamina burda, y te impresiona la lividez terrosa y ese temblor constante de sus manos, que no sostienen nada pero que balancea suavemente, rurru mi niño, canta, mirando hacia el ensueño, hacia el abrazo hueco, macilento, rurru mi niño, rurru, gimotea. No la mires, Mariana. Deja que se reseque como un cuero de lagarto, que su canción de cuna se ahogue con el gargajo que supuran sus bronquios arañados, abandónala allí, no te detengas. Pero ella fascinada permanece con los ojos clavados en sus ojos, en esas cuencas muy profundas, enrojecidas y difusas, que miran sin mirarla, rurru mi niño, sigue, con voz desentonada, y no comprende por qué es que arrulla a un niño que no existe, por qué ese colorete por la cara y aquel zapato solo, oye un llamado opaco, Marianita, pero no se despega de esos gestos, que torpes y muy viejos siguen mimando el aire, cantándole al vacío, rurru mi amor, mi amor, mi niño lindo, hasta que de repente se da cuenta de que está enfrente, mirándola, que no despinta el ojo: Mariana, ven aquí, vuelve, regresa, no te sometas más a esa grisosa luz que enreda tu memoria, pero se deja encandilar, camina igual que un pajarito hipnotizado y allí se queda, a un paso, presintiendo la sangre a borbotones, la sístole y la diástole, Mariana, el colapso en tu historia, la inercia de tu mente, el descanso, y al fin, quizá, la tregua.

¿Y esa lengüita chirringuita no le sirve a la niña para hablar?, dijo sor Grillo con un mohín de que no soy el coco no te asustes, ¿te gusta o no?, y aproximó la mariposa almidonada hasta rozarte casi la mejilla, a ver esa lengüita puntudita, lenguona lenguaraz lengüeta lengüilarga iba a decirle de un tirón pero se recordó el castigo que mi Dios le infligió a misiá María Jesús Arrieta, el día que perjuró y que se me quede así mismito si no hay gato encerrado en lo que dijo aquella lengüilarga, la oyeron cuando dijo, haciendo el gesto de se me puede podrir por ahí derecho, y en el preciso instante se le empezó a entumir: sintió que se enroscaba como un tirabuzón, que se le encalambraba toda, y no alcanzo a gañir Dios mío bendito qué es esto tan horrible, contó la abuela al desayuno pasándole la sal a su mamá sin que la mano de ella la tocara, porque la lengua se iba para adentro, se la engullía el gallito, y apenas gorgoreos producía; misiá María Jesús corría de un lado a otro como un miquito suelto, se le corrió la teja chistó Zenón Barrera volando por un médico, pero la abuela resolvió que fueron los tres curas, mientras que le indicaba que la mano, pues las tres la alargaban hacia la torta de coco al mismo tiempo, y ella la retiró como un resorte porque tres manos en un plato no hay peor gato, lo sabe todo el mundo: los vi pasar mañana delante de su casa en el momento en que María Jesús barría la acera y esto va a ser pavoso, pensé yo, siguió la abuela mientras tiraba sal encima del hombro porque se había desparramado, tres curas son casi tan funestos como si vieras tres cernícalos encima de un papayo, o peores, diría yo, diagnosticó en voz queda, contando luego cómo el doctor trató con las tenazas, con las pinzas, y María Jesús morada, abotagada, hasta que al fin la lengua apareció, poquito a poco, y todos vieron el castigo: presenciaron patente aquella mano de Dios, que ni con palo ni con rejo, premonitoria, no se olvide, y ella que nunca nunca abuela, moviendo la cabeza, y entonces la mordisqueó en la punta, me gusta mucho, sí, dijo a sor Grillo, tragando la saliva por dos veces, cruzando el índice y el medio, no le fuera a pasar lo mismo que a la misiá señora Arrieta, que por la falta de precauciones hizo el perjurio, que se me quede tiesa, clamó al cielo, y cuando menos lo acordó le quedó así, igualito: como una lengua de pájaro.

No te atrevas, Mariana. Acuérdate: el castigo.

Toda desobediencia, toda mentira, cualquier mal pensamiento Dios lo sabe, lo observa, te juzgará inmisericorde, señalará que al fuego eterno los malditos los que no están conmigo, sí, sí, abuelita, sí... El alto interminable.

La nada más allá. El tiempo vuelto piedra, silencio eterno, fijo. Lo estático, Mariana. El trasegar de vuelta una y mil veces por las arterias de tu cuerpo porque el deseo preme, te violenta, pero jamás jamás dice en la puerta del Averno, donde hay un perro enorme custodiándola, hay que cruzar el río, no avances, Marianita, no te gires allí, no toques, vuelve, pero ella sigue, entontecida, camina hacia la voz que canta rurru y se detiene a un paso de aquellas cuencas púrpura, olvidadas, que vagamente salen de aquel mirar brumoso, y que derraman unas lágrimas. ¿Por qué está triste?, la interroga, pendiente de sus gestos, de ese color de tiza de sus manos, que continúan moviéndose en balancín muy suave; sor Grillo y su mamá miran las matas del jardín, admiran las begonias, el aire es frío porque eso es la Sabana y todos llevan suéter, tú también te lo pones, y tuvo que aguantarlo y ahora le pica, le produce ronchitas en el cuello, nota las manchas de esa bata que a la mujer le queda holgada y se queda sumisa, quietecita, como cuando miraba las hormigas, horas y horas.

Las hormigas.

El río. Otros ríos. El tráfago del agua, el borbotear de la corriente que vibra como azogue, desciende en oleadas y te arrastra a la gruta donde se escucha el grito de las flores, malva, magnolia, madreselva, mandrágora, el llanto de la muerte de tantos otros niños que buscan como tú la tumba errante, madrépora, mimosa, mirabel, danzan y cantan, malvaloca, menjuí, dejas que esa babel se encienda en tu cerebro y te sumes también en el desate de los miembros, los brazos se abren para abrazar el aire dulce, la cabeza ondulea, salta, se ríe, Marianita, los oyes, las voces de los niños, aquel pedir de risa fresca, de olores nuevos llenando tu saliva, abriendo en tus entrañas compuertas olvidadas, porque era allí, en el centro de tu vientre donde todo latía, palpitaba, Mariana, no olvides el camino de las flores, del aire, de la luz, de cafetales verdes y hormigas haciendo caminitos por entre frutos rojos y jugosos y tú siguiendo fascinada el andariego trasegar de aquel ejército menudo, aquel ir y venir con sus paticas romas y veloces, una va dirigiendo la parada, diciéndole a las otras que allí

hay botín seguro y entonces el tumulto, la danza loca de las antenas dirigidas al sol, luego a la tierra, sin respirar las miras armando la cuadrilla, bajando los matojos, escalando las piedras gigantescas, siempre en ringlera armónica, ordenada, aquella dice que siempre a la derecha y todas obedecen siguiendo un nuevo cauce, te agachas más, te arrastras en la hojarasca húmeda que se te adhiere al overol y en las pupilas se te pintan negrotas, hormigotas, qué haces allí, Mariana, oyes la voz, no te humedezcas, ya te dije, las manos se abren y se cierran, arañan con ternura, se aferran al contacto de la tierra sedosa, granulosa, las ves correr en algarada enloquecida, el desaforo te divierte y tocas otra más, con la puntica del meñique, de nuevo aquel tumulto suelto y dislocado de miles de paticas huyendo en desbandada, y ellas allí, cadáveres, solitas, las pobres, por idiotas. Mimosa, mirabel, milenrama, milamores, olores ardorosos que te trepanan en el pecho y suben en vaho tibio y que es romero machacado para que así te alivie ese dolor de espalda, de los riñones, dijo el médico, la humedad te agarró y no podías hacer pipí, ya ves, yo te lo dije, malva, magnolia, melitoto, todo el calor desciende hasta el esfínter y sientes cosquilleo, fruición, goce en los muslos cuando te yergues y así el líquido tibio te corre por las piernas, todo es verde cafeto, el rojo de los frutos, todo desdibujado porque solo unos gritos, el sacudón, ¡la bacenilla es para eso!, ¡la bacenilla es para eso!, los árboles bailando, los cantos de los niños, los otros niños que navegan en esas crestas espumosas, llamándote, Mariana, rurru, mi niño, canta, mirándola muy fijo, y ella sucumbe a aquellos ojos de serpiente que desde lejos la atenazan, y permanece allí, tremante, sin preguntar de nuevo por qué llora y observa el gato negro que salta la cornisa; va a pasar algo malo está pensando porque además el gato es de ojos grises, cuando siente el tirón, el sacudón de nuevo, es mía, grita, se defiende, pero se la arrebata de las manos y ve a Lilita por los aires.

No dice nada. No se mueve. Recorre todo con los ojos: la balaustrada, aquel azul brillante de la reja. ¿A dónde vas, Mariana?, pregunta aquella voz melosa, no voy a responder, vas a acusarme con sor Grillo, eres una acusetas panderetas, ¡dámela!, es mía, es mía, y siente el cuerpo que se entume, aquel calambre sacudiéndola y oye los gritos, de pronto el vocerío, y nota las mujeres echadas en los bancos, deslavazadas, ajadas, arrugadas, con batas de la etamina burda, igual que la de aquella que ahora tiene a Lilita y la acaricia mientras que sigue el canto, y ellas hablan al tiempo diciendo cosas que no entiende, y ve cómo una de ellas señala con el dedo igual que el de las brujas, le grita en jerigonza, y ella quiere explicar que es mía, es mi muñeca, pero la lengua está hecha un nudo, y las mujeres grises observándola, hasta que el dedo se le acerca y un sudor frío le corre por la espalda; y aquel rostro esfumado se detiene a dos pasos, sientes su aliento de ajo, ¿a dónde vas, Mariana?, lo oye de nuevo, repugnante, la balaustrada, aquel azul brillante de la reja, el contacto escamoso de sus manos, y ella defiende la muñeca porque él quiere quitársela, no voy a hacerle nada a tu Lilita, ¿por qué me tienes miedo?, obsequioso, y ella yo no le tengo miedo, arrepechada contra el muro, porque él está subiéndole la falda, tartamudeando que si no ha visto a su primo, a quién, ¿a Nizar?, y ella que no, que al otro, que a Alciguel; no seas averigüetas, ya no te cuento más, ¡sor Grillo!, grita fuerte, pero sor Grillo está paseando en la alameda con su mamá y su tía, las ve cruzando el puentecito de guadua, la mariposa almidonada revoloteando al lado del limonero sin prestar atención a los berridos, y el rostro lívido indagándola, con ojitos de mirla abotagados, la algarabía de antes se atenúa pues las mujeres vuelven a recostarse en sus banquetas con la mirada fija, inconmovible, y entonces aprovecha, Lilita es mía, dámela, resuelve, mientras tira a Lilita de una mano, pero ella se hace la que no oye y continúa la nana y el arrullo hasta que al fin decide tironearla, jalar del pie de trapo con violencia para que así Lilita vuelva pero la otra la esconde, se la coloca donde maduran los duraznos, ¿duraznos...?, ¿te gustan mucho los duraznos...?, y ella que sí, pero esos eran secos, sin leche, duraznos, duraznero, mi niño, rurru... duraznito...

No te muevas, Mariana. Conserva el pulso firme, atenta a los postigos.

La voz. La voz, Mariana. Esa melosa y aflautada. Esa asquerosa que te reptaba por las piernas, te sacudía por dentro... ¡Marianita...!

Alciguel se perdió, yo fui a buscarlo, Alciguel se perdió y entonces Nizar y yo salimos... conjúralos, Mariana. Permanece en silencio, chitón, no testifiques. Su reposo, Mariana. La interrupción del pálpito, recuerda: el salto en el vacío. Aquel punzante ritmo que se repite y se repite y que tú ves saltar como una yegua briosa, así, no pares, danza, danza, la música, Mariana, el contoneo de las caderas, el desmadeje de los brazos, ese sentir y no sentir cómo tu piel va desprendiéndose hasta bajar al fondo de los mares, el mar, el agua clara, despójate por fin de todos los silencios, de la opresión del vientre, encuéntrate tus manos, así, mueve los dedos, busca las formas en el aire, entrégate, sacúdete, reúne el goce en tus sentidos y lánzalos al viento, desperdígalos, el silbo de los sinsontes allá en los cafetales, ¿qué estás haciendo?, y él que yo nada, mientras la escarba con mañita, es muy bonita tu muñeca, y ella muy tiesa, contra el muro, y aquel calambre recorriéndola, y él que si tu primo Nizar es el que está en La Salle y ella que no, con la cabeza, siente sus dedos que le buscan y aprieta más los muslos pero él se los separa carcajeándose y sigue preguntando que si Alciguel es rubio y ella que sí, que con el pelo en bucles, y entonces él se acuclilla más bajito, pone su mano en aquel bulto que ella siente que late, que se agranda, quiere decir no quiero pero sigue tanteando, suave, y él sonriéndole, eres mucho más linda que esta muñeca tan preciosa, cómo se llama, y ella en susurro que Lilita, y él, ¡ah, Lilita...!, sobándole y sobándole, mirándole a los ojos, es dulce, es delicioso, me gustan los duraznos, ¡Mariana!, duraznitos, los gritos, las patadas, un aullido atrancado y ve a Rosendo el mudo, el que le hace recados a la abuela y es paticojo y careperro con una jiba atrás que ella cada que puede se la toca para que así le pasen cosas buenas; Rosendo abalanzándose, y el otro defendiéndose de aquellos tarascazos y de los patadones que el sordo mudo lanza a troche y moche y le oye el uuuégannno, que es un mugido rauco, tartajoso, y quiere decir muérgano, porque cuando la muchachada lo persigue él grita siempre uuuégannnos, haciéndoles pistolas, ay que arisquez, Rosendo, no te pongas así, tranquilo, protesta el otro haciendo el quite, pero Rosendo ni ve ni oye ni entiende, sigue engallado, a puñetazos, y en plena gazapera ella aprovecha, se desliza rozando siempre el muro, rodea el solar, sale al zaguán, temblona, sudorosa, no te dejes abejorrear por esos manilargos, veía la cara de asco de la abuela, aconsejándole a Pureza, y ella que no señora, que ni riesgos, abejeada, abejorra, abejorrona, si lo llego a contar es azotaina fija, la verja está cerrada, hay que saltar la reja, salta Mariana, pero ese azul metálico encandila, la balaustrada es alta, se aferra con las manos, muerde las barras y siente el hierro frío crujiéndole en los dientes, está atrapada sin remedio, baja, Mariana, ¡baja!, pero ella escala los barrotes, sacude con violencia, no quiero estar aquí, no quiero, pero las manos tironean, la arrancan de la reja, salta Mariana, salta, ¡corre!, pero ella está encolada al piso, no, no, repite en un sollozo, no puedo, ¡no!, no quiero.

Misiá señora - Albalucía Ángel
Misiá señora - Albalucía Ángel | Foto: Random House