Libro
Héctor Mora se aprendió París de memoria y la hizo escenario de su relato
Publicamos la nota de autor que dejó el trotamundos por excelencia del periodismo colombiano sobre “Un París de Cabaret”, el libro que la Editorial Palabra Libre lanza esta semana, tres años largos después de su partida.
Desde hacía mucho me había propuesto la meta de escribir sobre una de las ciudades que tanto me maravillaron en los distintos viajes que tuve la fortuna de realizar alrededor del mundo. En ningún momento, sin embargo, fui consciente de que me toparía con la historia de Antonella, esta estudiante provinciana, bella e ingenua, que un día se enamora de un joven aristócrata en París, con quien terminará casándose para después verse obligada a alejarse, pues algo que ninguno de los dos tenía entre planes, aparecerá rápidamente y terminará con el precoz matrimonio. Abatida, la joven decide recluirse en un monasterio y tomar los hábitos.
Su vocación le permite llevar una buena vida en el monasterio hasta que conoce la verdadera intimidad de la orden. Este nuevo desengaño la lleva a sacrificar su misticismo para convertirse en enfermera en Lourdes, lugar en el que conoce los milagros de la ciudad sanatorio. De allí pasa al Hospital de Dieu, en París, y después de un tiempo, tras un giro del destino, regresa a la práctica de la danza, su pasión, y se convierte en la estrella del cancán en el Moulin Rouge y en el Lido, donde la pretende un emir. Es ahora una mujer que despierta amores sin disfrutarlos y que ve pasar la vida en cámara lenta por la ventana de su atelier.
En el entorno aparecen un mexicano que huye de la matanza de Tlatelolco; un periodista bogotano, un “todero o manitas”, que se gana la comida día a día y despunta como un gigoló pobre o como un fotógrafo nómada; una pereirana vendedora del mercado de las Pulgas, así como las mujeres que luchan por sobrevivir en el París saturado de turistas, de hombres que trabajan en lo que pueden, sumando historias de los oficios en todas partes, insumos básicos de esta serie de episodios sin fecha consecutiva.
Aquí se describe a París, la siempre aclamada Ciudad Luz, como una suerte de guía, un remanente de la libertad y del arte, de la belleza urbana y del esplendor de la nobleza, y un símbolo de la filosofía hedonista. Mi interés en recorrerla surgió a través de la riqueza de historias que se encuentran en sus cafés y cabarets.
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El cabaret es un sinónimo de liberalidad y de bohemia. Es una muestra de arte, fiesta y bullicio que se mezcla con la noche y la nostalgia entre luces de colores, plumas y organzas, maquillaje, humo y canciones, donde sobreviven muchas amarguras e ilusiones. En el día es una tumba lujosa con olor a flores y a olvido. En la noche es una suma de reflejos que realza los contrastes.
La palabra “cabaret”, de estirpe francesa, cuyo significado original era taberna, un término que encarnó el calificativo universal de una sala de espectáculos nocturnos que combina música con danza y canción, proviene del dialecto picardo del norte de Francia, del vocablo cambrette, cuyo significado es alcoba pequeña, que pasó al neerlandés como cabret para retornar al francés como cabaret y así referirse a los lugares en los que se vendían bebidas alcohólicas.
Según Wikipedia, y no me vengan a decir que no podía citarla como fuente, “fue [el lugar] donde aparecieron los primeros travestis en un escenario y también donde se presentaron las primeras pantomimas homosexuales. Una de las más famosas fue, seguramente, la pantomima lésbica Rêve d’Egypte (”El sueño de Egipto”).
Para la moral judeocristiana del siglo XIX fue la cuna artística del escándalo y la liberación púdica donde prevalecían los aguijones de la carne sobre el espíritu, pero para el arte sagrado de la coreografía fue el santuario moderno de la danza voluptuosa.
En síntesis, el término genérico “cabaret” significa local nocturno que presenta espectáculos de variedades, y París fue el lugar sagrado para su creación y desarrollo, tras la Revolución francesa y la creación del barrio bohemio Montmartre.
El primer cabaret famoso de la historia parisina fue el Gato negro (Chat noir), un recinto exótico invadido por escritores, pintores y estudiantes de Bellas Artes, que eran vistos con reticencia porque discutían mucho, pero consumían muy poco. Como en los cafés bogotanos.
En 1850, Celeste de Mogador, una vedette de la orquesta Bal Mabille, inventó un baile llamado la cuadrilla, un ritmo acrobático y malicioso, ejecutado por bailarinas excitantes que escandalizaron a la sociedad con sus gritos y sus ropas vaporosas. Inspirado en ese ritmo, Charles Morton inventó el cancán, una danza ejecutada por mujeres que gritan y alzan las piernas mostrando su ropa interior, cuya popularidad creció hasta convertirse en folclor.
Este baile marcó una época y un estilo, consagrando al Moulin Rouge como el más célebre escenario musical de la belle époque y de la vida nocturna, un lugar de distracción para los trabajadores de los barrios elitistas, para los intelectuales y los burgueses de los grandes bulevares situados fuera del gran Montmartre, del barrio XVIII de París, un sitio donde esa danza se volvió legendaria y logró su inmortalidad; un distrito donde se reunían a beber personajes de dudosa reputación y mujeres de más o menos mala vida.
El cabaret logró, entonces, su gran reputación bohemia gracias a la promoción del alcohólico y extravagante pintor de carteles, Henri Marie Raymond de Toulouse-Lautrec, un aristócrata largo de imaginación y corto de piernas, que convirtió el cabaret en el tema central de sus pinturas, aportando leyendas picarescas al estilo del Folies Bergère y bocetando a sus amigas Jane Avril y la Golosa, las divas del tablado de la belle époque. Esta sala de fiestas surgió ceñida al fetichismo desde su inauguración como music hall en 1869, siendo bautizada con trece letras, tal como los nombres de sus espectáculos, un número que los dueños tenían como el pregón de la buena suerte, al contrario de la creencia popular del mal agüero que rodea al vilipendiado número 13, una superstición cristiana nacida en la mesa de la última cena donde se sentaron trece comensales, pero sólo comieron doce. Por esta razón los franceses nunca otorgan a la nomenclatura de una casa el número trece. Ese tema tan esotérico era habitual en las discusiones literarias y ancestrales del lugar, llenando de supersticiones el cabaret, el mito ineludible de París, un tablado que dio paso a la diversión de una ciudad que deslumbró al mundo.
Es en medio de todo esto que ocurre la historia de Antonella, cuyo testimonio recorre los más míticos lugares de la ciudad, como un nómada dispuesto a contar sucesos teñidos de bohemia y religión, política y lujuria. Sólo París habría podido transformar a una joven estudiante de provincia, timorata e ingenua, en una doncella que en virtud de una terrible decepción amorosa se convierte en monja, dilatando su destino como bailarina estrella en los clubes nocturnos de la ciudad.
Antonella fue la artista innata que dedicó su vida a curar desilusiones y malestares y que siempre estuvo distante del concepto de hogar. Cuando llegué a ella, pude notar que no están ausentes de la narración episodios exactos de la historia de París, como el progreso intelectual del cabaret y los cafés, la traducción callejera de la ciudad y sus monumentos, la descomposición de los monasterios, el mercado de las pulgas y el metro, la revolución del 68, los milagros de Lourdes y la intervención divina, la vida de los inmigrantes, de los enfermeros y los vividores, los amores imposibles, la política, la gastronomía y la lúdica citadina.
A la sombra de sus avatares asoman los sobrevivientes de la economía informal, el vendedor de flores y artesanías enmascarado en pasiones desbocadas, panaderos, cocineros, gigolós y obreros de la oportunidad, además de los dioses místicos y la religión que se consagran al diario vivir en todos los rincones del mundo, como Lourdes, la ciudadela sanatorio que se alimenta del turismo enclenque, piadoso y especializado como un testimonio épico de la milagrería comercial que se apodera de los dolores del desahuciado para vender la intervención del más allá.
Hay saltos cronológicos de la historia que se enlazan como testimonios fascinantes sin obedecer a un calendario fijo o a una continuidad de los cambios sociales. Son relatos del pasado parisino que soportan el presente, dando paso a las leyendas y a las fábulas no escritas, son ecos de una nobleza y unas riquezas que le mejoraron a los Campos Elíseos la condición de campo abierto del arrabal.
Antonella es, pues, la atractiva hija de inmigrantes que desgrana sus pasiones entre camándulas y trajes de fantasía, vendajes de hospitales y la soledad de las calles parisinas, entre el trauma de un esposo apenas social y la pecaminosa caricia de un sacerdote. Una mujer vital rodeada de sorpresas, con un aura que genera amores sin aceptarlos y que ve pasar la vida por la ventana de su atelier y desaparece un día, a bordo de esta ciudad, tan sola como desde el primer momento en que llegó a habitarla.
Bogotá, 2017.
Retratos de un viajero
Compartimos algunas fotos de Héctor Mora haciendo lo que mejor hacía, contarle el mundo a los colombianos.