Antonin Artaud, Stanislavski, Brecht, son nombres que pasaron a la historia como los grandes revolucionarios del teatro del siglo XX. Pero ninguno como el polaco Jerzy Grotowski. Después de él no sería raro que el espectador fuera parte del espectáculo, como hoy ocurre en las obras como ¡Haberos quedado en casa, capullos!, del español Rodrigo García, que hace unos meses se vio en Bogotá. Muchos incluso afirman que en sus postulados se encuentra el primer germen del performance. Antes de él eran inimaginables los escenarios sin luz, sin escenografías, sin utilería, sin música. El espacio vacío. Para él, el centro de la obra era el actor. En pocas palabras, Grotowski cambió la forma de hacer teatro, hasta el punto de que las más arriesgadas obras que vemos, por ejemplo, en El Festival Iberoamericano de Teatro, en algo le deben su estética. No sería arriesgado afirmar incluso que después de los años 70, todo el teatro en Colombia algo le debe al polaco. "Santiago García, del Teatro la Candelaria; Kepa Amuchastegui, de La Mama, adoptaron sus técnicas; el Teatro Libre ha tenido una fuerte influencia, al igual que el Teatro de la Memoria y el de Juan Carlos Moyano", dice Fernando Montes, director de Varasanta, que este año es el encargado de presidir la celebración del Año Grotowski: el 2009, proclamado por la Unesco para recordar los 50 años del nacimiento del Teatro Laboratorio de Polonia y los 10 años de la muerte de su artífice. Desde la semana pasada hasta el 4 de julio, el Teatro Varasanta presenta la obra Rey de corazones, dirigida por el polaco Piotr Borowski, que desde 1985 hasta 1993 trabajó en el taller de Grotowski, invitado por el maestro. Hace exactamente 50 años, Grotowski fundó su compañía. Su fama, sin embargo, sólo vendría casi una década después, con el estreno de Akrópolis en Edimburgo. Aclamada por la crítica, revolucionaba la noción del espacio teatral, pues en la obra los actores representaban prisioneros de un campo de concentración y construían la estructura de un crematorio alrededor de la audiencia. La obra encarnaba la noción de 'teatro pobre', en la que el actor se convierte en el centro del montaje, concepto que Grotowski desarrolló en su libro Hacia un teatro pobre, de 1969. El impacto fue tal, que en menos de un año Grotowski y su compañía se habían presentado en los festivales más importantes de Inglaterra y Estados Unidos, su libro fue traducido al inglés, al alemán y al español -una hazaña nada despreciable para un género experimental y minoritario-. En las décadas de los 50 y los 60, en Colombia sólo se veían dos tipos de teatro: las comedias de Luis Enrique Osorio, que aunque eran muy reconocidas, algunos consideraban "teatro burgués", y el teatro político, relegado a las discusiones del comunismo. Para Santiago García: "Había una necesidad en Latinoamérica de encontrar una dramaturgia propia". Fue entonces cuando el potencial de esta nueva forma de hacer un excelente teatro, incluso si se prescindía de recursos, se hizo evidente. Además Grotowski influyó en la formación de actores. Para el polaco, el actor es quien mediante un arduo entrenamiento puede convertirse en el eje del montaje. Según Montes: "Grotowski transformó actores y los llevó a niveles muy altos". Algunos de los primeros seguidores de estas ideas fueron Gustavo Angarita -reconocido por su papel en La casa de las dos palmas- y Amuchastegui, quien trabajó con uno de los pupilos más reconocidos de Grotowski, el director inglés Peter Brook. Aunque el teatro colombiano ha estado en constante cambio desde la década del 70, la huella de Grotowski es innegable. Basta ver obras como Kilele -sobre la masacre de Bojayá-, del Teatro Varasanta, o Guadalupe años sin cuenta -sobre la formación de la insurgencia en Colombia-, de La Candelaria, para ver que la semilla de Grotowski dio frutos.