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¿Por qué la invasión a Ucrania?
SEMANA reproduce el primer capítulo del libro ‘Guerra en Ucrania’ (editorial Debate), de Carlos Alberto Patiño Villa, profesor e investigador de la Universidad Nacional.
CAPÍTULO 1
¿Por qué la invasión a Ucrania?
Las tropas del ejército de la Federación de Rusia invadieron Ucrania entre la noche del 23 febrero y las horas del amanecer del día siguiente. Desde ese momento Europa ha visto reaparecer una gran operación militar, en el marco de una guerra que es tanto una de carácter clásico en la estrategia desplegada y en las tácticas de combate ejecutadas, como una guerra imperial en sus objetivos más directos desde la perspectiva rusa. Pero responder la pregunta sobre por qué se ha recurrido a la guerra por parte de Rusia contra Ucrania, es un asunto complejo que tiene en su matriz de posibilidades explicativas por lo menos dos perspectivas distintas, cada una radicalmente opuesta a la otra, y cuyas ramificaciones se oponen a una salida exitosa para las dos partes. Es prácticamente imposible la obtención de logros exitosos para Ucrania, que en medio de la guerra se debate entre seguir existiendo como un Estado soberano y una sociedad independiente que construye una identidad nacional, o terminar siendo un Estado sin soberanía, bajo la etiqueta de “neutralidad”, sometido a las perspectivas geopolíticas de Moscú, y que, por tanto, no puede tomar decisiones de alcance internacional.
Desde la perspectiva rusa la guerra de este año 2022 ha sido una consecuencia lógica de los hechos que percibe como agresiones, que han emprendido tanto Ucrania como los Estados occidentales –entre los que se incluye de forma directa a la OTAN y sus miembros más destacados, y a los Estados Unidos de forma singular– para crear un entorno de amenaza y posible peligro existencial tanto para el gobierno asentado en Moscú como para la sociedad rusa en su conjunto. De esta forma, la guerra actual tiene un antecedente directo en Ucrania, en el conjunto de hechos ocurridos sobre suelo ucraniano durante 2014, con la intervención directa de Moscú, que condujo a la anexión de facto de la península de Crimea a Rusia, así como la apertura de un conflicto separatista armado en dos de las regiones ucranianas más orientales, dentro del territorio que se denomina Dombás. Pero quizá el principal origen del problema se encuentra en el hecho de que Ucrania se hubiese separado de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en diciembre de 1991, junto con Bielorrusia, dando así final no solo al período soviético, sino también al período histórico del Imperio ruso. En esto consiste el reclamo que Vladímir Putin ha hecho de forma constante cuando ha afirmado que Ucrania hace parte de los territorios históricos de Rusia, al igual que de forma quizá más directa se reclamase el hecho de que la península de Crimea fuese rusa.
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Este reclamo de sentido histórico se convierte de facto en una perspectiva de carácter geopolítico en conflicto con Ucrania y, en consecuencia, toma distancia clara de la concepción de las relaciones internacionales y del orden internacional construido durante el siglo XX y, específicamente, después de la Segunda Guerra Mundial. Desde cuando dicho orden se ha basado en un modelo de derecho internacional que parte de considerar a todos los Estados miembros como merecedores de igual respeto en cuanto a su soberanía y, por tanto, a su integridad territorial, al reconocimiento de su identidad nacional y a la solución de los asuntos internos con base en la autonomía de sus instituciones políticas. Pero se debe indicar que la distancia que Rusia toma no va tanto encaminada a fortalecer un orden alternativo al orden internacional liberal basado en el derecho internacional, sino a reivindicar el derecho de Rusia a ser un imperio y, por tanto, a tener reconocimiento como tal. Aquí se puede argumentar que Rusia, en efecto, no utiliza el término imperio en su lenguaje, pero sus reivindicaciones y lógicas territoriales, junto con las exigencias políticas y diplomáticas impuestas a los Estados del espacio exterior postsoviético, es decir, a los Estados que surgieron de la implosión soviética de diciembre de 1991 como unidades políticas independientes soberanas, señalan en la práctica su conformación imperial. Entre estas exigencias se encuentran que ninguno de aquellos Estados que fueron parte de la Rusia histórica o de la URSS, quizá a excepción de los países bálticos, que fueron vistos por Moscú más como colonias que como miembros de la Rusia imperial, puede tomar iniciativas en política exterior que permitan el acercamiento de enemigos históricos de Rusia, o que se sumen a modelos económicos y de reconocimiento que puedan derivar en una participación en procesos de integración económica e institucional que no estén presididos por Rusia. En términos específicos, Rusia ha impuesto a sus antiguos miembros la prohibición directa de participar en la alianza defensiva de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN, o en la Unión Europea.
Moscú reivindica de esta forma su derecho a establecer, defender y orientar sus zonas y esferas de influencia, como si de territorios propios se tratase y en consecuencia estuvieran dirigidos, gobernados u orientados bajo los postulados de su concepción estratégica. Ello lo justifica por su percepción de que la OTAN es una organización militar imperial y, en tal sentido, debe alejarla lo más que se pueda de sus fronteras. A su vez la Unión Europea es la cara política, no menos, de la OTAN, conformada además desde un núcleo de sistemas democráticos competitivos que necesariamente conllevan formas de constituir Estados que difieren de la experiencia histórica rusa, más orientada desde la perspectiva de un autoritarismo visible y directo, ejercido por personalidades fuertes, dotadas de las capacidades institucionales necesarias para dirigir una fuerza militar siempre presente en el territorio. Esta forma de construir el Estado ruso se decanta por la vía intensa en coerción que Charles Tilly incluyó entre las tres vías posibles para la construcción de los Estados modernos aún existentes, junto con las de la vía intensa en capital y la vía de la coerción capitalizada. La vía intensa en coerción siempre ha estado presente en Rusia, cuyo horizonte de constitución se ha definido de forma constante por la posibilidad de usar fuerzas militares que mantengan unidos los territorios conquistados al gobierno de Moscú.
Más recientemente la historiadora Masha Gessen, en su libro El futuro es historia. Rusia y el regreso del totalitarismo, realiza una reconstrucción de la estructura y el sistema político rusos, indicando cómo las viejas instituciones de la desaparecida URSS perviven en distintas prácticas sociales y políticas que constituyen a la Rusia contemporánea, haciendo que, de facto, exista un clara tendencia a la consolidación de una condición política definida por el autoritarismo, con rasgos de totalitarismo, profundizados evidentemente durante el gobierno de Vladímir Putin, que inició en agosto de 1999, luego de ser designado primer ministro por Boris Yeltsin, el presidente del momento. Gessen expone con detalle las distintas elaboraciones conceptuales que se han realizado para definir el actual sistema político ruso, que desde cualquier perspectiva se aleja de lo que en sí mismo es un sistema democrático competitivo, descartando, además, cualquier condición de que exista una idea liberal dentro de dicho sistema político. Gessen contrapone el concepto de “democracia iliberal” elaborado por Fareed Zakaria para analizar lo que sucede en Rusia desde la década de 1990, al concepto de “régimen híbrido” propuesto por Ekaterina Shulman, y luego al de “Estado mafioso” propuesto por Bálint Magyar. La estructura conceptual de Gessen para realizar estas contraposiciones se puede rastrear en una amplia trayectoria intelectual que incluye tanto a Hannah Arendt como a Carl Joachim Friedrich.
Al final, Gessen deja en pie la perspectiva de que en Rusia, y sobre todo desde el acceso al poder de Putin, ha prevalecido la instauración de un régimen autoritario. En este contexto de ideas políticas, reescritura y revisión constante de la historia y de proyectos geopolíticos, es evidente que los Estados hoy conformados en el espacio exterior postsoviético deberían tener, desde la perspectiva de Moscú, el destino de ser Estados tapón, en la mejor versión de la geopolítica de Halford MacKinder, dejando de lado la idea de la soberanía plena, y con el permanente recordatorio de que la reintegración a Rusia siempre es una posibilidad real. En este caso es importante plantear que, más allá de los hechos coyunturales ocurridos en la política ucraniana que marcaron la oportunidad del ingreso de tropas rusas a la península de Crimea en enero de 2014, la retoma de dicha península era una prioridad estratégica por lo que la misma ha representado para Moscú desde su conquista plena por parte de Rusia en el siglo XVIII.
Derrotar de forma aparentemente incontestable al Imperio otomano, sobre todo durante las guerras de 1768 a 1774, que se cerraron con los tratados de Kuchuk Kainardji de 1774, y que abrieron la vía para la anexión definitiva de la península de Crimea a partir de 1783, con un punto de apoyo estratégico en la ciudad de Jersón –hoy parte de Ucrania y una de las ciudades más atacadas durante la guerra de 2022–, permitió que Rusia se proyectara, por fin, en el mar Negro dominando previamente el mar de Azov, y amplió sus intereses geopolíticos hacia el estrecho de los Dardanelos y la salida a los mares calientes del mar Mediterráneo.
Este fue un momento de especial expansión territorial para Rusia.
Al mismo tiempo que había logrado imponer en la monarquía electiva de Polonia a Estanislao Poniatowski –uno de los “favoritos” de la zarina Catalina la Grande–, que inició su desastroso gobierno para los polacos con la repartición de los territorios que componían dicha monarquía entre Austria, Prusia y la misma Rusia, así mismo logró consolidar el virreinato de la “nueva Rusia”, bajo el gobierno y el mando militar de Grigori Potemkin –otro de los “favoritos” de Catalina–, quien fundó a Odesa con el fin de que se convirtiera en una metrópoli central de los nuevos territorios imperiales.
Proyectada como el núcleo del comercio y la cultura rusa hacia el sur, hacia el mar Negro y la expansión mediterránea, Odesa, considerada por muchos expertos como una de las principales ciudades del noroccidente del mar Negro, se convirtió para muchos nacionalistas rusos en una de las más sensibles pérdidas al momento de la independencia de Ucrania en 1991, y en la guerra de 2022, sitiada y bajo amenaza de destrucción por las fuerzas militares rusas, es el paso obligado para una posible acción militar contra el territorio de Moldavia, otro Estado en la mira de Moscú, y con un enclave habitado por una población rusa, Transnistria, que exige su integración territorial dentro de la Federación de Rusia. En el siglo XIX Rusia protagonizó una de las guerras más sangrientas y brutales de ese período, cuando debió defender la posesión de la península de Crimea contra una alianza conformada por el Segundo Imperio Francés, gobernado por Napoleón III, el Imperio británico y el reino de Cerdeña, quienes apoyaban al Imperio otomano, también beligerante en esta contienda.
El casus belli de esta guerra fue una disputa iniciada por Rusia sobre Jerusalén y la administración de los “lugares santos”, alegando que, a los peregrinos ortodoxos, con lo que legitimaba la entrada del reino de Grecia de su lado en el conflicto, no se les permitía el pleno acceso a dichos lugares, y a la ciudad misma, considerada una ciudad santa para los cristianos ortodoxos. Los rusos hicieron reclamaciones territoriales dirigidas contra los otomanos, quienes se negaron a cumplirlas, desatándose con ello las acciones bélicas el 16 de octubre de 1853, y que se prolongaron hasta el 30 de marzo de 1856. Orlando Figes ha indicado en su monumental historia sobre esta guerra que “Desde finales del XVII, cuando tomó posesión de Ucrania, Rusia inició una lucha de un siglo para liberar a esas zonas de contención del control otomano. Los puertos de aguas cálidas del mar Negro, tan esenciales para el desarrollo del poderío naval y el comercio de Rusia, fueron los motivos estratégicos de esta guerra, pero los intereses religiosos nunca perdieron relevancia.
*Con autorización de editorial Debate.