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“Tengo 94 años, he tenido una vida extraordinaria y es solo ahora que aprecio lo extraordinario”: la historia detrás del documental de Netflix
SEMANA publica un capítulo del libro de David Attenborough que inspiró la increíble serie de Netflix sobre las maravillas de la naturaleza y los riesgos que vive hoy el planeta.
David Attenborough es el científico británico que ha llevado a la televisión las bellezas de la naturaleza. “Tengo 94 años, he tenido una vida extraordinaria y es solo ahora que aprecio lo extraordinario. Cuando era joven, sentía que estaba en la naturaleza, experimentando el mundo natural intacto, pero era una ilusión. La tragedia de nuestro tiempo ha estado sucediendo a nuestro alrededor, apenas perceptible día a día: la pérdida de los lugares salvajes de nuestro planeta, su biodiversidad”, cuenta.
El famoso naturalista ha sido testigo de ese declive: “Una vida en nuestro planeta es mi testimonio y una visión para el futuro. Es la historia de cómo llegamos a cometer esto, nuestro mayor error, y cómo, si actuamos ahora, aún podemos corregirlo. Tenemos una última oportunidad de crear el hogar perfecto para nosotros y restaurar el maravilloso mundo que heredamos”.
Al final de su vida, este hombre escribió un libro con su testimonio de vida. Corresponsal de la BBC de Londres de toda una vida, en este documento imperdible, publicado por Planeta y que inspiró una serie de Netflix, narra sus principales lecciones. SEMANA publica un capítulo.
1937: Población mundial: 2.300 millones de personas. Carbono atmosférico: 280 partes por millón. Proporción de tierras salvajes restante: 66 %.
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A los once años vivía en Leicester, en pleno centro de Inglaterra. En esa época no tenía nada de particular que un chaval de mi edad cogiera una bicicleta, diera unas cuantas pedaladas para internarse en la campiña, y se pasara el día entero fuera de casa. Y eso era lo que yo hacía. Todos los muchachos y muchachas exploran. El simple hecho de darle la vuelta a una piedra y de mirar los animalillos que hay debajo es explorar. Nunca he dejado de sentirme fascinado al contemplar lo que sucede en el mundo natural que me rodea.
Mi hermano mayor veía las cosas con otros ojos. Había en Leicester una asociación dramática para aficionados que llevaba a las tablas unas producciones teatrales de nivel cuasi profesional, y pese a que de cuando en cuando él consiguiera convencerme de que me uniera al reparto y dijera un par de frases en papeles de figurante, la verdad es que yo no ponía el corazón en ello.
En cambio, en cuanto el tiempo se atemperaba un poco, cogía la bici y me iba a las regiones orientales del condado, en las que encontraba peñas repletas de hermosos e intrigantes fósiles. Es cierto que no se trataba de huesos de dinosaurio. La piedra caliza color de miel se había depositado en forma de lodo en el fondo de un antiguo mar, así que nadie habría podido abrigar la esperanza de encontrar allí los restos de esos monstruos de hábitat terrestre. Lo que sí descubría, sin embargo, eran conchas de criaturas marinas: amonites, de unos quince centímetros de diámetro, más o menos, enrollados como los cuernos de un carnero. Otros tenían el tamaño de una avellana, y en su interior se veían los diminutos andamios de calcita que proporcionaban apoyo a las branquias con las que respiraban los animales alojados en esa estructura. Para mí no había nada más emocionante que coger un pedrusco de apariencia prometedora, darle un sabio golpe con un martillito, y observar que, al partirse, revelaba llevar dentro una de aquellas maravillosas conchas que por fin destellaban al sol. Y yo disfrutaba enormemente al pensar que los primeros ojos humanos que les ponían la vista encima eran los míos.
Desde muy pequeño quedé convencido de que el conocimiento más importante era el que alcanzaba a proporcionar una idea clara del funcionamiento del mundo natural. Lo que me interesaba no eran las leyes inventadas por los seres humanos, sino los principios que regían la existencia de los animales y las plantas. No me importaba la historia de los reyes y las reinas, ni siquiera el estudio de las distintas lenguas desarrolladas por las diferentes sociedades humanas. Lo que deseaba era entender las verdades que habían gobernado el mundo que me rodeaba mucho antes de que la humanidad hubiera hecho acto de presencia en él. ¿Por qué había tantos tipos distintos de amonites? ¿Por qué este era diferente de aquel? ¿Había algo dispar en la vida que llevaban? ¿No vivían en la misma zona? No tardé en descubrir que había muchas otras personas decididas a plantear las mismas preguntas, y que habían dado con muchas de las correspondientes respuestas. También aprendí que esas respuestas podían unirse entre sí para formar el relato más maravilloso que quepa imaginar: el de la historia de la vida.
La explicación del desarrollo de la vida en la Tierra remite en la mayoría de los casos a un lento y constante cambio. Todas las criaturas que habían dejado allí los restos que yo encontraba entre las piedras se habían pasado la existencia entera sometidas a las pruebas de su entorno. Las que habían aprendido a mejorar sus estrategias de supervivencia y reproducción transmitían sus características a las generaciones posteriores. Las que no lo conseguían no podían hacerlo. Aquellas formas de vida habían ido cambiando lentamente a lo largo de miles de millones de años, incrementando su complejidad y su eficiencia, y llegando en muchos casos a aumentar también su especialización. Y los detalles de su larga historia podían deducirse íntegramente, uno a uno, de lo que ahora salía a la luz entre las rocas. La piedra caliza del Leicestershire apenas había registrado un brevísimo instante de esa historia. Sin embargo, en los especímenes que exhibía en sus vitrinas el museo de la ciudad podían leerse otros capítulos de ese relato. Y andando el tiempo decidí que, para continuar averiguando cosas, debía intentar ir a la universidad.
Allí aprendí otra verdad. Esa larga historia de cambio gradual había experimentado violentas interrupciones puntuales. Cada cien millones de años, aproximadamente, tras todo ese penoso proceso de selección y mejora, se producía una catástrofe: una extinción masiva.
Por diferentes razones y en distintos momentos de la historia de la Tierra, el medioambiente al que tan exquisitamente se habían adaptado tantísimas especies había experimentado un profundo y rápido cambio global. El mecanismo de soporte vital de la Tierra había tenido un tartamudeo, y el milagroso ensamblaje de frágiles interconexiones que lo mantenía operativo se había venido abajo. Había desaparecido súbitamente un gran número de especies, y solo unas pocas habían permanecido. La evolución entera había quedado deshecha. Esas monumentales extinciones creaban en las rocas unas fronteras visibles para quien supiera dónde mirar y cómo reconocerlas. Por debajo de esa linde había un gran número de formas de vida diferentes. Por encima muy pocas.
En los cuatro mil millones de años transcurridos desde el comienzo de la vida en la Tierra, ha habido cinco de estas extinciones masivas. En cada una de esas ocasiones, la naturaleza se ha derrumbado, dejando simplemente el número de supervivientes justo para volver a poner en marcha el proceso. Se cree que la última vez que sucedió fue porque un meteorito de más de diez kilómetros de diámetro chocó contra la superficie de la Tierra con una energía dos millones de veces más intensa que la de la mayor bomba de hidrógeno que jamás se haya hecho estallar.
El bólido impactó sobre un lecho de yeso, así que hay quien piensa que elevó nubes de azufre a las capas altas de la atmósfera y que este elemento acabó cayendo y esparciéndose por la superficie del globo en forma de una lluvia lo suficientemente ácida como para acabar con la vegetación y disolver los restos del plancton muerto que cubría la superficie de los océanos. La nube de polvo surgida de la explosión bloqueó la luz del sol hasta tal punto que es muy posible que redujera durante varios años el ritmo de crecimiento de las plantas. Es probable que los llameantes rescoldos de la deflagración cayeran al suelo como una suerte de precipitación ardiente, provocando una serie de tormentas ígneas en todo el hemisferio occidental.
Ese mundo en llamas arrojaría aún más dióxido de carbono y humo al aire, ya muy polucionado por las emisiones anteriores, produciendo un efecto invernadero y con ello un calentamiento global. Y dado que el meteorito aterrizó en la costa, su caída generó también un conjunto de tsunamis colosales que barrieron la Tierra, destruyeron los ecosistemas litorales e introdujeron tierra adentro abundante e introdujeron tierra adentro abundantes masas de arena marina, que llegó a penetrar a considerable distancia de la costa.
En referencia a la mitad de la Tierra que se encuentra al oeste del meridiano de Greenwich, comprende las dos Américas, así como pequeñas porciones de África, la Oceanía insular y la Antártida. Fue un acontecimiento que cambió el curso de la historia natural –ya que acabó con las tres cuartas partes de las especies existentes, incluidos todos los animales terrestres de dimensiones superiores a las de un perro corriente–. Puso fin a los 175 años de reinado de los dinosaurios. La vida iba a tener que empezar de nuevo.
En los 66 millones de años transcurridos desde entonces, la naturaleza ha estado atareándose en la reconstrucción del universo viviente, recreando y refinando una nueva diversidad de especies. Y uno de los productos de este reinicio de la vida fue el género humano.