Homenaje
La inigualable vida y obra de Carlos Villa, el violinista de las medias rojas
Luego de su deslumbrante carrera, Carlos Villa regresó a Colombia para pasar sus últimos diez años con su esposa, Lina Quintero, y su amante, la Filarmónica de Bogotá. Por Emilio Sanmiguel.
Carlos Villa no tuvo nada en común con Paganini, que, literalmente, enloqueció a Europa por el dominio de su instrumento. En escena, su delgadez y el color de su piel, producto del mercurio, asustaba al auditorio, pero cuando el arco tocaba las cuerdas, hacía temer que Satanás lo acababa de poseer. Arrancaba de su Stradivarius sonidos inimaginables, las crines volaban por el aire e iba arrancando las cuerdas para demostrar que con una sola cuerda le era suficiente.
Sí debió tener mucho en común con Joachim, que a los 12 tocó el concierto de Beethoven, dirigido por Mendelssohn, y demostró que se podía tocar completo, sin trampas ni trucos. A pesar de ser un genio, a Joachim lo tuvo sin cuidado ser primer atril de la Gewandhaus de Leipzig, se interesó por todos los movimientos músico-culturales de su tiempo, fue amigo de Robert y Clara Schumann. Producto de su amistad con Johannes Brahms, además de mucha música de cámara, fue su concierto, que con el de Beethoven y el de Tchaikovsky, conforman la santa trinidad de los conciertos para violín. Villa los tocaba magistralmente.
Carlos Villa, que nació en Cali el 16 de septiembre de 1939 y falleció en Medellín el pasado 6 de junio, tuvo más en común con Joachim que con Paganini y más en común con Yehudi Menuhin, su maestro, que con Jascha Heifetz, de quien admiraba su rigor y la afinación infalible.
Como casi todos los grandes, de niño estuvo en posesión de dos cualidades inusuales, ser niño prodigio y el oído absoluto, una condición aún más extraña: quien la posee detecta la nota de cualquier sonido, igual si la produce un instrumento, el choque de unas copas o el estrépito de un trueno.
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Se diferenció de la mayoría de sus colegas prodigios en la disciplina para domar su talento por algo menos común de lo imaginable: adoraba la música y la vida.
Las primeras clases, de piano, las recibió a los 3 años de su tía Adela Villa, egresada del New England Conservatory of Music. Resolvió convertirse en violinista luego de que sus padres lo llevaron a un concierto de Menuhin en el Teatro Heredia; así se inició, en Cartagena, con Teófilo Tipón.
Trasladada la familia a los Estados Unidos, su vida ya fue un inagotable remolino: discípulo primero de Helen Dall en Texas, cuando su talento debía dar el paso definitivo, una audición con Heifetz para conseguir su recomendación, junto a la de Alexander Schneider, para audicionar en Curtis Institute de Filadelfia. El director Efrem Zimbalist lo juzgó e ingresó, becado, a uno de los primeros conservatorios del mundo: tenía 8 años.
A los 16 se presentó dos veces como solista con la Orquesta de Filadelfia, dirigida por Eugene Ormandy.
Con el dominio de cuatro idiomas, graduado con honores y con una importante experiencia en la música de cámara, dio el salto, en Zúrich golpeó a la puerta de la casa de Yehudi Menuhin y durante los siguientes años se convirtió primero en su discípulo y luego en su amigo.
Esas experiencias forjaron su carácter y su manera de ser. Fue un ciudadano del mundo, aunque jamás se olvidó de sus raíces.
Muchos creen que de Menuhin aprendió el profundo conocimiento de sí mismo, su curiosidad insaciable para vivir su existencia al máximo, sin perder las riendas.
Como violinista, experimentó todo lo que se puede vivir y, como Joachim, estaba igualmente cómodo y satisfecho en el primer atril de la orquesta, como solista o probándose como director.
Al contrario de la mayoría, prefirió dominar su instrumento antes de permitir que este lo dominara. Es probable que, a lo largo de su carrera, nunca se haya equivocado, y de haber ocurrido, nadie se enteró.
A pesar de su descomunal talento y carisma, Carlos Villa fue siempre un escéptico de lo engañoso de ser una estrella de la música.
Con autoridad, y ovacionado por el público, tocó la trilogía de Beethoven, Brahms y Tchaikovsky y muchas otras obras del repertorio. Su aproximación a la música de cámara delataba su insaciable curiosidad que iba del barroco a las audacias de los contemporáneos.
Como director, se inició, en la década del setenta, con la Filarmónica de Bogotá, a la que regresó hace unos años para la empresa de crear, casi de la nada, la naciente Filarmónica Juvenil, que, en cierta medida, es su gran legado.
Poseyó la profunda sabiduría, experiencia y modestia que caracteriza a los grandes seres humanos. El maestro Villa dedicó la última década de su vida a participar activamente en la creación del actual sistema de orquestas de la Filarmónica de Bogotá
“Poseyó la profunda sabiduría, experiencia y modestia que caracteriza a los grandes seres humanos. El maestro Villa dedicó la última década de su vida a participar activamente en la creación del actual sistema de orquestas de la Filarmónica de Bogotá”, declaró a SEMANA David García, director de la Filarmónica.
Igualmente, significativo el testimonio de dos de sus discípulos, que se cuentan entre los más talentosos de la nueva generación. “Todas las palabras serían cortas para definir al maestro Carlos Villa. Admiré su sencillez. Capaz de compartir sus experiencias con Menuhin, Szeryng o Galamian. Estudiando con él los conciertos 3, 4 y 5 de Mozart, me reveló que, luego de ver los manuscritos originales en Salzburgo, nuestras ediciones están lejos de la realidad”, manifestó Mauricio González.
Yo sabía de su leyenda. Nunca imaginé que detrás de ella había un ser humano con tanta sabiduría, amor y humildad
Desde Suiza, donde continúa su formación, Samuel Jiménez declaró: “Yo sabía de su leyenda. Nunca imaginé que detrás de ella había un ser humano con tanta sabiduría, amor y humildad. Por cinco años fue mi mentor, con él aprendí del violín, del arte, de la vida, hasta cómo disfrutar de un buen licor. Siento orgullo de haber sido su discípulo y felicidad por haber sido su amigo”.
Testimonios que explican la dimensión del artista y del ser humano, que pasó por el primer atril de la Philharmonia de Londres, llamado para interpretar la banda sonora de un éxito de Hollywood, El gran vals, sobre la vida de Strauss, medalla de plata del Concurso Tchaikovsky de Moscú, hasta haber intervenido en grabaciones de The Beatles, pero que también entendió que la vida se compone de música, lecturas, de cultura, de compartir con los amigos, de descubrir en segundos la marca de un vino y hasta el año de la cosecha. Que no se permitió ninguna arbitrariedad, salvo sus medias rojas con el frac de corte impecable, hecho en Londres a la medida.
Primero londinense y luego neoyorquino, Villa prefirió cerrar el círculo de su vida, acompañado de su esposa, Lina Quintero, y de su amante, la Filarmónica de Bogotá.