Homenaje
Lejano azul: los 80 años de Teresa Gómez, la pianista más querida y revolucionaria de Colombia
La vida de esta artista parece un cuento de hadas, pero no hay tal. El de ella es un ejemplo de superación sin resentimientos.
Teresa Gómez ha tenido que contar su historia hasta la saciedad. Se entiende, porque parece un cuento de hadas: hace 80 años la abandonaron en las puertas del Palacio de Bellas Artes en la avenida La Playa de Medellín. Valerio, el portero, y Teresa, su mujer, adoptaron a quien bautizaron como María Teresa Gómez Arteaga. La niña era negra. De eso eran plenamente conscientes sus papás.
Por eso, cuidaron que fuera muy juiciosa. Teresita, durante el día, miraba encantada las clases de piano de niñas, más o menos de su edad, con quienes no debía alternar. En la noche oía los tangos de su mamá en la radio, más tarde acompañaba a Valerio a cerciorarse de que todo estuviera en orden, puertas y ventanas aseguradas y las tapas de los pianos cerradas.
A punta de mirar las clases, con la alcahuetería de su papá y los temores de la mamá, a hurtadillas abrió uno de los pianos para, por su cuenta, repetir lo que veía en las clases. Cuando logró sacar una pieza, invitó a Valerio para que la oyera en el auditorio: “Fue mi primer concierto”.
Así siguió, en la clandestinidad. Pero bajó la guardia, una de las profesoras la descubrió y dio un alarido: “¡La negra está tocando!”.
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Se asustó. Los temores de la madre podrían hacerse realidad: “Si nos descubren, nos echan, que el piano no es para negros”, ya le había advertido.
No hubo tal. Tenía talento a rodos. La junta se reunió, dio su beneplácito para que se convirtiera en alumna regular. Por su dedicación era la mejor, la encargada de cerrar los conciertos. Se convirtió en una profesional, se presentó con todas las orquestas y fue la más aplaudida. El presidente Belisario Betancur la nombró en la Embajada de Colombia en Alemania. Allá se perfeccionó, hizo presentaciones en las grandes capitales y fue la primera en tocar música de compositores colombianos en Europa.
¿Un cuento de hadas?
Desde ese “mi primer concierto” hasta hoy, se ha dado el lujo de no bajarse del escenario y el aplauso del público.
Sí. Un cuento de hadas. Pero las cosas no han sido fáciles. Ha tenido que luchar desde cuando descubrió que era negra.
Cuando lo sospechó, su mamá le dijo que se había tomado un frasco de tinta. Pero cuando una de sus amigas la invitó a la piscina, la hicieron salirse de inmediato. Cuando tocaba en los conciertos del instituto, no podía usar el mismo color de sus compañeras y, cuando intentaron matricularla en el colegio, la monja argumentó que no recibían niñas negras.
De hecho, incluso hoy en día, hay quienes la consideran una intrusa en el cerrado mundo de la música clásica.
Por haberse atrevido a viajar a Cuba para conocer la música y los intérpretes de la obra de Cervantes y Lecuona, en tiempos del Estatuto de Seguridad del cuatrienio de Julio César Turbay, el 4 de enero de 1979 fue detenida y llevada a los calabozos del F2. Muchos de quienes la conocían le dieron la espalda. De no acabar entre una zanja la salvó Luisa Margarita Henao, una abogada que tomó las riendas del caso y demostró su inocencia.
De todas esas ignominias se salva ella misma. El rechazo de la monja la convirtió en una lectora furibunda, sus intereses literarios no conocen límites: poesía, novela, Kierkegaard, Cioran, Nietzsche.
Cuando descubrió que la consideraban una intrusa, resolvió darle la vuelta al asunto y llevar su piano al Goce Pagano, un bailadero de salsa en el centro de Bogotá, un templo de la salsa, y, entre el humo del cigarrillo y el tintineo de las copas, tocó Nocturnos de Chopin ante el público más insólito que la haya aplaudido a lo largo de estos más de 70 años de carrera.
Sí, su vida es como una novela del siglo romántico. Es inevitable. Es inevitable que la hagan repetir, una y otra vez, el relato de su vida. A veces hasta consiguen que lo haga desde el mismo escenario donde todo ocurrió: Bellas Artes, que sigue ahí, imponente sobre la avenida.
TERESA LA PIANISTA
La fascinación que ejerce su vida, a veces, lleva al segundo plano el que tendría que ser el primero: su arte.
Todo lo que ha vivido tiene un telón de fondo, su música.
Se trata de uno de esos rarísimos casos en que la niña prodigio se convierte en intérprete de primer orden. En ella corren de la mano talento y disciplina. El talento se revela en hechos que los conocedores no dejan pasar inadvertidos, como la capacidad de leer partituras a primera vista y una memoria descomunal que le permite acumular un sinnúmero de obras de compositores de todas las épocas. Tiene instinto para descubrir en cuestión de segundos el estilo de las obras de su repertorio, que va desde el barroco hasta la música contemporánea. Pero no confía en el instinto, porque entiende que no es suficiente.
Desde muy joven sabe que hay que enfrentar obras que trasciendan más allá de lo evidente; por eso, en su concierto de graduación incluyó una de las últimas sonatas de Beethoven, que obliga al artista a sumergirse en las profundidades metafísicas del arte, y al oyente, en lo realmente importante de la música.
Como pianista ha dejado un legado trascendental. Que haya sido la primera en atreverse a llevar la música de los compositores colombianos a las salas de concierto tiene un significado en el reconocimiento de la identidad nacional. No es que de un día para otro haya decidido tocar a Luis A. Calvo o Adolfo Mejía en sus recitales.
No. No es tan sencillo. Primero se sumergió en las profundidades de la obra de Chopin y Schumann, en las que están algunos de los atavismos de esa manera de enfrentar el piano, se fue a la costa Caribe para conocer de primera mano las raíces de donde provenía la inspiración de las danzas de Mejía y exploró la trágica vida de Calvo todo lo posible. Luego sí estudió su música con el mismo rigor con el que trabaja una balada de Chopin hasta descubrir su razón de ser.
El público la quiere de una manera particular. Es la única a quien cariñosamente llaman por el diminutivo de su nombre: Teresita.
Tras toda una vida resolvió regresar a su ciudad para vivir cerca de donde todo comenzó: Bellas Artes. Hasta aprendió a bailar tango. En la calle la reconocen y, si va a cruzarla, hay quien se lanza a detener el tráfico mientras de lejos la saludan. Un martes de cada mes su casa se llena de amigos porque hay música de cámara.
Acaba de cumplir 80 años y conserva el dominio de su arte. No deja de llamar la atención que, a pesar de tantas experiencias, siga mirando la vida con alegría. Porque, a pesar de todo, Teresa no conoce ni el resentimiento, ni la envidia ni la amargura.
Tal vez por eso cierra sus recitales con Lejano azul, de Calvo.