DOCUMENTO
Del rechazo a la integración
En 'Los árabes en Colombia' las investigadoras Pilar Vargas y Luz Marina Suaza examinan cómo la prensa recibió a los inmigrantes que llegaron de Palestina, Siria y Líbano. SEMANA transcribe apartes del prólogo del libro, escrito por Yamid Amat.
¿Cómo recibieron a los primeros árabes en establecerse en pueblos y ciudades de Colombia? La única forma de averiguarlo, la única, es con los periódicos de la época en la mano. En el libro de Pilar Vargas y Luz Marina Suaza se examina con rigor la forma como los periódicos nacionales y locales a lo largo de un siglo, desde finales del siglo XIX, registraron las primeras inmigraciones de sirios, libaneses y palestinos a nuestra patria. Al comenzar la lectura del estudio, la pregunta tiene máxima validez: ¿cómo registraron los medios de comunicación esa inmigración? Y al terminar, la respuesta es inevitable: mal. Hubo excepciones, al principio; correcciones, después; pero, en general, el comienzo de la presencia árabe en Colombia no fue de buen recibo. Es ahí donde surge la inquietud de quienes somos descendientes de esos jóvenes inmigrantes: ¿los diarios y las publicaciones de la época reflejaban, real, cierta y honestamente, el pensamiento y la posición del pueblo colombiano? A veces sí; la mayoría de las veces no. En Colombia hay departamentos absolutamente cerrados, como Antioquia, y los hay totalmente abiertos, como Atlántico y en general la región costeña. Por ello, las dificultades que los árabes encontraron para asentarse en Antioquia fueron producto de una frontera ancestral infranqueable. En Bogotá, Barranquilla o Cartagena, la posición de los periódicos o de sus principales columnistas parecía reflejar más una posición elitista, discriminatoria, de los propietarios de los medios y de su entorno, que un general rechazo como, ciertamente, ocurría en Antioquia. La posición de los diarios, investigada y demostrada en esta obra por Pilar y Luz Marina, condujo a crear dentro de la opinión pública un ambiente desfavorable a la llegada de los árabes.
Y es aquí donde resulta importantísimo preguntar cuáles son las funciones de los medios de comunicación. ¿Orientar en forma honesta y transparente o manipular la orientación por intereses o sentimientos personales? ¿Buscar resultados de una gestión, examinados sin lentes deformadores y como tales divulgados, o engañar mediante la divulgación de una información sesgada, basada en elementos exclusivamente subjetivos? (...)
La moral, como la ética, es una. Los principios no admiten interpretaciones subjetivas. El valor de los principios morales y éticos no es independiente de la opinión del periodista. La imparcialidad, la neutralidad en el periodismo, no existe. Todo depende de quién informa, sobre qué informa y para qué medio informa. No hay objetividad, ni imparcialidad, ni neutralidad, como no existen objetividad ni imparcialidad ni neutralidad frente al poder económico, excesivamente influyente sobre los medios por estar atado a ellos, ya sea por el cordón umbilical de la propiedad o, indirectamente, por la influencia del poder político, que somete a los poderes económicos, los que a su vez someten a sus medios. No es necesario que los propietarios del medio transmitan diariamente instrucciones a sus periodistas, para que los periodistas las olviden. La verdad es una si el periodista es sunita, otra, si es chiíta; una si es árabe, otra si es hebreo. (...) Hay verdades para cada religión o cada país o cada régimen político. Muchos de los dirigentes del mundo y de Colombia llegaron al poder a través de un periódico o de un medio. Vale la pena citar el más conocido de los ejemplos: durante la revolución de 1917, José Stalin se sumó al equipo editorial del periódico Pravda y cuando los bolcheviques llegaron al poder, ese mismo año, fue nombrado miembro del Politburó. En Colombia, todos los ex presidentes del siglo XX tuvieron su propio medio de información: Eduardo Santos fue fundador de El Tiempo; Alberto Lleras, director de El Espectador y de El Tiempo; Carlos Lleras, fundador de Nueva Frontera; Laureano Gómez, de El Siglo; Mariano Ospina Pérez, propietario de La República; Alfonso López Michelsen, creador de La Calle. Hasta el general Gustavo Rojas Pinilla, quien introdujo por primera vez la televisión en Colombia, tuvo en ella sus propios horarios de opinión. Y eso que tenía también su periódico: La Paz.
Este es el periodismo sometido a los poderes o al servicio de aspiraciones o de posiciones personales. Mal periodismo éste que opina en la información o que la utiliza para ponerla al servicio de un dirigente o de un gremio. Mal periodismo el que, al opinar, tergiversa la verdad o el que, al informar, sólo tiene en cuenta una de las versiones suministradas sobre un acontecimiento. Mal periodismo el que presenta versiones a medias, el que no investiga o el que acepta como ciertas versiones oficiales, o de oposición, sobre hechos susceptibles de controversia o examen. Mal periodismo el que renuncia al escrutinio, el que conoce verdades y las oculta, el que sólo tiene una línea telefónica. Mal periodismo el que sólo sabe informar sobre comunicados; mal periodista el que ahuyenta fuentes, porque lo consideran tergiversador o venal; mal periodista el que abandona el rigor de ajustarse a una verdad objetiva, a la que sólo se llega con investigación y confrontación. Mal periodismo el que margina la más elemental de las preguntas: ¿por qué?
Las anteriores descripciones son válidas para casi todo el tiempo que transcurrió en nuestros medios de comunicación desde principios del siglo XX hasta los años finales del mismo. Con algunas excepciones, los reporteros, por lo general, no tenían formación universitaria ni humanística; se trataba de autodidactas, dedicados al oficio más de obedientes comentaristas que de informadores. El carácter municipal de gran parte de nuestros medios, su origen familiar en muchos casos, la ausencia de trabajos investigativos y la carencia de fuentes adecuadas de información convirtieron a la mayoría de los periódicos del país en hojas de opinión. Un carácter provincial, aldeano y cerrado los caracterizaba. Y fueron determinantes en la formación de un país que nació así: provincial, aldeano y cerrado. (...)
El libro de Pilar y Luz Marina está basado en una labor de investigación tan exhaustiva como real sobre cómo nuestros medios de los 100 años pasados recibieron a los inmigrantes árabes, con la transmisión de una visión acomodada y personal. Ellas no sólo caminan sobre senderos olvidados de nuestra historia, sino que revelan, con irrefutables pruebas y testimonios, cómo Colombia jamás fue un país abierto a la inmigración; todo lo contrario, muestran cómo nuestro país cerró sus fronteras y limitó con tal vehemencia el ingreso de extranjeros a los que consideraba de segunda clase, que fijó un irrisorio número de visas anuales que concedía para visitar el país. Pedía visitantes rubios, con ojos claros, sangre noble y abundante riqueza. Obviamente, semejantes deseados visitantes no veían en Colombia, nación pobre, dividida por tres agresivas cordilleras, estremecida por constantes conflictos armados, salpicada de enfermedades y dependiente de un monocultivo, un destino ideal ni siquiera para el turismo, y mucho menos para la residencia o la inversión. Los árabes, sirios, libaneses y palestinos (turcos, les decían por la dominación otomana que soportaron) que llegaron a Colombia lo hicieron enfrentando no sólo las difíciles condiciones de vida de la nación, sino atravesando, con fervor, comprensión y pasión, las puertas cerradas de todas las fronteras, de todas las ciudades, de todos los caminos. Y de todos los periódicos, que se convirtieron en voceros de influyentes patriarcas del momento, que no querían el aporte de árabes, a quienes consideran paupérrimos y portadores de incurables males. Ciertamente, buena parte de los inmigrantes árabes llegaron pobres a una Colombia que no era su destino. Mi padre llegó a Colombia sin visa. Tenía 18 años. No sabía leer ni escribir español y difícilmente lo hablaba. Era hijo único; había nacido en Ramallah (Palestina), y llegó, como tantos otros muchachos de su época, huyendo de la dominación otomana y de los estragos de la Primera Guerra Mundial. Armado de una bicicleta y un par de maletas, recorrió el país vendiendo baratijas a crédito. Conoció a mi madre en Santana, un bello pueblo campesino situado entre Boyacá y Santander. Se instaló primero en Bogotá, donde nací, y luego en Tunja, donde me eduqué. Mi padre parecía tener una sola gran misión: mi educación y la de mis dos hermanos. Pero, a pesar de que su trabajo en el almacén que logró establecer producía lo suficiente para financiar nuestra educación, fue mi madre quien dirigió con dulzura pero con severidad nuestra disciplina en el estudio. Esta historia mía se repite una y otra vez en los casos de las familias de inmigrantes árabes que formaron sus hogares en Colombia. Las autoras del libro se empeñaron en llegar hasta el fondo de la aventura de investigar el origen de la presencia árabe de hoy en Colombia. Muchos de los descendientes de esos árabes que comenzaron a llegar a fines del siglo XIX han influido en forma importante en la vida de esta nación. Y para ello, las autoras recorrieron muchos de los diarios de este país desde 1880. Esa sola labor merecería un gran premio a la constancia, el empeño y la devoción por la investigación. El libro es un trabajo de buen periodismo. Buen periodista, el que investiga; buen periodista, el que recurre a fuentes que confirman; buen periodista, el que apela a diferentes testimonios para fortalecer el rigor de la investigación.
El periodismo de hoy en Colombia ya no es el del país cerrado, enclaustrado y aislado de hace años. Internet, la radio y la televisión satelital, la información globalizada, la dinámica del crecimiento de los medios, su modernización y su integración al mundo, la telefonía móvil, la transmisión de los diarios por satélite, eliminaron el campanario de los años de la llegada de los árabes. Hoy, cuando la verdad de los sucesos no depende de los medios, cuando la exactitud de lo ocurrido se impone sobre una eventual actitud subjetiva o caprichosa de cualquier medio porque resulta imposible ocultarlo o tergiversarlo, cuando los periodistas, en su gran mayoría, dejaron de ser voceros o intérpretes de una opinión o de un sector de la sociedad para convertirse en verdaderos fiscales, en auténticos exploradores de la verdad, en testigos de los hechos, es mucho más factible llegar a la verdad.
Eso es este libro(...).