CRÓNICA
Llora por mí, Argentina: una crónica del inolvidable Diego Maradona
La muerte de Diego Armando Maradona sorprendió al mundo y conmocionó a Argentina. El escritor de un libro sobre el 10 describe y explica el desasosiego que aún recorre su país. Por Leandro Zanoni
Murió Maradona. Murió Diego Armando Maradona. Se murió Diego. Repito esas frases en voz baja, una y otra vez, de todas las combinaciones posibles y no consigo que suenen reales, verosímiles. No se puede decir, todavía. ¿Se podrá alguna vez? ¿Será cierto que Diego murió?El miércoles 25 de noviembre al mediodía llovía en Buenos Aires. A las 13 horas, millones de mensajes de WhatsApp serpentearon los celulares de todos: parece que murió Diego. Al rato la noticia estaba confirmada por los portales web y algunos canales de televisión. Sin embargo casi nadie la creyó cierta, ni verdadera. Se va a recuperar, va a salir, como tantas otras veces. Será una broma de mal gusto. Una fake news. Un viral. Será un susto, una recaída. Porque Diego no se puede morir. Pero se murió.
Durante el resto del día, en las calles se escuchaba el silencio. La gente, si hablaba, lo hacía en voz baja. Como en un velorio gigantesco. A las 22 horas (las 10 de la noche), el primer homenaje: miles de bocinas y aplausos desde las ventanas y balcones bajaron como nunca, en agradecimiento al ídolo. Gritos “gracias, Diegooooo” desesperados, desgarradores. Al rato, otra vez el silencio sepulcral.Diego está muerto. Y con él se va algo que acá, dos días después, todavía nadie puede entender bien del todo qué es. Pero es una mezcla de sentimientos y shock como cuando muere alguien muy famoso y popular, muy querido por los pueblos. Pero a su vez, con la mezcla de lo que se siente cuando muere alguien familiar, un amigo cercano, íntimo. Maradona era aquel jugador, aquel 10 en la espalda, pero también un padre, un hermano, un tío, un primo y un amigo de cada uno de los que lo querían. Y también, en cierta manera, de quienes no lo querían. Por eso ahora, acá en Buenos Aires, y supongo que en muchísimas otras ciudades del mundo, nadie puede despegar los ojos de las imágenes televisivas que muestran su velorio en vivo y en directo.
¿Quién fue Maradona? ¿Por qué tanto dolor popular, tantas lágrimas derramadas por alguien que, aunque lo parezca, no era un familiar ni un amigo? ¿Por qué tanta repercusión mundial, en la gente y en los medios, en las redes sociales, en tantos homenajes en las últimas horas? ¿Por qué presidentes lejanos como Emmanuel Macron, estrellas como Bono, de U2, y hasta el último ignoto de una ciudad remota siente que debe decir y hacer algo por ese 10 argentino que había jugado su último partido como profesional hace 23 años? ¿Por qué su foto gigante en la Tianjin Tower de China?¿Por qué en Buenos Aires la gente decidió olvidarse de la covid-19 y terminar con nueve largos meses de cuarentena, formar filas interminables bajo 30 grados de calor para, con mucha suerte, poder ver de lejos y por unos segundos un cajón cerrado? ¿Por qué casi todos los diarios del mundo lo pusieron en su tapa? ¿Quién fue Maradona?
Fue muchos Diegos a la vez, pero lo más increíble es que todos entraron en uno solo. En un solo cuerpo y en una sola vida que, aunque se terminó a los 60, la intensidad y cantidad de todo lo que hizo y dijo hacen que parezca que fueron 100 vidas. Así que para entender mejor el fenómeno, conviene intentar algo que, aunque sea imposible, es necesario: diseccionar a todos los Diegos y a todos los Maradona y analizarlos. El Maradona futbolista El primero y más importante, aunque sea su perfil más conocido y el más obvio. Pero Diego fue el mejor del deporte más popular del mundo, el más masivo, el más pasional. El juego que cualquier hombre desde que tiene dos o tres años de vida ya empieza a jugar. Solo se necesita una pelota. ¿Qué ser humano se resiste a patear una pelota si la ve en el piso? Diego hizo realidad los máximos sueños que alguien puede tener si piensa en convertirse en estrella del fútbol.
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Pero además, el fútbol actual es un juego que, a su vez, es un fabuloso negocio, una maquinaria de engranajes que convoca a millones de hinchas y fanáticos en todo el mundo. Hombres y mujeres, chicos y grandes, consumen fútbol las 24 horas en la televisión, diarios y revistas y sitios web. Y siguen a sus equipos, a sus rivales, compran camisetas, van a los estadios y a la Champions, Copa América y a los mundiales para, de esa manera, formar parte fundamental de lo que se conoce en la actualidad como la industria del entretenimiento. El fútbol es un producto perfecto porque vende pasión. ¿Y cómo ser ajeno a la pasión?
Diego maravilló con sus destrezas y su impecable técnica en todos los campos que pisó. Fue el mejor de los mejores. Son los grandes jugadores de la historia, desde Messi, Michel Platini, Juan Román Riquelme, a Iniesta o Zidane, Ronaldinho y Ronaldo y un largo etcétera, los que coinciden en poner a Diego en un pedestal, bien lejos de todos ellos. Sus obras de arte con la pelota en Argentinos Juniors, Boca Juniors, el Barcelona, Napoli, Sevilla, Newell’s de Rosario y, por supuesto, en la selección Argentina. Y también en los amistosos y en cada uno de los partidos informales con amigos y de despedidas, suyas y ajenas.
La carrera de Diego fue magnífica, por todo lo que ganó, los más de 300 goles que hizo y las jugadas que inventó. Llevó al Napoli, un equipo pobre del sur italiano que nunca había ganado nada, a lo más alto de Europa. Le dio orgullo a todo ese pueblo, castigado por la pobreza, la discriminación y las derrotas futbolísticas y de las otras. Los puso en el mapa. Les ganó a los poderosos del norte: Juventus, Milán, Inter y Roma. Hoy todo el mundo futbolero conoce al Napoli y a su ciudad gracias a Maradona.
Debutó en primera a los 15 años porque su talento ya no se podía retener. Fue cinco veces consecutivas goleador en el torneo argentino y a los 20 años condujo al Boca campeón de 1981. Eran un malabarista con la pelota, pero con una gran noción táctica para leer la cancha y una técnica insuperable para lograr con el pie izquierdo lo que se proponía con la cabeza.
Lo que alcanzó en el Mundial de México 86 fue descomunal, no solo por su gol imposible a Inglaterra, sino también por los otros, como el que le hizo a Italia y los dos a Bélgica en las semifinales. Todos fueron obras de arte, tal vez eclipsadas por la mano de Dios y el otro. Como futbolista, se convirtió en leyenda mucho antes de terminar su carrera y fue respetado por todos sus rivales y amado por sus compañeros. Único e irrepetible.
El Maradona villero
Tuvo un origen muy humilde, proveniente de una villa miseria en el conurbano bonaerense, la famosa Fiorito. Calles de tierra, sin agua potable, Diego vivió con sus dos padres y sus siete hermanos (dos varones y cinco mujeres) en apenas dos ambientes. “Crecí en un barrio privado de Buenos Aires. Privado de luz, de agua, de teléfono, jaja”, dijo alguna vez. Esa casa de Azamor y Mario Bravo todavía existe. Su madre, Doña Tota, varias veces no comía –con la excusa de que le dolía la panza– para que no les faltara comida a sus hijos. A los 16 años, Diego se convirtió en el sostén económico de toda su familia. “Me revolearon de una patada en el culo de Fiorito a París, a la torre Eiffel”, explicó en su libro Yo soy el Diego (Random House, 2000).
Y nunca dejó de recordarles a todos las injusticias sociales y la distancia que hay entre los más ricos y los más pobres. Incluso con sus contradicciones, lo hizo subido en autos carísimos, con dos relojes de 5.000 dólares en las muñecas, aretes de brillantes, rodeado de jeques árabes, con camisas de Versace y en hoteles siete estrellas en Dubái. Pero lo hizo. Y a pesar de todo ese lujo, de todo ese dinero que lo rodeó durante casi toda su vida (“me lo gané jugando al fútbol, no como los corruptos de la Fifa”), Maradona nunca dejó de ser, en esencia, aquel Pelusa de Fiorito y, sobre todo, de empatizar con los más necesitados. Podía frenar el auto y bajarse solo para sacarse una foto o dar un autógrafo. “Diego puede estar vestido de smoking blanco, pero si viene una pelota embarrada la va a parar con el pecho”, lo definió con sabiduría Francis Cornejo, su descubridor, el que lo llevó a jugar en Los Cebollitas.
Esa sensibilidad para conectar con la gente jamás la perdió. Por eso aparecía de sorpresa en un barrio carenciado, organizaba colectas cuyo premio era alguna de sus camisetas o botines y participaba en partidos a beneficio de hospitales o de algún enfermo, o en cualquier evento social que sirviera para ayudar. Nunca fue un desclasado ni se olvidó de sus orígenes. Los más necesitados lo saben y fue, hasta el momento, su último abanderado. Por eso en cada villa argentina se puede encontrar una foto suya, su cara dibujada en un mural, su nombre y apellido, el 10 y cualquier otro símbolo que lo recuerde. “Si progresás te critican; si te la gastás toda, sos un mal ejemplo. Yo puedo hablar de sueños irrealizables. Ahora que los puedo cumplir, ¿qué quieren que haga? ¿Qué vuelva a la villa?”, dijo alguna vez con su típica contundencia.
El Maradona político
Tal vez por su origen, Diego siempre se involucró en las cuestiones políticas tanto de la Argentina como de América Latina y también de otras partes del mundo. De nuevo en sus contradicciones, criticó y adhirió a presidentes y líderes políticos de izquierda y de derecha. Por ejemplo, se hizo amigo de Carlos Menem y al mismo tiempo adhirió a las ideas de Fidel Castro. La primera vez que visitó al líder cubano en la isla fue en 1987. Desde entonces se enamoró de Fidel, quien lo acogió en el verano de 2000 cuando Diego necesitaba urgente una internación, que entre idas y vueltas duró más de tres años. En los últimos 15 años su postura política fue más nítida y apoyó con énfasis a Néstor Kirchner, a Cristina, a Chávez, Maduro, Lula y Evo Morales, entre otros.
El fenómeno mediático
Si la televisión fue el medio de comunicación más importante del siglo XX y el fútbol, el espectáculo masivo más grande, entonces el matrimonio televisión y fútbol tuvo un hijo perfecto que se llamó Diego Armando Maradona. Por eso no fue casualidad que Diego haya debutado en la televisión varios años antes de aparecer en primera y convertirse en Maradona. En esas famosas imágenes en blanco y negro de él a los 12 años haciendo jueguitos en el potrero y contándole a la cámara de manera muy natural que sus sueños son dos. Allí debutó. El Diego con la pelota, ya sabemos. Pero el personaje era un crack también con las cámaras de televisión. Por eso su gol contra Grecia en el Mundial de Estados Unidos 94 fue a gritarlo con toda su furia –ese combustible perfecto– a una cámara. No eligió gritarlo a la gente que deliraba en las tribunas, sino a los millones que lo miraban desde sus casas.
Mediáticamente era perfecto, lo tenía todo. Fotogénico, showman, gracioso. Jamás hablaba “con el casete puesto” y en cada reportaje regalaba varios buenos títulos. Entendió como nadie el funcionamiento del engranaje mediático para salir a hablar en cualquier radio chica o grande, diario o revista de cualquier país, y saber que al día siguiente todos los medios importantes del mundo iban a viralizar sus declaraciones. Diego podía cobrarle 10.000 o 100.000 dólares a una cadena internacional por un reportaje y dejar a todos plantados. Pero al día siguiente le daba una nota de media hora con definiciones jugosas a un periodista desconocido de un medio chico. Y gratis. Solo porque tenía ganas, porque le caía bien el periodista o porque, de esa manera, le demostraba al poder –y a los poderosos– que el que decidía era él.
Fuera de la cancha mezcló carisma, picardía, audacia, timing y mucha inteligencia para convertirse en el mejor comunicador de la historia del fútbol. Dueño de una increíble rapidez mental para improvisar frases que ni el mejor creativo publicitario del mundo ni el guionista de Hollywood más talentoso podrían empardar. Como un catalizador, Diego tenía una capacidad asombrosa para detectar cualquier clima de época, procesar una enorme cantidad de información y sintetizar todo eso en una frase. “La pelota no se mancha”, “me cortaron las piernas”, “Se te escapó la tortuga”, “Lástima, a nadie”, “Los de la Fifa no tienen familia”, “Me siento más solo que Kung Fu” y tantas otras que ya están grabadas con tinta en el diccionario popular de la gente común.
El rebelde con o sin causa. El que hacía y decía lo que quería, desde muy temprano. Ese retacón de rulos que se peleaba con todos los dirigentes que le tocaron. El que le decía a João Havelange –cuando el brasileño era el número uno de la Fifa, uno de los hombres más poderosos del mundo– que era un mafioso y lo ridiculizaba: “Es un jugador de waterpolo”. Al papa Juan Pablo II (“¡era arquero!”), a Silvio Berlusconi, a Mauricio Macri o a George Bush. En 1983, apenas meses después de llegar al Barça FC, Maradona se peleó con el entonces presidente José Luis Núñez porque no lo autorizaron a viajar a Rumania para jugar un partido a beneficio. El club le retuvo el pasaporte. Entonces fue hasta la oficina de Núñez y como no lo atendían, rompió uno de los trofeos del club que estaba en las vitrinas. Y dijo que rompería uno cada diez minutos si no le daban su pasaporte. Se lo dieron. Y jugó aquel partido amistoso. Un dato no menor: ¡tenía apenas 22 años!
Se hizo tatuajes, se pintó el pelo de rubio (“en repudio a los caretas”) y usó lentes de contacto para tener ojos azules. En 1983 apareció en el aeropuerto de Ezeiza con un tapado de piel blanco (“porque hace frío”) y mezclaba aretes, smoking, playeras y trajes a lunares. Era, a su modo, un punk.
El mito
Murió Diego. Nace el mito. El héroe de los pobres que salva pueblos y glorifica, el que hace milagros. El Dios inmortal. El trágico que vence y cae derrotado. El de la gloria, pero también el de las miserias y debilidades. El Dios griego como Apolo, Zeus y Aquiles. Convertido en santo (Napoli acaba de anunciar que su estadio dejará de llamarse San Paolo para llevar su nombre y apellido). Maradona, el único superhéroe real y sin careta. Eso fue, una mezcla perfecta entre lo divino y lo real. ¿Maradona fue real?
Nuestros nietos y bisnietos preguntarán: ¿será cierto que existió un barrilete cósmico?Hay más Maradonas. El amigo, el padre de los hijos queridos y no tanto, el hijo de Tota y Chitoro, el personaje pop, el director técnico, el golfista, el conductor de televisión, el drogado, el cantante, el tierno, el gracioso, el gordo y el flaco... casi tantos Diegos como los que cada uno quiera. Porque su vida tiene tantas aristas y opciones, y colores y anécdotas, que cada persona puede ahora armar el que quiera y a su justa medida. Hay un Diego para todos.
Jueves 26 de noviembre, 18 horas. El cortejo fúnebre avanza rápido sobre la autopista que lo llevará finalmente al cementerio en la localidad de Bella Vista, a unos 35 kilómetros del centro de Buenos Aires. Detrás del vidrio del auto negro se lee su nombre “Diego Armando Maradona. Q. E. P. D.”. La imagen es impactante.
Resulta imposible no llorar de emoción al ver a toda esa gente en los puentes de la autopista, agolpados en los costados, esperando para ver pasar el auto con el cuerpo sin vida de Diego. El auto pasa rodeado de 20 motocicletas de policías, rodeado de otros autos con flores, móviles de televisión, sirenas. Y ellos, con camisetas de fútbol y banderas coloridas, saltando, levantando los brazos, llorando, con sus hijos, saludan por última vez a su ídolo. En las caras se ve la tristeza y cierta felicidad.
Se murió Diego. El único y todos los Diegos. Que vivirán para siempre en quien lo recuerde, en cada video de sus goles, en cada anécdota, foto y autógrafo. En cada pelota de fútbol que ruede en un estadio y también en cualquier canchita sin pastos ni arcos. Esos Diegos, todos los Diegos, vivirán para siempre en cada sueño de grandeza y en quien se proponga torcer su destino. Y, por supuesto, en cada ilusión de querer ser, alguna vez, y por un instante eterno, Maradona.
* Desde Buenos Aires