COPA AMÉRICA
Cristian Zapata, el joven humilde a quien mil veces le dijeron no
Al defensa de la Selección Colombia sus formadores no le veían nada de especial y no le daban oportunidades. Pero aparecer en el momento preciso lo llevó a jugar en Europa y a participar en un mundial.
La casa donde Cristian Zapata llegó al mundo ya no existe. El paso del tiempo la convirtió en una base de concreto y ladrillo donde ahora crece un abundante césped y una docena de palmeras de media altura que asemejan a un bosque tropical. Antes de que la familia Zapata se fuera de la vereda El Tetillo en busca de una mejor vida, de que las paredes y la fachada se fueran desmoronando, y los impuestos se volvieran impagables, un Cristian de cinco años llegaba del colegio y alistaba balón y camiseta para hacer lo mismo que hoy hace pero en el estadio San Siro del AC Milan.
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Detrás de la casa de ladrillo que alguna vez fue, padre e hijo le daban vueltas a la pelota por las tardes. Aunque su abuelo Luis, quien vive a solo siete pasos de las actuales ruinas, se encargó de enseñarle a su nieto otros oficios como cortar y empalar caña de azúcar y echar pala, algo que según él fue una lección de disciplina.
Joiber Banguero fue el primer entrenador de Cristian Zapata, este caucano le incentivó el amor al deporte, aunque con humildad dice que había poco de táctica pero sí había mucho amor por la pelota. FOTO / SANTIAGO RAMÍREZ B.
Para llegar a El Tetillo, del municipio de Caloto, se necesita tomar desde Cali una camioneta desde la terminal que llegue hasta el municipio de Padilla, y luego conseguir a un mototaxista de confianza y buenas habilidades en el manubrio para que recorra durante media hora una trocha de barro, charcos y largas extensiones de cultivos de caña a izquierda y derecha. La ruta tiene la forma de una serpiente marrón por donde rara vez se atraviesa alguno que otro ser humano en su moto. Algunos cuantos se divisan a los costados del camino labrando la tierra. Ante el encuentro, el escandaloso sonido del motor les llama la atención y los obliga a levantar sus manos para dar el saludo.
“Dicen que es peligroso si uno no ha avisado que va por allá”, “cuidado que le pueden salir bandidos de la nada”, “cuidado levanta sospechas” y “tenga mucho cuidado”, son las frases de advertencia que se oyen.
El letrero de bienvenida es en realidad una cancha de fútbol, con el largo pasto crecido en vez de línea blanca en el lateral izquierdo, y una quebrada donde la gente lava la ropa a cambio de la línea blanca del lateral derecho. Un caballo manso en vez de podadora, y de fondo una planicie interrumpida por el basto follaje de los árboles o de los cultivos de caña. En una banquita de madera, al lado del riachuelo, Joiber Banguero, el primer entrenador de Cristian, se sienta para ver la cancha y recordar las primeras patadas del chico que ahora juega a 9.412 kilómetros de allí.
“Yo no es que sea un maestro de esto, a Cristian lo tuve muy poquito tiempo, pues esto era más alcahuetería a los chicos para que estuvieran en la cancha pateando balones. Él se la pasaba por aquí desde chiquito y también de chiquito se fue”.
Dice que el talento le brillaba como una estela en cada partido, y por eso, cree que su salida temprana de la vereda era solo cuestión de esperar a que algo más grande apareciera. Y el siguiente paso no estaba tan lejos.
Luis Zapata, su abuelo, recuerda que su nieto salía de clases y se ponía a jugar detrás de la casa. Aquí don Luis posa encima de lo que fue la casa de Cristian, un lugar que hoy ocupan una docena de palmeras. FOTO / SANTIAGO RAMÍREZ B.
Canchas de fútbol no le faltan al Cauca. Cada vereda y municipio tiene su propio lugar en el que muchos niños y jóvenes pasan la vida entre goles, jugadas, pases y atajadas; una burbuja en uno de los departamento que más ha padecido el conflicto en Colombia. Padilla y Corinto fueron escenarios de confrontaciones entre la guerrilla y el Estado durante las últimas décadas. Pero allí un buen número de niños desean unirse a la Escuela Huracán, todos con el sueño intacto de alguna vez pisar el césped de algún campo profesional. Cristian no era la excepción en su tiempo.
En un partido, con la camiseta de su vereda El Tetillo puesta, fue a jugar a Corinto contra Huracán. Al final del partido, Cristian se le acercó al profesor Eduardo Molina y sin titubear le contó su deseo.
- Profe, yo quiero jugar en Huracán.
- ¿Y usted de cuál vereda es?
- El Tetillo, profe.
- No. – dijo como si fuera un golpe seco- Usted no puede jugar aquí, mijo. Le queda muy difícil ir desde allá hasta Corinto.
Fue un no rotundo, pero como si tuviera oídos sordos al siguiente lunes, día de entrenamiento, regresó a Corinto y le volvió a proponer sus ganas de jugar en Huracán. “Mijo entrenamos hasta las cinco y media, ¿usted cómo se va a devolver a esa hora para allá?”, y razones de sobra tenía Molina para insistir en su negativa.
Históricamente la región del norte del Cauca se ha usado por grupos insurgentes y por mafiosos como un puente que conecta al Valle con Tolima, Cauca, Huila y Caquetá. Allí el conflicto se ha vivido desde los cincuenta, evolucionó en los sesentas. Ha pasado por Quintin Lame, la resistencia de Pijaos y Coyaimas, las Farc y de ahí para allá la violencia ha tenido picos y valles. Hoy es un grafiti en una pared blanca que dice “sexto frente presente”, firmado por las disidencias, es decir, aquellos exintegrantes de las Farc que no se sometieron a un proceso de paz con el Gobierno.
“Hagamos una cosa, tráigame a su mamá y a su papá”, le dijo al verle en la cara las ganas inocultables por jugar fútbol. Al siguiente miércoles regresó. Sin mamá y sin papá. Pero con dos chicos más, también de su vereda.
Molina cuenta que no le veía nada. Que el chico no tenía nada de especial, solo ganas. Pasó el viernes entrenando con sus dos vecinos de vereda y al siguiente lunes Molina conoció a los padres de Cristian. “Vamos a hacer el intento”, concluyó José Domingo Zapata, un hombre enamorado de la pelota que no podía negarle ese amor a su hijo.
Cuarenta minutos se demoraba Cristian Zapata por cada viaje en bicicleta. Donde tenía que sortear el lodo, el intenso calor, el esfuerzo adicional y la lotería de no encontrarse en el camino con algún sospechoso armado, mucho más probable cuando el sol caía.
Pero el sobreesfuerzo le duró unas semanas. Eduardo Molina, el entrenador al que le había rogado que por favor lo dejara jugar a pesar de vivir en una recóndita vereda, le ofreció su casa en Corinto para que no tuviera que salir al ocaso y dar cuarenta minutos de pedalazos solo con una bendición como protección.
“Es una boca más”, “aquí ya no cabe más gente”, “¿después quién responde?”, era lo que decía la madre de Molina, molesta por la llegada de un nuevo miembro a la familia. Pero a regañadientes convenció a la mujer para que pudiera quedarse y poder entrenar con mayor frecuencia.
En días entre semana la cancha de Corinto se llena con varias categorías entrenando al tiempo. Cientos de niños y niñas se reúnen a disfrutar del fútbol hasta que el sol cae FOTO / SANTIAGO RAMÍREZ B.
Molina insiste en que Zapata no tenía nada, no era especial.
Pero hay casualidades que se convierten en milagros. Molina recibió una llamada para que llevara a sus mejores jugadores a que fueran observados por formadores del Deportivo Cali. Barajó y confió en sus mejores cartas. “Yo preparé a mis mejores jugadores y lógicamente a Cristian no lo llevaba”.
- Profe… Lléveme.
Le dijo Zapata, cuando supo de las veedurías.
- No, mijo. Usted está muy nuevo, te falta recorrido para llevarte al Cali.
Otro ‘no’ rotundo. Seco. Como si fuera una puñalada que desinfla un balón. “A la próxima te llevo”, fue la frase de la desesperanza.
Cuando se topó con una cara que se le hizo familiar. Con el uniforme puesto, maleta en la espalda y los guayos en la mano. “Profe”, fue lo único que le dijo, pero con los ojos le seguía rogando “por favor”.
El joven Cristian se fue de El Tetillo para el municipio de Corinto, allí en la escuela Talentos Huracán tuvo la suerte de hacer pruebas en el Deportivo Cali y quedar seleccionado para vestir la camiseta de los azucareros. FOTO / DEPORTIVO CALI
Llegó la hora. Tres muchachos en el carro pirata. La mejor carta de Molina no llegaba. Miró a Zapata, se dijo a sí mismo “diez minutos más”. Diez minutos que seguro le parecieron eternos al intenso muchacho. Como si se tratara de un partido de esos que producen infartos, como cuando el rival ataca y somete con la intención de llevarse el empate o el triunfo y robarse la gloria. Pero el tiempo se acabó.
“Ahhh, sabes qué, caminá”.
Molina no terminó de pronunciar la última sílaba de esa frase cuando Zapata ya tenía los guayos puestos. Todo él era euforia, debió sentir lo mismo que cuando ocurre un gol al último minuto. Y cargado de alegría se subió al carrito pirata que arrancó rumbo a las afueras de la sucursal del cielo.
Dejó a sus cuatro jugadores solos para que no sintieran la presión de su observación. Quedaron bajo los ojos de Guaracha Mosquera y Molina se marchó para ver a la profesional del Cali y a las seis regresó al lugar de las pruebas.
- Guaracha, ¿qué pasó? - le preguntó.
- En esta sí te fue mal.
- ¿Nada?
- No traes mayor cosa… pero hay uno que medio, medio.
- ¿Cuál?
- Ese, el negrito que está allá.
Guaracha señaló a Cristian Zapata. Y un baldado de agua fría le cayó a Molina. Sintió impotencia, desasosiego. Confiaba en que pasaría cualquiera de sus cartas, pero no fue así, Zapata no era su carta “¿cómo? ¿se me olvidó ser formador de fútbol?”, se preguntaba.
Se subieron todos al carro, de nuevo la camionetica pirata de regreso a Corinto. Y un silencio embarazoso se rompió: “Profe, ¿cómo nos fue?”, fue la pregunta incómoda de los muchachos. Y de forma déspota contestó: “Miren, no hagan bulla, él único que tiene chances de que lo vuelvan a mirar en dos semanas es Cristian”… Y un silencio incómodo volvió.
Zapata festejó con una sonrisa durante todo el viaje, y no pronunció palabra alguna.
La casa de Eduardo Molina, el hogar de paso de Cristian, hoy luce casi igual. Salvo por unas cuantas fotografías del defensa jugando en Europa y la misma camiseta que usó cuando la selección Colombia se enfrentó a Costa de Marfil en el mundial de Brasil 2014, ahora protegida con un marco y un vidrio como si fuera una obra de arte. El hijo de Eduardo, Héctor, fue el compinche de Zapata mientras allí vivió.
Con él pasó horas corriendo, haciendo veintiuna, cabecita, defendiendo, haciendo goles, ahorrando de a mil pesos para el Play Station que nunca compraron y jugando en los locales de videojuegos donde se paga por horas. Hubo un tiempo en el que Héctor disfrutó del fútbol como si de un matrimonio se tratara. Pero la violencia, esa a la que tantas veces Zapata le hizo amague con un balón, lo divorció de la pelota. “Un accidente”, le llama él al disparo que recibió en la columna cuando le intentaban robar la moto. Sus piernas y sus brazos dejaron de funcionar, y su corazón se quebró. Pero Héctor ha aprendido a reconstruirlo.
Cristian Zapata ha sido un jugador determinante. Su experiencia ya lo ha llevado a Brasil 2014 y ahora repite mundial en Rusia 2018. Con la selección ha marcado dos goles, uno contra Estados Unidos en la Copa América Centenario y otro en un amistoso contra Corea del Sur FOTO SEMANA
No solo está la camiseta amarilla y sudada de aquel partido 2 a 1 a favor de Colombia. Héctor también tiene dos del Unidese de Italia, dos de la selección Colombia cuando Cristian fue sub 17 y sub 20, y una del Inter de Milán, una reliquia que obtuvo de Patrick Vieira en un clásico. Dice Héctor que muchos le ruegan que le ponga precio a sus camisetas. Para él no hay dinero que pueda comprarlas.
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Muchos niños y jovenes en Corinto se apoyan en el fútbol como una salida social en un lugar donde la violencia y el tráfico de drogas llevan a muchos por lugares y caminos de vida equivocados. FOTO / SANTIAGO RAMÍREZ B.
Al igual que Cristian, Héctor fue un intenso por devolverle color a la vida.
Siempre que puede en sus visitas a Colombia, viaja hasta Corinto para ver a su amigo y llevarle algún presente, tomarse fotos, hablar de fútbol y recordar el pasado. “Hay un gol de él que le marca al Inter al último minuto, una chalaca que pasan mucho por televisión, es un golazo”, recuerda su amigo.
Ese 15 de abril del 2017, Cristian anotó uno de los goles más importantes de su carrera. El Milán no había hecho un gran partido. Primero Antonio Candreva sorprendió con un golazo para el Inter que hizo que los hinchas azules lo gritaran con euforia, desde mitad de cancha el balón viajó gracias a un largo pase y el volante romano puso el 1 a 0. Luego fue Mauro Icardi, quien gracias a un pase de la muerte de Perišic sentenció el 2 a 0. El Milán no veía la luz.
Zapata no había tenido minutos con la camiseta de rayas rojas y negras, y los dos goles no lo habían dejado muy bien ante los hinchas.
El primero en dar aliento fue Romagnioli, que a la brava metió el descuento para los diablos. El escenario seguía sin ser alentador, faltaban veinte minutos para terminar y la ofensiva no respondía. Cinco minutos de adición, protesta de los jugadores del Inter, que estaban asustados por la tormenta de presión que verían venir desde su rival, incentivado por recuperar algo de tiempo para hacer lo que no habían podido en 90 minutos. Los cinco se pasaron volando y en la última jugada, ya sobre el sexto de adición, fue un tiro de esquina. Todo el Milán arriba, el balón tomó vuelo desde el costado izquierdo, Carlos Bacca cabeceó desviado con intención de darle al arco pero el disparo se convirtió en realidad en un pase. Y ahí apareció el número 17 con sus 1,87 metros de altura con la pierna lo más alto que pudo. Con reflejos de felino la pierna izquierda le pegó a la pelota preciso cuando parecía que se iría al final y acabaría el partido.
Pero no acabó ahí. Fue una chalaca extraña que hizo que el balón pegara en el travesaño y se metiera solo uno centímetros adentro. Todo el Inter salió a protestar, todo el Milán a celebrar. El árbitro le mostró a Medel su reloj con el gol, y los hinchas rojinegros celebraban amontonados en su tribuna lo que parecía lejano.
El profesor Carlos Arango recuerda siempre al tímido Cristian en su época en el Deportivo Cali. Aunque el profesor le veía talento a Zapata, este le inculcó el respeto a los mayores y su experiencia. Hoy Zapata es el defensor central con mayor experiencia en la Selección FOTO / SANTIAGO RAMÍREZ B.
Keisuke Honda le tomó la cara a Zapata y el caucano hizo lo mismo con el japonés. Estallaron en risa y todo el equipo formó un círculo de abrazos. San Siro estalló en éxtasis, todo en la tribuna rojinegra era amor. En los azules solo miradas fijas a la nada.
Cristian ha lucido la camiseta del Deportivo Cali, luego partió a Italia a vestirse la del Unidese durante seis temporadas –anotó cinco goles-, se fue un corto tiempo al Villarreal, y finalmente llegó al AC Milán. Una experiencia que pocos jugadores tienen.
Precisamente esa palabra en el fútbol –experiencia- le ha causado rechazos y aceptaciones, como esa vez que jugando en las inferiores del Cali el profesor Carlos Arango no lo puso a jugar en la titular. Cuando llegó el momento de nombrar a los 11 iniciales, su apellido no se escuchó. Faltando segundos para el pitazo del comienzo, Zapata miró a Arango y casi balbuceando le dijo: “la experiencia huevón, la experiencia”, y se atacó de la risa a disfrutar del partido desde el banco. “Humildad” es lo que dicen los que lo conocen.
El día de ese juego nadie creyó que ese chico del banco, que había llegado por puras ganas de jugar al Cali, vestiría la camiseta de la selección Colombia en Brasil y jugaría cuatro de los cinco partidos.
Y pensar que todos creían que no tenía nada de especial.