CICLISMO

De Lucho a Nairo: treinta años de poesía en bicicleta

La primera gran gesta del ciclismo colombiano se dio un día como hoy hace 30 años. Lucho Herrera conquistaba la Vuelta a España y alcanzaba así el olimpo del ciclismo mundial. Tres décadas después, otro colombiano es protagonista del deporte de los caballitos de acero.

Mauricio López Rueda
15 de mayo de 2017
| Foto: SEMANA / AFP

“En buena hora Colombia. Aquí el lote se acerca, allá viene el cortejo, avanza la alegría derrumbando montañas y las bocas avanzan como escudos. ¡Se levanta la risa, se caen las telarañas, aquí viene el zurcido mágico de los metales!".

“Viene, viene el lote que partió de Benidorm como en un vuelo de aves migratorias. ¡Va a cerrar, atención, Herrera es una bandera desbordada, desbocada!".

“Se ve llegar, se ve llegar, paso a la victoria, cruza el lote. Cruza Herrera, campeón, campeón de La Vuelta. ¡Qué grande! ¡Qué aletazo tremendo! ¡Qué grande es el mundo frente a mi garganta abatida, aquí en el paseo de La Castellana! ¡Me metí en el llanto!”.

Han pasado 30 años de la primera gran gesta del ciclismo colombiano, esa que protagonizó ese campesino flaco y tímido, Luis Alberto Herrera Herrera, Luchito, el ‘Jardinerito de Fusagasugá’.

Todavía retumban en la memoria los aullidos poéticos de Rubén Darío Arcila, describiendo esa llegada de Lucho a Lagos de Covadonga, después de 179 kilómetros desde Santander, en la que fue, por mucho tiempo, la etapa más épica del pedalismo cafetero.

Aquí puede escuchar la narración de 1987, de RCN:

Era el año 1987 y Lucho tenía 23 años, estaba vestido de rojo y portaba el dorsal 111. Los narradores españoles decían de él: “Miren qué forma de subir, qué forma de correr, es sin duda el mejor escalador del mundo”. Y el colombiano se paraba en los pedales, y seguía consumiendo kilómetros, desbocado hacia el cielo de Covadonga, sobre ese insecto de dos ruedas de manubrio amarillo y cuerpo de acero. Por detrás, los mejores del mundo trataban de rastrearlo entre las curvas: Sean Kelly, Raymond Dietzen, Laudelino Cubino, Perico Delgado y Laurent Fignon.

Las montañas asturianas, con picos de hasta el 18 %, como senos excitados, se abrían como amantes audaces, embriagadas, lujuriosas, ante ese divino montaraz de la tierra de los Sutagaos, que se adentraba invencible en las entrañas de Cangas de Onís, como un Cid Campeador enfilado hacia una última batalla.

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“Es un monstruo de la escalada”, seguían diciendo los españoles viéndolo cruzar por Enol y por Ercina, solitario, decidido, obsesionado con la victoria.

Nacido en las planicies del Sumapaz, en ese pequeño municipio consagrado a Nuestra Señora de Belén, a Lucho sólo lo perseguían los caballos que se divertían en las llanuras de aquel paraíso del macizo occidental de España. Sus rivales perdían más de un minuto y medio cuando el ‘Jardinerito’ entraba en el último kilómetro, con los dientes apretados y sus pantorrillas hinchadas por el esfuerzo.

El sembrador de primaveras y camarones entraba triunfal a Lagos, como la reencarnación de Bolívar, esgrimiendo su espada de Chungapoma y con el cabello alborotado como un “poeta maldito”.

Etapa 11. Lucho vence y se viste de líder. Sorprende al mundo. Días después, el 15 de mayo, gana la Vuelta, dejando sin palabras a sus encopetados rivales, quienes no sabían cómo describir lo que ha pasado. “Nos habían hablado de los colombianos, pero no pensábamos que eran tan impresionantes en la montaña”, balbuceó Sean Kelly visiblemente decepcionado.

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Y hoy, 30 años después, otro colombiano del campo, Nairo Quintana Rojas, también sorprende al mundo, en otra península, la italiana. Y también con el 111 en su espalda, y vestido de rosa, ese hermoso color derivado del rojo, el color de la sangre, de la pasión.

Lucho y Nairo, Nairo y Lucho, dos escarabajos indomables, pretéritos sobre sus bicicletas, distanciados por 30 años, pero unidos en la memoria de los colombianos, a quienes se les inflama el corazón cada que los ven cruzar una meta, vestidos rojo o de rosa, suspendidos en el aire como águilas milenarias, surgidas de lo más profundo de las montañas cundiboyacenses, tierras fecundas en milagros, donde no sólo crecen las habas y las arvejas, los sietecueros y las acacias, sino también hombres humildes y valientes, capaces de cultivar la papa en esa tierra negra de atardeceres apasionantes, y capaces también de cultivar títulos inolvidables en las cumbres del Viejo Continente.

¡Gloria a ellos!