OBITUARIO
Ante la muerte de Roberto Junguito
El exministro Jorge Humberto Botero hace este obituario de Roberto Junguito, quien fue ministro de Hacienda durante la gestión de Belisario Betancur y en el primer gobierno de Álvaro Uribe.
Es natural que los lectores de necrologías esperen conocer algún episodio que les ayude a entender la personalidad a la que se rinde homenaje.
Para cumplir esa expectativa, diré que, a comienzos del 2002, Roberto representaba los intereses de varios países, incluido el nuestro, en el directorio del Fondo Monetario Internacional con sede en Washington. El entonces candidato, Álvaro Uribe, quería acercar a Roberto a su campaña y me pidió realizar la grata tarea de servir de puente entre ambos.
Para acometerla, tuve en cuenta que, en la vida, al contrario de lo que sucede en la geometría, el camino más corto entre dos puntos no es la línea recta. Por eso opté por compartir con él los documentos que en la campaña se habían elaborado con la eficaz ayuda de César Caballero -actual director de Cifras&Conceptos- sobre la compleja situación fiscal del país que el nuevo gobierno tendría que afrontar.
Sus comentarios al respecto -creo recordar- fueron más bien parcos; seguramente no quería parecer desleal con el gobierno del presidente Pastrana, a quien entonces representaba; una manifestación implícita de su elegancia espiritual.
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En el trascurso de esas conversaciones fue creándose el ambiente de confianza necesario para que mi ilustrado interlocutor expresara su admiración por el candidato. Me dejo saber que encontraba en él semejanzas con Rafael Reyes, presidente de Colombia entre 1905 y 1910, quien, como él me lo recordaba, tenía un gran conocimiento de la geografía nacional, estaba convencido de la necesidad de construir infraestructura para lograr que el país saliera de la pobreza y había sido un exitoso empresario del campo. Ambos hombres, además, estaban dotados de fuerte sentido de la autoridad.
Roberto aceptó, pues, vincularse a la campaña; no me sorprendió que, luego, fuera designado ministro de Hacienda del nuevo gobierno. Al posesionarse sabía que tendría que lidiar con una compleja situación de las finanzas públicas.
Pero no con la firme decisión del nuevo mandatario de involucrarse en los detalles de la gestión del Estado -la denominada microgerencia presidencial-. Y menos aún con sus posturas heterodoxas, la más notable de todas su convicción de que era indispensable cambiar la cartilla del Banco de la República.
Junguito tenia las capacidades para manejar con solvencia las complejidades de la política fiscal. No así el temperamento para tener al presidente respirándole en la nuca: en la tradición hasta entonces existente los Ministros de Hacienda gozaban de un grado alto de autonomía, como él mismo la tuvo cuando desempeñó ese cargo en la Administración Betancurt.
Además, para el economista ortodoxo que siempre fue, intervenir desde el Gobierno en la política monetaria, como lo anhelaba el Presidente, hubiera implicado romper con convicciones suyas muy profundas.
Por eso, creo yo, tomó la decisión de renunciar a pocos meses de haber iniciado su gestión; no por los motivos que mencionó años después en un estupendo reportaje con Isa López. Para justificar su retiro prematuro, acudió a la tesis, difícilmente creíble, de que ya había cumplido los propósitos que se había trazado. Una persona distinta a él se habría ido luego de una enérgica declaración de principios y el consiguiente portazo.
Optó por actuar de manera discreta para no lesionar su relación personal con Uribe, la que conservó hasta el fin de sus días. De hecho, era un entusiasta promotor de un libro de corte académico sobre los dos mandatos presidenciales de Uribe que se publicará a mediados del año. Su muerte es un acicate para que sus colegas en esa aventura redoblen esfuerzos para culminarla.
Junguito era fiel a su Partido Conservador y devoto seguidor de Álvaro Gómez por quien profesaba una admiración sin limites. Defendía con brío los proyectos de esa colectividad a la que respaldaba invariablemente en las justas electorales.
Sin embargo, no era fanático. Siendo director de Fedesarrollo, su consejo directivo le hizo objeciones a que hubiera encargado un trabajo importante a Guillermo Perry -otro gran colombiano muerto el año pasado- a quien se consideraba un peligroso izquierdista. Roberto no aceptó ese conato de veto. En realidad, su conservatismo, más que estar referido a una determinada postura ideológica, era trasunto de una cierta actitud ante la vida misma; era cuestión de estilo o talante.
En un libro extraordinario -Ser conservador y otros ensayos escépticos - Michael Oakeshott escribió: “…Ser conservador es preferir lo familiar a lo desconocido, preferir lo experimentado a lo no experimentado, el hecho al misterio, lo real a lo posible…, la risa del presente a la dicha útopica…el dolor asociado a la pérdida será más agudo que la excitación que provoca la novedad o la promesa. Ser conservador es estar a la altura de nuestra propia fortuna, vivir en sintonía con nuestros propios medios, conformarse con aspirar a un grado de perfección acorde a uno mismo y sus circunstancias”.
Esto es lo que fue Roberto Junguito. Habría sonreído, con esa discreta y grata timidez que lo caracterizaba, si me escuchara atribuirle estas virtudes.
Naturalmente las figuras públicas tienen una vida personal que contribuye a forjar la opinión positiva o negativa que de ella nos formamos. He pedido a Mariela Villamizar, quien fuera, durante casi una década, asistente personal de Roberto, que escribiera una breve semblanza que, en parte, trascribo:
“Su pasión era escribir sobre historia tanto económica como en general; comprador sin límite de libros antiguos, que ya no tenía dónde guardar. Los libreros lo visitaban con mucha frecuencia para llevarle unos ejemplares tan antiguos que a él no le importaba que olieran a guardado y que no estuvieran en muy buenas condiciones; se deleitaba mirándolos y ojeándolos hasta escoger los que más le interesaban.
“Un hombre noble que aceptaba, después de haberse salido de casillas, que había cometido un error y pedía disculpas. Contaba sus anécdotas de juventud sin ningún filtro y gozaba haciéndolo. La prioridad para él siempre fue la familia. Podía tener el compromiso más importante, pero frente a un evento familiar, había que modificar su agenda.
“Abuelo consentidor y alcahueta. En una ocasión llevó a la oficina a una de sus nietas, que tendría unos tres años, y le dijo que jugara en el computador de la oficina. La niña le debió oprimir todas las teclas al tiempo, o no sé qué hizo, pero la imagen del computador quedó al revés y los ingenieros de sistemas en qué se vieron para restablecerla a su estado normal. El doctor Junguito soltó la carcajada y estaba divertidísimo con la hazaña de su nietica, como decía él.
“Otra de sus pasiones era jugar tenis y montar a caballo. En una ocasión amaneció con un lumbago que lo tenía bastante adolorido, pero no quiso ir donde el médico ni hacer terapia. Ese fin de semana se fue a la finca, montó a caballo y el lunes llegó regio. Esa fue su terapia”.
En el siglo IV antes de Cristo escribió Epicuro: “Acostúmbrate a pensar que la muerte para nosotros no es nada, porque todo el bien y todo el mal residen en las sensaciones, y precisamente la muerte consiste en estar privado de sensación”.
Tiene razón el filósofo. Si el proceso de morir se vive con angustia y dolor, porque el moribundo la siente venir, la muerte hace cesar esos padecimientos. Esta constatación no anula el dolor por la pérdida del ser querido, aunque tal vez pueda mitigarlo.