SEMANA RURAL
Mercedes Ruiz: cuando el cultivo de papa no alcanza para comer carne
Durante 35 años ha cultivado papa en un terreno montañoso. Hoy, la caída en el precio del producto la ha llevado a privarse de las frutas y cambiar la carne por el hueso. Reportaje sobre el hambre en el país.
El sustento de Mercedes Ruiz es un retazo de tierra junto al páramo El Rabanal donde solo se amaña la papa. Ningún otro fruto resiste la humedad del suelo y las caricias heladas de la niebla, que tiende su velo sobre la media fanegada de terreno empinado que heredó de su madre.
Mercedes habla de la papa como si lo hiciera de una comadre con quien ha compartido 35 años de dichas y tristezas. El año 2020, en especial, solo le ha traído pesares: precios bajos, cargas perdidas y bultos sin vender con los que alimentar a los animales. Desde hace dos meses en su mesa se sirve papa, pero no hay plata para carne.
“Cuando la papita vale, la gente se puede hasta vestir”, dice Mercedes, como disculpando a la papa por los malos ratos. Este año, el precio cayó a cifras históricas de 15.000 o 16.000 pesos por carga. Las más de 100.000 familias colombianas que dependen del cultivo perdieron sus inversiones. Fue como si sus cosechas enteras se hubiesen caído por un barranco. Hoy un kilo de papa cuesta 160 pesos: ¿cómo sobrevivir cuando los costos de producción son en promedio de 600? ¡Seis veces más altos!
En la casa de Mercedes, en la vereda Albarracín del municipio de Ventaquemada, viven ella, su esposo y su hija de 13 años. Los tres dependen de la papa. “Yo no sé hacer nada más que sembrar –cuenta con tono de desespero–. Apenas pude terminar quinto de primaria. Tengo 53 años y desde los 7 trabajo la tierra. Porque en mi pueblo las mujeres solo tienen dos opciones: echar azadón o preparar arepas”.
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Con los precios de la papa y la arveja por el piso, y los locales de arepas golpeados por la pandemia, el panorama es sombrío. Mercedes cuenta con un presupuesto de 80.000 pesos para el mercado de todo un mes. Compra sal, panela, lentejas, arroz y aceite. No alcanza para más. Las pocas gallinas que tiene le dan los huevos, y la vaca, que ordeña todos los días a las seis de la mañana, la leche para la familia.
Hace más de un mes que Mercedes no saborea el dulzor de las frutas. “Ni pensar en comprar unas moras, unas guayabas, unos mangos, más que sea para un juguito”, dice. La carne también es un lujo que no se puede dar. A falta de dinero para consumirla, suele comprar por 4.000 pesos dos libras de hueso en las carnicerías de Ventaquemada. “De todas maneras –cuenta Mercedes– el hueso le da algo de sabor a la sopa”.
Parte de la crisis de los pequeños cultivadores de papa, como Mercedes, está relacionada con la caída en el consumo. Según Fidel Salazar, representante en Boyacá de la junta directiva del Fondo Nacional del Fomento de la Papa (FNFP), “la gente pobre es la que más consume en Colombia. Hoy, por la pandemia, no tienen recursos para comprar productos de la canasta básica. El más afectado es la papa y últimamente el plátano”.
La caída de las ventas es apenas una consecuencia de la crisis económica propiciada por el coronavirus. Hay otras razones, más profundas y estructurales, que por años han afectado a los cultivadores. Una de ellas es la informalidad. Según datos del Observatorio Laboral de la Universidad del Rosario, la tasa de informalidad en el campo colombiano alcanza el 88 %.
En los últimos días, en la Segunda Gran Cumbre Colombia Rural, organizada por Semana Rural, Juan Carlos Elorza, director del sector productivo del Banco de Desarrollo de América Latina (CAF), se refirió a la informalidad como uno de los grandes retos a superar en la región. “Casi el 60 % de los predios productivos de Colombia tienen alguna situación de informalidad –dijo Elorza–, lo que dificulta que quienes lo habitan, lo producen o quisieran ponerlo a producir, accedan a servicios formales de la comunidad”.
Toda su vida, Mercedes ha trabajado en la informalidad. En el mercado de la papa, entre el cultivador y el intermediario, no hay otra opción. En los últimos días el Gobierno destinó 30.000 millones de pesos para subsidiar a los cultivadores, pero el alivio no refleja un cambio. Según Fidel, “ni siquiera sabemos cómo se va a ejecutar ese dinero. Uno de los requisitos es que los productores hagan una cuenta de cobro para que los compradores la firmen. Ninguno va a firmarla porque ellos no se registran como comerciantes de papa. Son informales y no van a cambiar”.
Mercedes ha vivido las dificultades de acceder al subsidio. “Toca llevar la factura del comprador y uno queda ‘marcando’ porque ellos no se la dan”. Según ella, en caso de contar con la suerte que le den una factura, el beneficio es muy poco, pues por cada tonelada de papa entregan 94.000 pesos. “Eso no vale ni un bulto de abono. Es una simple pendejada”, concluye.
Como Mercedes, Fidel nació en el campo y creció entre los cultivos de sus padres. Tuvo la fortuna de estudiar ingeniería agrícola, con el sueño de sacarle más provecho a su tierra en Cómbita (Boyacá). Con los años entendió por qué sus padres, como tantos campesinos, le pedían que estudiara, que se fuera, porque trabajar la tierra en Colombia es como cultivar pesares. Según Fidel, la situación de los paperos “es una olla a presión. Son muchos problemas a la vez: las tierras están en manos de las ganaderías y los campesinos cultivan en las montañas, donde no hay vías de acceso. A eso se suman el alto precio de los insumos agrícolas, la imposibilidad de competir con las papas traídas del exterior, la baja educación del papicultor y una cadena de comercialización muy larga e informal, entre muchas cosas”.
Mercedes pensó que con la cosecha de octubre, el mal año terminaría. No fue así. Hoy debe 10 millones de pesos al Banco Agrario y ha tenido que refinanciar su crédito y vender una vaca para cumplir con una de las cuotas del pago. Como decenas de cultivadores, ha sacado su papa a la carretera mientras agita el trapo rojo esperando que alguien le compre un bulto. “Ahora –dice– sale mejor comprarla que sembrarla”.
Ni la Virgen del Milagro, de quien es devota, le ha devuelto a Mercedes la esperanza. Su única entretención es reunirse con alguna vecina a quejarse de la vida y a recordar esos tiempos en los que el único abono de las papas era el estiércol machacado del ganado. Está cansada de rogar, con la misma letanía, a los comerciantes para que le compren la papa que tanto trabajo le costó cultivar: “Por vidita suya, llévela. Cómpremela”. Mientras tanto, en todo el municipio de Ventaquemada esperan que los precios de la próxima cosecha suban. Si eso no ocurre, en la casa de Mercedes Ruiz la comida será la misma. No habrá fruta ni un trozo de carne sobre la mesa.