OPINIÓN
El tóxico en la oficina
“No me lo aguanto más”, me dijo, “por favor, ayúdame, ya no sé cómo manejarlo”.
Paula era una mujer superprudente, muy inteligente y analítica. Un poco mala delegando, porque prefería hacer las cosas ella misma para evitar conflictos, siempre se había caracterizado por ser una buena niña, bien portada, juiciosa, trabajadora. Le pregunté con toda la calma que pude qué le pasaba.
Me respondió con desesperación, pero sobre todo con frustración. Parecía que no era la primera vez que se sentía así. Yo sabía que Mateo era difícil, pero nadie se había quejado abiertamente de su comportamiento. Claro, en realidad no había cómo probar que era un pesado con sus comentarios de mal gusto sobre los demás y, lo peor, que era muy protegido por las altas directivas que solo veían sus grandes cualidades retóricas.
Mateo además se parecía al jefe. Era una versión un poco más pasiva, pero siempre hacia eco de todo lo que este decía y era el primero en pararse a aplaudir sus iniciativas. Lo que nadie sabía abiertamente sobre Mateo era que no solo le gustaba robar las ideas de otros, también tratar de manera peyorativa a las mujeres y a aquellos que no tenían la suerte de tener sus privilegios.
Mateo era increíblemente hábil para moverse corporativamente. Se pegaba en los proyectos que lucían bien y luego ni siquiera asistía al seguimiento o las reuniones operativas. Pero, eso sí, siempre estaba en las presentaciones a los jefes. Esta vez, Paula había trabajado duro por semanas en un proyecto nuevo para el lanzamiento de un servicio. Paula y Mateo debían presentar juntos.
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Llegaron a la presentación y Mateo ni siquiera tenía claro de qué iban a hablar. Conocía el proyecto, pero no se metió en detalles porque en realidad ni siquiera le interesaba el tema. Eso sí, llegó más temprano con café para todos y un buen chiste, que siempre sabe hacer sobre los últimos resultados de La Liga.
Inició hablando él, cuando nadie le dijo que lo hiciera, y presentó un poco a Paula como su apoyo en toda la ejecución. En algún momento hizo un comentario que ni tenía nada de chistoso, pero que la audiencia celebró, algo como “me encanta trabajar con mujeres porque organizan todo y con la intensidad de Paula todo sale bien”, “es un tema claro de género”, cerró entre las risas de todos.
La verdad detrás de esto es que Paula era dedicada y organizada y se había esmerado en hacer una buena presentación. Mateo ni siquiera preparó una diapositiva, porque esperaba improvisar con el trabajo ajeno. Mateo era lo que comúnmente llamamos vago y recostado.
Lo triste de la historia es que ya había pasado. Mateo hacía lo que quería y nadie se enteraba porque el jefe no les daba importancia a estos temas. Solo decía: “Ay, no se compliquen, lo importante es el resultado”.
Averiguando un par de cosas, me di cuenta de que Paula había sido demasiado tolerante. No le puso límites e incluso, aunque la maltrataba, no hizo nada. Mateo era, no solo flojo, sino machista.
En estas luchas de egos internas era fácil decirles a todos los que querían oír. Y Mateo lo hacía muy bien. Lo que nunca hizo fue ser bueno o ganarse el afecto y el respeto de sus colegas y subordinados que lo aguantaban por obligación. Mateo era un verdadero tóxico. Uno de esos que solo con los años de la experiencia leemos antes de que actúen.
El silencio frente a los tóxicos es lo que hace que sigan sobreviviendo en las organizaciones. La tolerancia de los jefes a estos discursos ocultos de discriminación y ego revelado hacen que los ambientes no funcionen. Esta es una reflexión para que los líderes mejoren su radar de toxicidad y para que los tóxicos se den cuenta de que lo son.