OPINIÓN
La impopular pero necesaria reforma tributaria
Nada fácil el escenario para el Gobierno considerando, políticamente hablando, que el corazón de la propuesta es aumentar la base gravable para que más personas que hoy no pagan impuestos, paguen.
El Gobierno Nacional afina detalles para darse el mayor lapo en materia legislativa: presentar a finales de esta semana el proyecto de ley de reforma tributaria. Una reforma que llega en un momento político bastante sensible, considerando que la pandemia ha golpeado los ingresos de las familias y empresas, creado una cultura “subsidiarista”, que se suma al agotamiento de la gente por tanta reforma tributaria seguida, y con una oposición política que aprovechará este debate legislativo para hacer campaña presidencial. Nada fácil el escenario para el Gobierno considerando, políticamente hablando, que el corazón de la propuesta es aumentar la base gravable para que más personas que hoy no pagan impuestos, paguen. Es previsible entonces un desgaste político alto para el Gobierno, particularmente con la clase media y media-baja.
Pero razones de fondo tiene el Gobierno para jugársela por esta reforma. Y muchas. Ante la crisis económica generada por la pandemia, es evidente la necesidad de incrementar los recursos, no solo a través de la optimización del gasto, sino de la incorporación de medidas estructurales que hagan sostenible la realización de los fines básicos del Estado. Es monumental el alto endeudamiento generado por la pandemia, es impostergable garantizar la sostenibilidad de los programas sociales creados por el Gobierno para los más vulnerables, y es responsable, de paso, mejorar el modelo de recaudo general de impuestos.
Sin embargo, en política, las razones nunca alcanzan. El Gobierno necesita, adicionalmente, legitimidad, corazón y neutralidad. La primera se deriva de la Comisión de Expertos en Beneficios Tributarios, cuyo respaldo técnico bajó el tono político e ideológico a la discusión, neutralizando significativamente las voces de la oposición. Las recomendaciones de la Comisión han encontrado, en general, gran eco en los centros de pensamiento económico, las universidades y los gremios empresariales. Pero ha faltado una estrategia que acerque la Comisión, y sus recomendaciones, a las organizaciones sociales, los sindicatos y al ciudadano de a pie. Si bien es cierto que la Comisión legitima técnicamente la propuesta de reforma, también segrega socialmente.
Decíamos que además de legitimidad, se requiere corazón. Y el Gobierno lo ha entendido, pero le falta. Ninguna de las 11 reformas tributarias de los últimos 20 años ha tenido tan marcado tono social como esta. El alto Gobierno Nacional habla en todos los escenarios de “transformación social” para asociar su propuesta legislativa a un fin que hace que la reforma tenga sentido en medio de la pandemia: la sostenibilidad de los programas que benefician a casi 20 millones de colombianos. El compromiso del Gobierno de mantener una mesada mínima para los más pobres (Ingreso Solidario), ampliar la devolución del IVA, extender el programa de apoyo al empleo formal (Paef), subsidiar hasta 100 % de las matrículas de educación superior y subsidiar las cotizaciones de seguridad social para ciertos grupos poblacionales, evidencia la vocación social del Gobierno Nacional. Sin embargo, en las actuales circunstancias, plantear que se va a tocar el bolsillo de la clase media mediante gravámenes, no será entendido. No hay explicación que alcance. Es posible que el Gobierno logre que el Congreso lo entienda, pero si la gente no lo acepta, la herida quedará abierta. No es suficiente sacar de la ecuación el IVA a la canasta básica; presidente Duque.
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Por último, el Gobierno necesita de una gran dosis de neutralidad. De ahí que esté preocupado por medidas impositivas contra los ingresos y patrimonios altos de personas naturales. Pero eso no es suficiente para la gente de ingresos bajos y medios. Quieren escuchar medidas contra las empresas y, especialmente, quieren que se hable de medidas contra la evasión y la corrupción. Y razones hay de sobra. Gravar pensiones altas, dividendos, sueldos abultados y eliminar exenciones a los que más tienen, está justificado técnicamente y neutraliza políticamente a la oposición. Pero guardar silencio sobre la corrupción y la evasión, merma confianza sobre la reforma, aunque sean problemas administrativamente independientes. El Gobierno debería comprometerse paralelamente con una estrategia que atienda estos temas, más allá de los programas que ya existen. De lo contrario, no habrá percepción de neutralidad.
Y la relación Gobierno-empresas también está a la orden del día en esta reforma. Es clara la estrategia del Ejecutivo de querer proteger a las empresas como fuente vital de la reactivación económica, lo cual está a todas luces justificado en un país en el que el sector privado es el principal generador de empleos directos e indirectos. Sin embargo, las mismas empresas deberían abrir la conversación sobre la contribución que podrían hacer en el marco de la tributaria. Los impuestos digitales y los impuestos verdes son una posibilidad que subiría al sector privado en el bus de la transformación social (y ambiental), que está impulsando el Gobierno.
Para nadie es un secreto que la economía digital se disparó en pandemia y se mantendrá muy saludable por mucho tiempo. Y en materia ambiental, si bien es cierto que nuestra legislación ha adoptado gravámenes como el impuesto al carbono y a las bolsas plásticas, aún la participación de este tipo de impuestos en el recaudo nacional, es muy baja. A cambio, las empresas podrían exigir al Gobierno y al Congreso una mejor seguridad jurídica, mediante una reforma con disposiciones normativas claras que eviten vacíos jurídicos y múltiples interpretaciones, así como normas de transición que permitan la aplicación adecuada de la nueva ley.
Estamos en suma ante una reforma con alta probabilidad de aprobación legislativa, porque sería torpe que el Congreso no apoye la estrategia más idónea y justificada para continuar la mitigación económica del impacto de la pandemia. El problema está entonces fuera del Capitolio Nacional, en los escenarios en los que está la gente de a pie. No conquistarla, llevaría a que el Congreso avance con timidez o apruebe una “reformita”. Es hora entonces de que el Gobierno gane más legitimidad, le ponga más corazón y neutralice los contraargumentos. Necesitamos una reforma técnicamente sólida y popularmente comprendida.