Opinión
Reforma laboral: más privilegios para los privilegiados
El gobierno alega que están “recuperando” lo perdido, sin embargo, esos cambios se dieron para viabilizar económicamente al país hace más de dos décadas, por lo tanto, la inmensa mayoría de trabajadores nunca ha gozado de esos estándares.
El jueves 16 de marzo en la noche el gobierno Petro radicó el proyecto de reforma laboral. En un acto donde sobró la pompa, muchos colombianos, quizá la inmensa mayoría, observaron sorprendidos cómo se radicó un pliego de peticiones de los trabajadores que ya tienen garantías, pero no se deparó en aquellos que, desde la informalidad y el desempleo, claman por acceder al menos a parte de las prerrogativas que esos privilegiados poseen actualmente.
La Ministra de Trabajo no pierde oportunidad para señalar que prefiere “un empleo decente, en lugar de tres empleos precarios”; eso que puede sonar políticamente correcto es bastante discutible, en especial para los casi tres millones de colombianos que no tienen cómo llevar el pan a su mesa. La ministra Ramírez prefiere llenar a los trabajadores actuales de gabelas y derechos, así eso implique que otros colombianos no reciban un salario mínimo, no accedan a seguridad social y no gocen de descansos remunerados.
La reforma es el sueño de cualquier líder sindical. Amplía recargos, reduce jornadas, legaliza huelgas eternas y atornilla trabajadores a sus puestos alegando protección, cuando en realidad se enaltece al privilegiado, al que ya goza de garantías y al que la Corte Constitucional ha protegido permanentemente desde hace 30 años. Palabras más, palabras menos, es fortalecer al que lo tiene todo, en desmedro del que no tiene nada.
El gobierno alega que están “recuperando” lo perdido, sin embargo, esos cambios se dieron para viabilizar económicamente al país hace más de dos décadas; por lo tanto, la inmensa mayoría de trabajadores nunca ha gozado de esos estándares. En sana lógica, nadie puede recuperar lo que nunca ha tenido. La idea, de fondo, es acabar con cualquier logro de lo que ellos denominan el “establecimiento”, sin importar que en el camino se lleven por delante a aquellos que dicen representar y defender.
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Muchas empresas, en especial las micro y las pequeñas, no tienen cómo elevar las garantías de sus actuales colaboradores. Si les suben los costos o los bloquean contractualmente, el único camino es el cierre, enviando a la gente al desempleo o fomentar la temible informalidad, porque con reforma o sin ella, la gente tiene que seguir comiendo.
Es paradójico que el gobierno propugne por el trabajo “decente”, pero no se preocupe, en lo más mínimo, por aquellos que, desde la fría realidad, solo buscan tener un trabajo con condiciones mínimas y dignas. Lo verdaderamente indigno es observar cómo unos pocos adquieren más “derechos”, mientras la mayoría no posee ninguno. Eso que tanto criticaban, ahora les parece normal y “justo”: están actuando desde la comodidad del privilegio.
Gústenos o no, la informalidad alimenta el interminable y fatídico espiral de la pobreza y la desigualdad. El que trabaja por cuenta propia o depende de un empleador que no está dispuesto a concederle las garantías básicas que hoy existen, subsiste, pero no progresa. Eso parece no importarle mucho a los redactores de la reforma.
La batalla para defender a los informales, a los desempleados y a las pequeñas empresas apenas empieza. El Congreso tiene ahora la responsabilidad de cuidar lo construido y no caer en la tentación del populismo y el protagonismo electoral; afortunadamente, la sensatez y la responsabilidad de país ha empezado a aflorar en algunos senadores y representantes que entienden que esta reforma implica la destrucción de nuestro mercado de trabajo para favorecer a muy pocos.