MIGUEL ÁNGEL HERRERA
Twitter: ¿dueño de la libertad de expresión?
Para algunos, Twitter es una amenaza a la libertad de expresión; para otros, es un contrapeso necesario a las malas prácticas de comunicación política.
La semana pasada, Twitter globalizó la crisis de la democracia en Estados Unidos al tomar la decisión más difícil que seguramente ha tenido que enfrentar en sus 15 años de existencia: cerrar la cuenta del presidente del país más poderoso del planeta.
Fue una decisión que abrió otro debate: el del papel de las redes sociales en el sistema democrático global. Para algunos, Twitter es una amenaza a la libertad de expresión; para otros, es un contrapeso necesario a las malas prácticas de comunicación política.
Lo que en principio muestra esta situación es que las redes sociales están repensando su rol en el ecosistema sociopolítico. Es evidente que están pasando de la pasividad a la proactividad como agentes corresponsables del comportamiento ciudadano.
La censura a Trump no es la primera demostración. En marzo, Facebook y Twitter eliminaron publicaciones del presidente brasileño Jair Bolsonaro y del mandatario venezolano Nicolás Maduro por desinformación sobre el covid-19.
Incluso contra Trump, en mayo de 2020, en el contexto de las protestas de la comunidad afroamericana, Twitter tomó acciones por el tuit “Cuando comienza el saqueo, comienza el tiroteo”, advirtiendo públicamente que ese mensaje violaba la regla de la red social de glorificar la violencia (¡Ya estaba advertido!).
Legalmente hablando, esta situación reabre el debate sobre los límites del derecho de la libertad de expresión de los líderes políticos, pero también -de paso- de cualquier ciudadano. Es un debate complejo porque ninguna constitución política de los países democráticos establece principios que limiten clara o taxativamente este derecho. “La libertad de expresión está muerta y bajo el control de los grandes señores de la izquierda”, tuiteó el hijo mayor de Trump.
Sin embargo, el ordenamiento jurídico estadounidense y una gran parte de los marcos jurídicos de los estados constitucionales de Occidente inducen a interpretar, en su conjunto, que esta libertad está sujeta a ciertos límites, particularmente relacionados con la preservación del orden público y la protección de los derechos fundamentales.
Ante los vacíos constitucionales y legales acerca de la libertad de expresión, cobra especial relevancia la jurisprudencia disponible, en contrato derivada de sentencias de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, y de nuestra propias cortes criollas. La primera no ha hecho pronunciamientos relevantes sobre este derecho, suscitando gran interés por parte de la comunidad jurídica y política en conocer qué piensa la máxima instancia de la justicia norteamericana sobre la censura impuesta a Trump.
Cualquier reacción que tenga se convertirá en el marco de referencia para zanjar controversias similares, que seguramente tendremos a futuro, dentro y fuera de Estados Unidos. En cuanto a nuestra jurisprudencia, en la Sentencia T-155 de 2019, la Corte Constitucional condicionó la libertad de expresión, entre otras cosas, a “… la instigación pública y directa al genocidio, propaganda de la guerra, y apología del odio, la violencia y el delito”. Además, aclaró que la libertad de expresión puede entrar en conflicto con los derechos de terceras personas, por lo que fijó algunos parámetros constitucionales para establecer el grado de protección que debe recibir este derecho.
La pregunta es entonces si Twitter, o cualquier red social, es la instancia apropiada para fijar límites a la libertad de expresión, o si ese control lo deben ejercer los gobiernos. De ahí que líderes globales creíbles como la canciller alemana Ángela Merkel -a quien nadie describiría como cercana a Trump- se refirió a la medida como “problemática”, en el sentido de permitir que las empresas privadas asuman roles que corresponderían a los gobiernos o a otras instituciones. Pero también es interesante entender la preocupación de quienes consideran que tampoco conviene que los gobiernos asuman están función.
En particular, creo que el control privado no es garantía de objetividad e independencia, porque no es el papel natural de las entidades privadas y porque hemos visto muchos ejemplos en Venezuela, Argentina, Rusia y China de empresas privadas que se han convertido en las mejores amigas del Estado y facilitadoras de la censura.
Sin embargo, tampoco parece del todo conveniente que lo hagan los gobiernos, porque la historia ha demostrado que es peligroso para la sostenibilidad de los sistemas democráticos dejar que los gobiernos regulen la libertad de expresión.
Entonces, ¿quién lo debería hacer? El punto de partida imprescindiblemente es un marco legal claro sobre la libertad de expresión para que las opiniones controversiales en las redes sociales solamente puedan restringirse de acuerdo con la ley.
Parece obvio, pero no lo tenemos ni internacionalmente, ni en Colombia. La censura no debería depender de la voluntad o posición de los administradores de las redes sociales. Tampoco es serio depender de las sentencias de las altas cortes, porque perderíamos la capacidad de anticipación que tiene la ley, como fuente de ordenamiento preventivo.
La nueva ley podría dar vida a algo parecido a unos “comités reguladores independientes”, que existen en varios países europeos para la prensa escrita y que podrían adaptarse a la necesidad de regular las opiniones en redes sociales. Estos comités podrían contar con representantes del gobierno, del sector privado, del renglón educativo y de la sociedad civil.
Y tener como visión la protección del derecho a la libertad de expresión sin detrimento de otros derechos y bienes jurídicos que, como sociedad, debemos proteger. ¡Para algo debería servirnos la pataleta de Trump!