CRÓNICA

Sonreír después del horror

Después de sobrevivir al ataque de la iglesia de Bojayá, el sacerdote Antún Ramos es una luz de esperanza para el pueblo chocoano. Perfil de un colombiano que supo sobreponerse al horror de la guerra y ayudó a otros a hacerlo.

Patricia Nieto*
25 de agosto de 2012
En la parroquia Divino Niño del barrio Las Américas, en Quibdó, el padre Antún Ramos demostró que se puede construir cuando hay unión. | Foto: Natalia Botero

El valle del río Atrato, tapizado de selva y coronado de vapor de agua, es el hogar de miles de seres leñosos, erguidos y frondosos. Cedros, castaños, laureles, caimitos, jobos, caracolíes, palmas y árboles de pan elevan sus troncos hasta romper la bóveda verde, cargarse de luz y convertirse en el motor de la vida en uno de los lugares más ricos y frágiles del planeta. A sus pies respira Antún Ramos Cuesta, un negro fino de 1,87 metros de estatura y 90 kilos de peso que alza sus brazos para proteger a los negros e indígenas, habitantes ancestrales de un mundo pletórico de oro, uranio, gas, carbón, platino, cobre, petróleo, sulfatos, manganeso, agua, ríos y bosques.

Cuando Antún navega por el Atrato es como si viajara una buena nueva. Al verlo, los campesinos apostados en los muelles rústicos de sus pueblos de madera, sonríen, levantan la mano y pronuncian su nombre como si fuera una oración. Decir Antún es atraer la serenidad, encender los buenos deseos, revivir la gratitud. Él es uno de los 119 religiosos que desde la particular Diócesis de Quibdó han optado por la defensa de la vida de un pueblo diezmado silenciosamente, y por la protección de los pobres en una región amenazada desde hace siglos. También es claro que él no es uno más. En el Atrato medio Antún es el símbolo del sufrimiento, de la resistencia, de la capacidad de volver a sonreír después de padecer el horror.

El 9 de mayo de 2002 Antún remontó el río sin conciencia de los paisajes. Viajó en el fondo de la champa extraviado en imágenes espantosas. Sus amigos de los muelles no se extendían en saludos, solo miraban con ojos inundados al sacerdote sobreviviente de una de las peores masacres de la historia reciente de Colombia. Antún salió de Bojayá para recorrer 188 kilómetros de agua en busca de seguridad y reposo en Quibdó, capital de Chocó. En su cuerpo de hombre de 27 años se aprisionaba el sufrimiento contenido de nueve días de pánico.

La última semana de abril de 2002, -dice la Diócesis de Quibdó-, comenzaron a llegar a las goteras de los pueblitos de Vigía del Fuerte y Bojayá unos 200 hombres en 11 embarcaciones de alto cilindraje. Eran paramilitares del Bloque Elmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia. Arribaron con la consigna de recuperar la zona retomada por el bloque José María Córdoba de las Farc como lo habían hecho decenas de veces desde 1996, cuando comenzó la guerra por ese cordón selvático que une a Colombia con Panamá y con los dos océanos. Ante la inminencia de los combates, Naciones Unidas y la Defensoría del Pueblo solicitaron la intervención del Estado, que llegó con sus soldados días más tarde, cuando solo quedaban ruinas y cadáveres.

El 30 de abril la guerrilla taponó las salidas de Bojayá, solo minutos después de que 200 personas lograran escapar. A la mañana siguiente comenzaron los combates con el asesinato de un comandante paramilitar mientras atravesaba el río. Antún, en vísperas de celebrar su nombramiento como párroco, se preparó como se lo dictaba su experiencia de dos años en Bojayá. Visitar casa por casa para transmitir fortaleza, permanecer con las botas calzadas por si era llamado para interceder por la vida de alguien o para levantar un cadáver, tener a mano una linterna, enviar mensajes a los bandos para que se retiraran, y protegerse en un lugar seguro a la espera del fin de la balacera.

Pero el fuego no cesó ese día ni esa noche. El 2 de mayo, cuando las Farc ya dominaban dos barrios y tenían acorralados a los paramilitares en el centro del pueblo, ya en la iglesia, en la casa cural, en el centro de salud y en la casa de las Agustinas Misioneras se habían refugiado decenas de familias. Antún recibió a unas 300 personas en su templo de 200 metros cuadrados. Despejó el centro del salón y tendió las colchonetas del grupo de gimnasia. Si los combates cesaban, cantaba canciones de cuna para que los niños durmieran; si arreciaban rezaba, seguido por las voces entrecortadas de los feligreses.

En esas estaba cuando una pipeta cargada con metralla rompió el techo, cayó sobre el altar y explotó justo donde se apiñaban las mujeres embarazadas y los niños. El estallido, las esquirlas, el gas, el incendio cegaron el sentido de Antún durante unos minutos. Cuando abrió los ojos, su pequeña iglesia estaba convertida en el teatro del horror. Vio un cuerpo decapitado dar tres pasos antes de irse al suelo, fetos expuestos, niños estallados contra las paredes, muertos lamentándose, mujeres arrastrando sus piernas destruidas, y sintió el calor de su propia sangre brotando de la frente. Vivo, como se supo, pensó que la muerte no lo encontraría quieto sino luchando por sobrevivir.

Entonces empezó una jornada que se extendió por siete días. Primero, sacar a los 119 heridos de la iglesia pese a que continuaban los combates: cargó atados de mujer y niño hasta la casa de las hermanas donde había agua, agujas e hilo quirúrgico, apartó jovencitos presos del pánico del lugar del espanto, transportó abuelos heridos y matronas desmayadas hasta la panga bananera. También dio órdenes a los vivos que, con el alma herida, se quedaron paralizados por el terror. De un trapo blanco hizo una bandera y salió gritando que era civil y exigía respeto por la vida, mientras los sobrevivientes lo seguían hasta el pequeño puerto. Discutió con combatientes que le impedían cruzar el río para llevar dos centenas de heridos al pueblo vecino. Insultó a los comandantes que buscaban entre los civiles heridos a paramilitares para rematarlos. Se abrió paso a remo por las aguas del Atrato.

Segundo, regresar para reconocer a los muertos: recompuso un poco sus facciones; contempló el especial orden con el que Minelia, la única mujer que pasó la noche en Bojayá, dispuso las partes dispersas de los cuerpos (troncos de hombres con extremidades de niños); los bendijo antes de enviarlos a la última morada, y decidió ofrecer dinero y licor a quienes colaboraran en el traslado de los cadáveres. Explicó por qué en lugar de ataúdes de cedro tendrían bolsas negras, y por qué era necesario cavar una gran fosa para enterrar a 79 adultos y 48 niños sin nombres y sin flores. Entonces, cuando se negó a encabezar nueve días de rezos por los adultos y prohibió, por salud pública y por seguridad, las danzas y los cantos para cada niño muerto, se echó a llorar en presencia de los demás humillados y ofendidos de Bojayá.

Tercero, hablar ante la prensa para desmentir al general Mario Montoya, que decía haber escuchado a curas y monjas decir que el hecho era un atentado terrorista de las Farc y no resultado de la confrontación entre guerrilleros y paramilitares. Antún apareció en las televisiones del continente con su ropa sucia de barro y ceniza denunciando el atropello de los grupos armados, el abandono del Estado y cómo el general Montoya, con sus palabras, además de mentir ponía en riesgo la vida de los religiosos. Garabateó una carta que de manera secreta llegó a manos del obispo en la que imploró ayuda humanitaria y presencia institucional en el menor tiempo posible.

Cuarto, salir de Bojayá en el fondo de una panga para salvar su vida, pues la comandancia de las Farc dio orden de matarlo. Buscaba tranquilidad para su mente ya perturbada.

Diez años después, Antún dice que Bojayá le enseñó a ser feliz. Mientras esparce agua bendita sobre los feligreses de su parroquia Divino Niño, sonríe. Le gusta ver la expresión infantil con la que reciben las gotas a punto de terminar la eucaristía. Regresa al altar agitando su alba de estampados africanos, levanta su mano para bendecir a los feligreses, y agacha la cabeza para agradecer a Dios por los 32 mil litros de agua que almacena en un gran tanque debajo de sus pies.

Antes que reforzar los muros, rediseñar el salón en forma de media luna, cubrir con cerámica el piso de tierra, pintar el cielo raso como una manta africana, echar a andar diez ventiladores, pintar y abollonar 20 bancas e instalar 15 lámparas ojo de buey para convertir a su templo en el más acogedor de Quibdó, Antún hizo construir un tanque para almacenar aguas lluvias que son, en el lugar más lluvioso del planeta, un bien codiciado pues no existen acueductos. Guillermo Abuhatab, presidente de la Acción Comunal, corre la tapa y deja ver su figura reflejada en el agua. También sonríe porque el tanque es quizá el símbolo del trabajo en equipo que Antún predicó desde que llegó a la capital de Chocó hace cinco años.

Con el trabajo voluntario y constante de 40 vecinos que forman el Consejo Parroquial, Antún logró transformar el entorno urbano de la iglesia con una inversión de 150 millones de pesos, que recogió billete a billete (no le gustan las monedas), e instalar la idea de responsabilidad social en un barrio de padres trabajadores y niños estudiantes. Con la seguridad de que la gente cuida el templo que es de todos y hace buen uso del agua que también es de todos, Antún enciende su motocicleta de 250 centímetros cúbicos, acelera y recorre las calles empolvadas de Quibdó.

Al vuelo llega al barrio 2 de Mayo, donde algunos sobrevivientes de Bojayá se hunden en la pobreza. Para Santos Mena, de 60 años y sin piernas, abrazar a Antún es reafirmar que todavía hay seres hechos de amor. Todavía recuerda cómo Antún, al verlo mutilado después de múltiples cirugías, se tiró a llorar sobre sus hombros como si se doliera de no haberlo salvado del todo. Beatriz Caicedo, que no se siente ni de Bojayá ni de Quibdó, lo aparta para contarle un dolor que la tiene sumida en el llanto. Y al despedirse, Yeya Caicedo, empresaria del mototransportismo, le recuerda volver con una botella de viche para darle de beber a Santos. Ya en el centro de Quibdó, Antún escucha los dramas de sus alumnos del Sena; gestiona recursos para Bonanza, uno de los barrios más pobres de Quibdó; se ocupa de las remesas de alimentos para las comunidades sitiadas del Atrato; conversa con comerciantes y políticos que pueden aportar al bienestar de los más pobres; revisa las provisiones de Bienestarina que debe enviar a Bojayá; se entera de lo que se mueve en la ciudad y en la selva con el propósito de proteger a los civiles; indaga por el curso de las investigaciones penales por la masacre de Bojayá, pues está convencido de que la justicia punitiva es condición necesaria para la paz. Solo el sábado descansa. Dedica 25 minutos para el corte de pelo; media hora para arreglarse las uñas de manos y pies; una hora para saludar a su padre; dos horas para charlar con sus amigas de Las Américas donde se levanta la parroquia del Divino Niño, y un rato para orar en la buhardilla que le sirve de habitación antes de dormir.

“¿Por qué no fui yo uno de los muertos?”, se dice casi siempre antes de cerrar los ojos. La pregunta lo perturba desde que logró salir de la psicosis y la depresión que siguieron a los días del terror, y que logró paliar con ayuda de psiquiatras en Colombia y de amigos y maestros en Europa, adonde viajó para estudiar y, ante seminaristas de las escuelas más antiguas del catolicismo, ofrecer su testimonio. “Yo sobreviví para ser feliz”, ha logrado responder. Y para Antún, la felicidad no es otra cosa que trabajar sin pausa para que los demás hombres y mujeres del Atrato sean respetados y dignificados. Por su entrega le llegan bellas recompensas, como el abrazo de Santos, el olor que desprende en las noches el galán de la noche sembrado en su huerta, y la constatación de que sus padres, César y Carmelina, no se equivocaron cuando lo bautizaron Antún, que significa árbol alto y fuerte.
 
* Periodista y profesora de la Universidad de Antioquia.

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