Sabores de laboratorio
La brecha entre sabor y nutrición nunca fue tan grande: cada vez más voces cuestionan un sistema donde los alimentos procesados engañan al paladar con fórmulas artificiales y poco saludables, mientras los ingredientes frescos, sometidos a la lógica comercial, pierden el gusto de antaño. Secretos (y mentiras) de la millonaria industria de la saborización.
“Desde los años 40 hemos estado despojando de sabor a los alimentos que cultivamos. Esos tomates perfectamente redondos que adornan los pasillos de los supermercados son en su mayoría agua, y los pollos de grandes pechugas en los platos de nuestras cenas crecen tres veces más rápido que antes, lo que los deja secos e insípidos”. Quien se lamenta es el periodista estadounidense Mark Schatzer desde las páginas de su último y provocador libro, The Dorito Effect: the surprising new truth about food and flavor (El Efecto Dorito: la sorprendente nueva verdad sobre comida y sabor), donde expone la paradoja entre la explosión de productos industriales adictivos al paladar aunque de escaso valor nutritivo y, como reverso de la misma moneda, la creciente insipidez de los alimentos frescos, consecuencia de las modernas técnicas de agricultura intensiva que incluyen el uso de agrotóxicos y semillas transgénicas.
En las últimas décadas, sostiene el autor, se dieron saltos tecnológicos que permiten, hoy en día, obtener en tubos de ensayo los aromas y atributos que se están perdiendo en los campos y las granjas. “Quebramos la conexión entre sabor y nutrición al crear versiones sintéticas y alimentos que saben delicioso, pero carecen de nutrientes. Hemos interferido con un lenguaje químico ancestral que evolucionó para guiar nuestra nutrición, no para destruirla”, advierte Schatzer, y considera urgente e imprescindible emprender una cruzada para reeducar el sentido del gusto, en un contexto donde las generaciones jóvenes reconocen mejor y, por ende, prefieren los sabores empaquetados por sobre los naturales.
El investigador va más allá y esboza una tesis inquietante: la epidemia de obesidad, enfermedades coronarias y diabetes no responde, a su juicio, al exceso de grasa, carbohidratos o cualquier otra sustancia abundante en la dieta occidental estándar, sino al divorcio creciente entre sabor y nutrición. En otras palabras: entre lo que nos gusta y lo que alimenta, que alguna vez fue lo mismo.
Impostores del gusto
Basta con recorrer los pasillos del supermercado para comprobarlo: los alimentos y bebidas industriales de todos los rubros, desde lácteos y embutidos hasta snacks, cereales y refrescos, han llevado el ¿arte? de la saborización a límites insospechados, a tal punto que una lectura atenta de las etiquetas revelará que muchas veces estos productos ni siquiera contienen, en su receta, aquello a lo que proclaman saber, ya sea fresa, queso, chocolate, pollo o vainilla.
Detrás del fenómeno asoma la mano hábil del marketing, con sus modas y ardides, orientados a maximizar ventas minimizando costos. Pero nada de esto sería posible sin la constante evolución y sofisticación de un mercado que mueve fortunas en todo el planeta, aunque la mayoría de los consumidores lo ignoremos: el de las empresas que crean (o recrean) sabores de laboratorio para su aplicación comercial. Es probable que nunca haya oído hablar de firmas como las suizas Givaudan y Firmenich, la alemana Symrise o la japonesa Takasago. Ellas son nada menos que los gigantes globales de un negocio que actualmente factura 25 mil millones de dólares al año (un 13,6 % más que en 2010) y que diseña sabores para alimentación humana y animal, y fragancias para aromatizar ambientes, cosméticos, artículos de higiene o prendas de vestir.
Givaudan, por ejemplo, tiene a Nestle como uno de sus principales accionistas, emplea a unos 10 mil trabajadores y está presente en más de 80 países. Los saborizantes que fabrican esta y otras compañías se utilizan para potenciar el sabor, sustituir ingredientes o recuperar aromas que se pierden en el proceso productivo a gran escala. También para impregnar a cada marca de una identidad particular y distinguirla de sus competidores, lo que implica el desarrollo de sabores a la medida de cada cliente. La ciencia al servicio de la saborización combina elementos para desarrollar líquidos, polvos o emulsiones que, en última instancia, dotarán a un producto del factor mágico que puede convertirlo en un favorito de las góndolas o condenarlo a un inexorable fracaso.
¿Nocivos o inocuos?
Los aditivos aromatizantes y saborizantes pueden ser naturales o sintéticos. Los primeros, según las reglamentaciones vigentes al respecto, se obtienen a partir de materias primas naturales (aceites esenciales, extractos, bálsamos), mientras que los sintéticos surgen de procesos químicos y a su vez se clasifican en “idénticos a los naturales” (provienen de materias primas de origen animal o vegetal) o “artificiales” (compuestos que no han sido identificados en productos de origen animal o vegetal). En otras palabras: los naturales se crean a partir de cosas comestibles y los artificiales, de elementos no comestibles. Incluso hay saborizantes químicos que pueden ser hechos tanto de fuentes naturales como artificiales: la molécula es la misma, pero el camino para elaborarla es diferente.
“Los químicos sintéticos en los saborizantes artificiales por lo general se producen a un costo menor y son potencialmente más seguros, porque han sido testeados con rigurosidad”, asegura Dina Spector en el artículo “La sorprendente verdad sobre cuántos químicos hay en todo lo que comemos”, publicado en 2014 por Business Insider. ¿Son, entonces, nocivas o peligrosas para la salud estas sustancias? Desde las filas de la nutrición alternativa se las demoniza, adjudicándoles una extensa nómina de efectos adversos. Sin embargo, el consenso nutricional hegemónico relativiza esa idea y las considera seguras e inocuas. Claro que el dilema de fondo va más allá del contrapunto en torno a cuán riesgosos pueden resultar los saborizantes que operan como “impostores del gusto”. El verdadero problema radica en que la expansión de este negocio es indicio del predominio de la comida procesada frente a lo que el food writer, Michael Pollan llama “comida real: esa que tu abuela reconocería como comida”.
Ante semejante panorama, el autor de El efecto Dorito propone reentrenar el paladar para identificar los sabores auténticos y revalorizar los ingredientes frescos, integrales y no manipulados. “Nos convencimos de que nuestra adicción al sabor es el inconveniente, cuando es la solución”, reflexiona. Y concluye: “Estamos a las puertas de una revolución en agricultura que nos permitirá comer más sano y disfrutar los sabores del modo en que la naturaleza los ha creado”.
Aditivos bajo la lupa
Presionadas por las demandas del público y el auge de la movida natural y orgánica, en Estados Unidos grandes empresas alimenticias y cadenas de fast food vienen comunicando sus intenciones de reducir o eliminar el uso de saborizantes artificiales y otros aditivos, tales como conservantes o colorantes. Recientemente General Mills se comprometió a quitarlos de todos sus cereales para 2017. Mondelez, Kraft Foods, Subway, Taco Bell y Pizza Hut son otras de las corporaciones que han informado medidas similares, en algunos casos con mayores precisiones y plazos concretos; en otros, de manera más vaga y difusa.
No son pocos los analistas que desconfían de tales promesas y las asocian, más que a convicciones genuinas, a prácticas de greenwashing (mostrar una imagen sustentable para mejorar la reputación, sin que ello se refleje efectivamente en la cultura y las acciones concretas de una marca) y a la necesidad financiera de recuperar rentabilidad y revertir la caída en las ventas en detrimento de propuestas más artesanales o naturales. Pero, con independencia de la motivación que impulse estos anuncios, lo cierto es que en los países desarrollados los sabores sintéticos están cada vez más en el centro del debate.
Apostillas sabrosas
- En 2006 la japonesa Mayu Yamamoto recibió el premio Ig Nobel de la universidad de Harvard (parodia del galardón que otorga la academia sueca) por descubrir un proceso para extraer vainillina de los excrementos de vaca. La vainillina es el componente responsable del sabor y el aroma de la vainilla, pero el método para obtenerlo naturalmente, de una orquídea nativa de México, es lento y costoso.
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Aunque suelen confundirse y usarse como sinónimos, sabor y gusto no son lo mismo. El sabor es cómo percibimos la comida basados en una combinación de sentidos, que incluyen el gusto y el olfato. De hecho es este último, y no el gusto, el más determinante a la hora de definir la percepción de un sabor.
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Una leyenda nunca confirmada (ni desmentida) cuenta que el sabor artificial de la banana fue desarrollado a partir de una antigua variedad llamada Gros Michael, que desapareció el siglo pasado por una plaga causada por el hongo Fusarium oxysporum o “Mal de Panamá”. Luego, los productores cultivaron una cepa distinta, la Cavendish, que no sabe igual a la Gros Michael. De ahí que muchos productos sabor banana difieran en forma notoria de la sensación que el paladar comúnmente asocia a esta fruta.